RRetos HHumanos. Rosa Allegue Murcia
que a mis piernas, por mucho que me lleven a los mejores sitios o me subieran a aquel avión.
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Siempre me han atraído los zapatos, fantaseo que reflejan la personalidad de su propietario. Si te fijas bien, sus detalles muestran rasgos de la personalidad difíciles de descubrir. Además, como yo no tengo, me permiten conocer a los demás sin mostrar cómo soy.
Recuerdo la primera impresión que me causó Hernán cuando lo conocí. «Este es Hernán, el director del Departamento de Marketing, tu jefe», me dijeron cuando entré a trabajar en Green Technology. Su imagen era impecable, de gentleman inglés. El traje ceñido se adaptaba como un guante a su cuerpo, sin una sola imperfección. El pelo, retacado de gel, potenciaba el plateado de sus canas y revelaba que Hernán tenía la madurez perfecta para mandar. Sin embargo, fueron sus zapatos quienes me advirtieron del peligro que suponía no temer a Hernán. La suela de cuero estaba hecha para pisar alfombra. Sabía que no iba a encontrar ningún obstáculo que le hiciera resbalar, pues su dueño fulminaría cualquier inconveniente del camino. Las agujetas enceradas, nuevecitas y brillantes, estaban atadas con un doble nudo muy apretado, mostrando que su propietario ansiaba oprimir. El brillo del zapato era un brillo de espejo, que cuando lo mirabas devolvía tu imagen pequeña e insignificante. Los zapatos de Hernán generaban un abismo entre el que mira y el que muestra ser perfecto, la perfección pluscuamperfecta, intencionadamente inalcanzable.
Mis estudios en Monterrey me habían abierto las puertas del Departamento de Marketing de Green. En cuanto Hernán me vio, ideó una campaña de publicidad para mejorar la imagen de la empresa en sus clientes: yo era latino y discapacitado, no se podía pedir más. Acabé siendo el modelo en la campaña y pidiendo al camarógrafo que me sacara bien guapo.
–Sácame bien guapo, güey, que quiero sentir el orgullo de mi mamá cuando la feliciten sus vecinas en Monterrey.
Hernán llegó tarde a la grabación de la campaña; decía que la puntualidad era para la tropa, que al jefe hay esperarle sin rechistar, y sólo actuar cuando él diga qué se debe hacer. Tuvimos que esperar una hora sin hacer nada hasta que llegó a la grabación. Se situó en la distancia sin mezclarse con los demás y fijándose en todos los detalles. No tardó en hacer una mueca de desagrado. Se chingó el cigarro en dos fumadas, lo tiró violentamente contra el suelo y lo aplastó sin que su zapato perdiera por ello ni un ápice de perfección. Se estaba poniendo nervioso. Decía que la estupidez le sacaba de sus casillas, y aquel camarógrafo no iba a ser una excepción:
–¿Eres tonto o qué? Debe verse que le faltan las piernas y debe lucir bien mexicano. Ya que le hemos contratado, que se vea que somos una empresa diversa y abierta a todo tipo de gente.
Me sorprendió la agresividad de Hernán, pero todos a mi alrededor siguieron centrados en su tarea, como si estuvieran acostumbrados a ella. Buscando una explicación miré al camarógrafo y él me miró pidiendo paciencia con su gesto. Sonrió y le devolví la sonrisa. Respiró, aunque se le notaban las ganas de llorar. Sabía que todos los que habían osado enfrentarse con Hernán habían acabado despedidos, y él tenía dos hijos y muchas cuentas por pagar. Siguió con su trabajo «cuando dirige un idiota no hay que entender, hay que obedecer», me confesó más adelante.
Hacía mucho tiempo que aquel hombre tenía su mente fuera del trabajo. Hacía años que su alma no entraba en Green; había aprendido a quedarse esperando en la puerta a que el cuerpo regresara, protegiendo así las ilusiones que aún mantenía y que quería conservar. El camarógrafo forzó una sonrisa y dijo:
–Si quiere luego lo arreglo con el ordenador, señor Hernán.
Hernán tiró lo que quedaba del cigarro, y gritó:
–¿Quieres grabar de una vez? Y tú, Chucho, pon cara de contento, que aquí te hemos dado la oportunidad de tu vida y parece que estés de velatorio.
