La persona en la empresa y la empresa en la persona. Carlos Ruiz González
número de filósofos y pensadores que han dirigido su atención al fenómeno de la empresa desde un ángulo que vaya más allá del establecimiento de hipótesis para lograr mejores niveles de ingreso, u organizaciones más eficientes, para inquirir de modo más profundo en los principios antropológicos fundamentales que subyacen en su estructura. Lo anterior no significa que el problema se encuentre excluido completamente del horizonte filosófico, pues actualmente es posible encontrar una respetable cantidad y calidad de producción escrita al respecto, y prueba de ello es la extensa obra de quien fue el primer director de la tesis que daría origen a este manuscrito, Carlos Llano,[3] o el propio Instituto de Humanismo y Empresa perteneciente a la Universidad de Navarra, España, cuya labor docente e indagatoria también constituye un precedente importante. Pero más allá de estas excepciones, sospechamos, en última instancia, que el motivo del poco desarrollo de un programa de este talante se debe a ciertos prejuicios en torno al cariz predominantemente mercantil y lucrativo que caracteriza a la empresa y que se opone a la condición particularmente contemplativa y especulativa de la filosofía.
En un breve recorrido por el desarrollo de la filosofía occidental en torno al tema del trabajo productivo,[4] acción primordial sobre la cual se forja la empresa, podemos percatarnos del poco interés que éste ha generado como motivo de investigación, particularmente hasta antes de la llamada Revolución Industrial. Así, por ejemplo, sabemos que Platón, en una jerarquización de los ciudadanos de la polis de acuerdo con su tipo de alma, defendía que los encargados de satisfacer las necesidades surgidas de la vida corriente tenían alma de bronce, mientras que aquellos encargados de gobernar –estirpe a la cual pertenece el filósofo rey– tenían alma de oro.[5] Por su parte, Aristóteles,[6] quien también distinguía entre actividades libres y serviles, desdeñaba estas últimas porque “inutilizaban al cuerpo, al alma y la práctica de la virtud”.[7] Este rechazo por las actividades de carácter “económico” [8] también era moneda corriente durante la Edad Media, época en la que los “asuntos lucrativos” eran menospreciados en beneficio de cuestiones relativas a la vida religiosa, académica o pública,[9] de manera que el aristócrata, el bachiller o el clérigo tenían un estatus social muy superior al del mercader o el negociante.
Un panorama muy diferente lo encontramos a partir del siglo xvi con el surgimiento del pensamiento económico mercantilista, preocupado por la preservación de la fuerza del Estado mediante el reforzamiento del mercado interno. Con el fin de asegurar la expansión de la riqueza de los príncipes o reyes, en el ámbito de lo público los valores religiosos comenzaron a ser poco a poco relegados, y las cuestiones morales relativas a la usura o la adquisición desmedida de riqueza perdieron vigor en favor de las “razones de Estado”.[10] Desde entonces las prácticas políticas se separarían de las cuestiones éticas o morales,[11] y con el tiempo, este tipo de razonamiento también se trasladaría a las mismas materias económicas.
Los siglos xvii y xviii se caracterizaron por las grandes revoluciones científicas e ideológicas que delinearon las pautas de la modernidad. Desde Copérnico hasta Newton, desde Diderot hasta Voltaire, desde Descartes hasta Kant, la preocupación de la ciencia y la filosofía se tornó hacia el hombre y su condición racional, capaz de combatir la ignorancia, la superstición y la tiranía, para conducirlo hacia un progreso perpetuo: “Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la Ilustración”.[12] Las preocupaciones intelectuales, políticas, sociales y culturales de aquella época recayeron sobre la posibilidad de llevar a cabo el proyecto ilustrado. En ese ambiente fue posible el surgimiento de la economía política como ciencia moderna, gracias a las aportaciones de los fisiócratas (cuya doctrina queda bien resumida en la conocida expresión laissez faire), y sobre todo del liberalismo de Adam Smith y su obra La riqueza de las naciones.
