En Medellín tocábamos el cielo. Jairo Osorio Gómez

En Medellín tocábamos el cielo - Jairo Osorio Gómez


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repetirse existencialmente”, podría decir yo como el filósofo, mientras hago clic con mi Nikon, disparada desde la altura del cuarto piso en el que pretendo estar resguardado de un albur siniestro.

      Roland Barthes hilvana reflexiones que le caen sueltas, en la medida en que repasa sus fotos, las fotos que le producen el punctum (ese más-allá-del-campo-visual), y el studium (la presencia de la emoción que la imagen transmite). Relaciona la foto de su antecesora joven con la muerte. Encerrado en el apartamento de su madre, quizá otro domingo, Barthes constata con la secuencia de fotografías que va desempolvando, la verdad de su rostro, de la vida que vivió a su lado, de la mujer que amó. “El fotógrafo debe luchar tremendamente para que la fotografía no sea la muerte” [Barthes: 47]1. Así es y será. Creo.

      ¿Sobreviven las reflexiones de Cámara Lúcida ante el avasallamiento de las fotografías digitales? ¿Las fotos producidas en 2005, con las camaritas de juguete que son esos artefactos modernos de ahora, son capaces de generar un ejercicio de reflexión como este de Barthes treinta años atrás?

      ¿Son ya arqueología los textos del filósofo? ¿Perviven? ¿Pervivirán? ¿Dicen lo mismo ahora? ¿El papel fotográfico antiguo es condición sine qua non se posibilita la meditación profunda del sujeto-objeto de la foto?

      El filósofo penetra la Muerte a través de la foto, como los griegos lo hacían andando hacia atrás. Su madre vuelve a ser en la mirada intensa del escritor, con esas imágenes redivivas de la infancia de ella. “La podía reencontrar por fin tal como ella era en sí misma”. [Barthes: 127].

      Imagina, lector, al filósofo que cuida a su madre, días previos a la Muerte de ella: El intelectual calienta el agua para el té de su madre, lo sirve en el tazón que le gustaba, “porque podía beber más cómodamente en él”, ve a su madre como a su niña que no tuvo… El filósofo alimentando a la progenitora.

      Lo que distingue al verdadero pensador es la capacidad de discernir con claridad poética sobre un objeto cualquiera. Para Barthes, la fotografía es su –otro– acercamiento a la emoción del pensamiento, de la verdad, en este caso, de la traslucida –transmitida– por las imágenes (la de su madre, la de los obreros, la de los chiquillos). También, su capacidad de hacer que otro lo intente.

      La pose fundamenta la naturaleza de la fotografía. Esa gota de agua “congelada” en el aire antes de caer al piso sólo existe en la magia de la foto de Edgerton [Barthes: 138], sólo es posible por la existencia de esa conjunción del operator, el agujero de la cámara, las reacciones de los químicos en el cuarto oscuro. Ahora ya sería posible por los medios electrónicos modernos, pero no es la misma lectura que da la imagen viviente de la foto clásica.

      La fotografía tiene que ver con la Resurrección: yo vuelvo a traer a mi recuerdo, a mi mente, eso que fue, que ha sido [Barthes: 145]. Yo en el loft, el viejo tendido sobre la acera de cemento. Entrambos, el clic de la Nikon, aunque no sepa lo que la sociedad hará de mi foto en el futuro [Barthes: 47].

      Hoy, los celulares-cámaras de fotografía desacralizan el acto mismo de fotografiar, lo banalizan. “Hacer un retrato” es un instante de creación, al que se llega después de tiempos de práctica, de ejercicio profesional. De inspiración. Con el móvil moderno que tiene hasta washer incluida, “hacer un retrato” ahora es como ir al retrete: cosa normal y aconsejable. Función biológica.

      “Por los libros suben los porqueros a obispos”, dice el refrán antiguo. Mediante la fotografía el hombre más simple se puede divinizar, eternizar. Y al contrario. Por ella misma, el emperador más encumbrado se humaniza, se idiotiza. Mediante el retrato dos hombres alcanzan a ser iguales a pesar de las distancias. Yo soy el viejo, yo soy la soledad de ese viejo, soy el desamparo, el desolado…, el sin-destino. ¡Qué magia la de la fotografía en manos del filósofo!

      Hay fotos que provocan llanto. “El paisaje urbano, sin duda, no está hecho de carne”, dice Susan Sontag2. “Ser espectador de las calamidades […] es una experiencia intrínseca de la modernidad, la ofrenda acumulativa de más de siglo y medio de actividad de esos turistas especializados y profesionales llamados periodistas” [Sontag: 26]. Nuestro rostro y nuestra alma –lozanos o ajados– son la huella de nuestro tiempo. Por eso la foto auténtica no carga truco. La mejor es como somos. No hay duda: El viejo es un espejo, sólo que encarado sobre la fachada del edificio desde la calle de enfrente. Los vecinos somos todos él. Y “puede ocurrir que yo sea mirado sin saberlo”. Entonces, en ese instante habrá vida real: cuando se es mirado, es decir, cuando se es fotografiado, por dolorosa que sea la imagen.

      El texto de Barthes es un pretexto para ahondar en el conocimiento del sujeto-objeto. No es, en ningún momento, un estudio sobre la fotografía, aunque lo diga el complemento del título. Es un estudio de sí mismo, como hijo y ser. A partir de la foto de su madre, el filósofo habla de la Muerte, de la finitud. A ella, la madre, nunca la veremos, pero allí está su imagen rescatada, plena, dándole un sentido nuevo al que mira. La existencia eres tú en ese instante. El instante de la lectura.

      Barthes murió en un accidente absurdo, en 1980. En el cruce de la rue des École con la rue Saint - Jacques, lo atropelló una furgoneta cuando salía de dictar la cátedra de semiología literaria en el Collège de France3. Es posible que fuera pensando en la imagen de la finitud. El filósofo cavila hasta el momento de su perecimiento. Y después, un poco más.

      Inevitable: en la ciudad, todo hombre es sujeto-objeto de ese destino colectivo. Este domingo, el anciano y yo nos miramos desde el mismo punto: aquel en el que la metrópoli nos anuda, nos vuelve uno, por la precariedad de sus domiciliados.

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      Medellín: Parque de Bolívar, Basílica Metropolitana [detrás, los barrios Prado, Manrique, Campo Valdés], 1980

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