Hernán no podía reprimir su necesidad de hacer al resto partícipe de lo que pasaba por su cabeza. De repente gritaba o susurraba, insultaba o elogiaba, y jamás se arrepentía de nada. Debió de pensar que había sido brusco con el pobre camarógrafo, así que se acercó a él y le susurró:
–Quiero una grabación cojonuda. Debe verse que le faltan las piernas, debe dar pena, que se vea que es un retazo de persona. Cuanto más minusválido parezca mejor que mejor.
Juro que lo oí. Juro que me llamó retazo. Yo estaba suficientemente cerca para escuchar y Hernán era lo suficientemente idiota como para no calcular. Puto, maldito cabrón que me había tocado de jefe. El brillo de sus zapatos me pareció entonces falso, de ese tipo de limpieza conseguida con esponja abrillantadora del súper. El tipo de brillo que luce al principio, pero que estropea el calzado y se ensucia con facilidad.
Acababa de aterrizar en Green y ya notaba que me quería largar. Pero necesitaba aquel trabajo tanto o más que el camarógrafo y el resto de los compañeros que me rodeaban. Respiré profundo y dibujé la mejor de mis sonrisas. Si quería al discapacitado alegre para su campaña lo iban a tener. «Sonríe, sonríe, sonríe, una sonrisa nunca falla», me repetía sin cesar.
***
Lo primero que hice cuando llegué de México fue incorporarme al programa de los Salesianos llamado «Segunda oportunidad»: discapacitados latinos que buscaban abrirse camino en España. Para nuestros países era una forma de quitarse un problema de encima, para los españoles una manera de limpiar su conciencia, y para nosotros la posibilidad de vivir de nuestros trabajos, no de la caridad.
Durante el primer mes del programa hicimos un chingo de cosas: cursos, pláticas y prácticas a discreción para entender a los españoles. Las empresas colaboradoras del programa nos daban formación para el empleo, nos daban pláticas sobre cómo es el mundo de la empresa y de paso seleccionaban a quien les pudiera gustar. Cuando las empresas nos ofrecían un trabajo era nuestra primera oportunidad. Si conseguíamos un contrato permanente, los Salesianos nos instalaban en un departamento compartido con otros compañeros para dar así por concluido el programa. Esta era la segunda y verdadera oportunidad.
En el curso nos enseñaron materias como Historia, donde aprendí el punto de vista de los españoles sobre la invasión colonial: olvidaron decir que Colón descubrió a quien estaba descubierto, Hernán Cortés mató para conquistar y los españoles se llevaron el oro que nunca han devuelto. Había otra clase llamada Comunicación, donde aprendí a tutear y a decir joder, coño, hostia y cojonudo a todas horas. La asignatura que más me gustó fue Comportamiento en la Empresa, impartida por Irene Díaz de Otazu, la directora de Recursos Humanos de la empresa Green Technology.
Recuerdo la primera clase de Irene. Llegó puntual y, con una sonrisa dibujada en su boca, empezó a platicar:
–La puntualidad demuestra el respeto, y desde el respeto se construye el resto. Si queréis tener éxito en una empresa, debéis comenzar por el respeto, la educación y la sinceridad; si a esto añadís trabajo duro, lo demás está de más.
A pesar de ser Irene una gran directiva, al menos así la presentó el salesiano, me sorprendió que vestía muy parecida a nosotros: tenis, jeans desgastados y un suéter amplio de color negro que no mostraba sus formas, como si evitara impactar. Sus tenis eran blancos sin marca, unos tenis normales, elegidos para pasar desapercibidos. Su ropa decía que lo importante no era ella, sino estar cerca de nosotros. Se notaba que Irene quería ser agradable, que lo principal éramos los alumnos y nuestras ganas de aprender. La clase fue magistral, fuera del aula y lejos de los libros, que es donde se aprende de verdad:
–Queridos alumnos, vamos al zoo a aprender cómo os debéis comportar.
Los zoológicos son sitios donde los animales malgastan su vida para saciar la curiosidad de los humanos. La llovizna nos acompañó en el viaje en autobús al zoológico, como si quisiera quitar la ilusión que acompaña a los adolescentes cuando hacen algo nuevo. Irene sonreía, platicaba con todo el mundo y procuraba que todos pudiéramos intervenir. Me pareció Irene de esas personas que generan ambientes en los que todo el mundo se siente incluido. Su ánimo compensó lo gris del día, contagiando su alegría y entusiasmo en el trayecto. Escuchaba, respondía