Uno de los principales temas tratados en ese libro, emblemático para el sistema económico capitalista posterior, y por ende para la historia de la empresa como institución cardinal, es el de la división del trabajo y su capacidad para crear riqueza. El trabajo se concibe además como la fuente de propiedad, pues de acuerdo con filósofos como John Locke, Dios ha ofrecido el mundo a los seres humanos y por tanto cada hombre es libre de apropiarse de aquello que sea capaz de transformar con sus manos.[13] Esta corriente de ideas ocasionó una glorificación teórica del trabajo, pues éste, incorporado al producto, constituía ahora la fuente de propiedad y de valor. De esta forma, el papel del trabajo productivo quedó reivindicado y su poderoso influjo como vehículo transformador de la sociedad fue sellado definitivamente con la Revolución Industrial, comenzada en Inglaterra hacia la segunda mitad del siglo xviii.
Sin embargo, el conjunto de transformaciones socioeconómicas, tecnológicas y culturales devenidas, al tiempo que impulsaron el desarrollo de las industrias modernas y la manufactura, también se enfrentaron a nuevos retos de carácter social. El éxodo masivo del campo a las ciudades, aunado a un considerable aumento de la riqueza de éstas (que fundamentalmente se tradujo en una mejor alimentación y el mejoramiento de las condiciones higiénicas y sanitarias), implicó un crecimiento demográfico sin precedentes en la historia de Europa. El capitalismo triunfante logró transformar una sociedad rural, tradicional y agrícola en una sociedad industrial y urbana, que no se libró de nuevos retos. La gran mayoría de los obreros, llegados por miles para amontonarse en los suburbios de las grandes ciudades industriales, vivía en condiciones miserables y sin trabajo garantizado. Las epidemias de tifus o cólera abundaban, las condiciones laborales eran en general muy malas y las jornadas demasiado extensas (12 a 14 horas diarias), sin mencionar que incluían el trabajo de mujeres y niños de muy corta edad, carentes de toda protección legal.
Frente a esta paradójica situación de pobreza y precariedad comenzaron a surgir críticas y fórmulas que intentaron ponerle solución. Una de las más sobresalientes, debido a su profunda influencia filosófica, ideológica y política, cuyo eco aún resuena en nuestros días, fue el llamado “materialismo histórico”, de Carlos Marx, el cual presupone una interpretación de la historia en la que las fuerzas económicas constituyen la infraestructura que determina en última instancia los fenómenos “superestructurales” del orden social, político y cultural. Desde esta perspectiva, el trabajo llevado a cabo en un sistema capitalista es degradado, según Marx, a una actividad “enajenante”, pues éste no le pertenece al trabajador, quien tiene que sacrificar la energía de su espíritu y la fuerza de su cuerpo en beneficio de otro.[14] Su consecuencia más palpable sería a la postre la instauración de los regímenes comunistas, que teóricamente se propusieron la abolición de las clases sociales y la apropiación de los medios de producción por parte de la única clase que históricamente persistiría, es decir, el proletariado.
Las críticas a la ideología anterior no se hicieron esperar; se enfocaron tanto en elementos concretos de la obra de Marx, como en las interpretaciones que de ésta hicieron las organizaciones políticas y los intelectuales socialistas o comunistas posteriores; empero, su preocupación se centró más bien en la moralidad o viabilidad de los nuevos sistemas económicos derivados de las distintas ramas de la ideología marxista, así como en el papel del Estado y su función reguladora. Por su parte, las naciones autodenominadas “capitalistas” se enfrentaron al reto de generar diversos mecanismos de control que impidiesen la explotación laboral en un sistema de libre mercado y proporcionar en cambio condiciones más dignas para el desempeño del trabajo.
Tanto el surgimiento del liberalismo económico como de su crítica marxista detonaron el interés por el estudio del tema del trabajo desde distintas perspectivas y disciplinas. Sin embargo, esta renovada atracción intelectual mantuvo en casi todas sus vertientes el mismo denominador común: una concepción meramente utilitaria. El trabajo es únicamente el medio para ganarse la vida y colocarlo como fin vital resulta perverso.
Hannah Arendt tiene una explicación plausible de esta actitud intelectual. El problema no radica tanto en la actividad del trabajo en sí misma como en “la generalización de la experiencia de fabricación en la que [se había establecido] la utilidad como modelo para la vida y el mundo de los hombres”.[15] A juicio de Arendt, el Homo faber, que en la antigüedad clásica pertenecía al ámbito de lo privado, de la casa, se había trasladado al dominio de lo público, desplazando lo auténticamente político,[16] convirtiendo la vida en pura instrumentalización.