RRetos HHumanos. Rosa Allegue Murcia
en lo personal y en lo laboral, obligándonos a sacar lo mejor de nosotros mismos. Hay relatos que describen nuestra inmensa capacidad de superación personal de cualquier obstáculo. Son relatos que emocionarán al lector porque se verá innegablemente reflejado en sus personajes y en su lucha por sobreponerse a las adversidades. «Retazos Humanos», de Lorenzo Rivarés, nos presenta la dignidad de un discapacitado en una empresa llena de hostilidades y luchas de poder. Y «María se hizo invisible», de Astrid Nilsen, nos demuestra que, con tenacidad y astucia, las nuevas situaciones que se han producido en las empresas, que han traído un impulso tecnológico, ocultan herramientas que bien aprovechadas pueden contribuir al desarrollo personal. Este relato tiene continuidad en «La reina multitarea en el embudo del amor», de Beatriz Soriano, en el que la protagonista nos revela las extrañas amistades y alianzas que se tejen a través de las redes sociales y cómo estos nuevos círculos de amistad pueden ayudar a superar los problemas.
Pero si queremos destacar un relato que contiene un verdadero ejemplo de superación personal hay que leer «Una de las ocho», de Rosa Allegue. Estoy convencido de que muchos lectores no se conformarán con una única lectura y una vez terminado volverán al inicio para recrearse en lo emocionante de sus líneas. A estas alturas del libro el lector habrá descubierto la carga personal que hay detrás de cada personaje, y le será difícil separar qué pertenece a los protagonistas de la historia y qué al autor de cada relato.
«El problema eléctrico», de Tomás Otero, viene a incidir en las posibilidades tecnológicas que ha abierto esta nueva etapa y en lo necesario de encontrar nuevas perspectivas y nuevas personas que permitan desbloquear los problemas y las relaciones estancadas.
«Mi mejor año», de Enrique Rodríguez-Balsa y «El club de los siete», de Luis Expósito, son relatos endogámicos, metaliterarios, ya que hablan de nuestro grupo y de las actividades que hemos realizado al margen de estos libros que hemos escrito. Tocando de manera tangencial el mundo de los Recursos Humanos, plantean una visión personal y optimista de cómo afrontar una época de crisis y de cómo ayudar a los demás en momentos difíciles como los que nos ha tocado vivir. Desde la conversación entre dos amigos en un café con tintes literarios que se plantea en «Mi mejor año» hasta los múltiples escenarios que se nos presentan en «El club de los siete», el lector se ve inmerso en una búsqueda personal para abrir nuevos caminos a recorrer en la vida, ya que las viejas sendas por las que transitábamos en el pasado se han cerrado por distintas circunstancias.
Pero hemos dicho que no nos queremos quedar anclados en el presente, que queremos mirar hacia el futuro. No se me ocurre mejor cierre para nuestro tercer libro que un relato futurista y distópico como el que ha escrito Juanjo Valle-Inclán con el título «Jaque mate en tres». Juanjo nos sitúa en la España de 2034, tan cerca y tan lejos, año en el que las cosas en España habrán cambiado de manera significativa. Esperamos que podamos avanzar juntos hacia ese 2034 que está a la vuelta de la esquina y que nuestras historias, lector, te hagan más llevadero el camino.
Manuel Pozo Gómez Coordinador literario de la obra
I. La distancia
«El dolor de ahora es parte de la felicidad de antes.
Ese es el trato».
C.S. Lewis
En las primeras semanas de la pandemia todos estábamos un poco aturdidos. La empresa nos había mandado a trabajar a casa y nuestro día a día era frenético.
Pasábamos la jornada, y mucho más, enfrente del ordenador y enganchados al teléfono. Los primeros días de tele-trabajo habían transcurrido entre la incredulidad y una mezcla de euforia por la sensación de libertad al quedar fuera del escrutinio físico de compañeros y jefes, y de incertidumbre por lo que significaba la amenaza del virus. Se había generado una necesidad compulsiva de estar activos y en contacto, negando la realidad del confinamiento.
Era extraño mirar por la ventana y ver la calle desierta. La enfermedad aún era un enemigo invisible, una cifra que había que creerse. Lo único tangible eran los aplausos en el frío de la noche. Ver a todo al mundo asomado a las ventanas provocaba la sensación de estar viviendo una película. Éramos prisioneros en una cárcel familiar y nos asomábamos por las rejas de nuestras celdas para aplaudir a los carceleros.
Recuerdo que ese día estábamos en una videoconferencia todos los directores de departamento, con el director general. Era la tercera de la tarde y estaba siendo especialmente complicada. Por alguna razón había un problema en la red y nos escuchábamos con retardo. Un retraso breve, pero lo suficiente para que las conversaciones se solaparan de manera incómoda.
En esas reuniones nadie se mira a los ojos. Todos están observando desde arriba un punto indeterminado, y así es difícil mantener una conversación con un mínimo de humanidad. La mayoría de los hombres se habían dejado crecer la barba, en una inconsciente protesta por el encarcelamiento, o quizás era una señal rebelde de abandono, como si estuvieran de vacaciones.
Recuerdo lo que estaba pensando cuando el teléfono sonó, porque confieso que me fascinan los segundos planos. Me gusta mirar la decoración del hogar, lo que hay detrás de las caras y adivinar –o imaginarme–, algo personal de la vida de los demás.
Era una llamada de la empresa de Mario. Había perdido el conocimiento. El asunto parecía muy grave y una ambulancia con UCI se lo acababa de llevar.
***
Del hospital recuerdo el silencio.
Las salas de espera de Urgencias parecen haber sido diseñadas especialmente para ser odiadas. Esa noche el panorama helaba el alma. En plena pandemia estaba llena, pero todos allí parecíamos estar solos. Nadie se atrevía a mirar a nadie. Solo se oían las toses. Los enfermos, a la espera de que se les llamara; y los familiares, separados, inmóviles y cabizbajos.
Recuerdo el camino en el coche hacia el hospital. En realidad recuerdo la sensación física que me acompañó. Y si me esfuerzo un poco, aún soy capaz de sentirla de nuevo. Un vacío en la boca del estómago, como si tuviera ahí dentro una mano invisible que hubiera cerrado el puño oprimiendo todo lo que encontraba y una pesadez en la frente que me cerraba los ojos y me nublaba el pensamiento, dejando solo y en primer plano la incertidumbre y el miedo.
Recuerdo, como envuelta en niebla, la primera conversación con el médico: «Su marido ha sufrido un síncope provocado por un ictus frontoparietal derecho. Es grave, muy grave, y estas primeras cuarenta y ocho horas son críticas». Recuerdo la flojedad en las piernas y cómo iba oyendo su voz cada vez más lejos. Recuerdo haberme dejado caer en la silla sin atreverme a mirar a nadie.
Me entregaron sus cosas en una impersonal bolsa gris. Casi con escalofríos guardé en mi bolso su cartera, su reloj y cogí su teléfono. Lo encendí para tratar de entender qué había pasado, pero también, qué absurdo, para sentirme más cerca de él. Abrí su wasap, por si había mensajes. Encontré uno, inacabado. «Cielo, ¿qué tal vas? ¿Y si preparas». Lo último que Mario había estado haciendo antes del ataque era intentar hablar conmigo.
***
El tiempo en los hospitales es distinto que en el resto del mundo. En la frontera de la sala de espera transcurre con cuentagotas. Imaginas que dentro están pasando muchas cosas, y todas afectan a tu vida. Ves médicos y enfermeras moviéndose con indiferencia, y esa falta de empatía con tu angustia te hiere. Cuanto más tiempo pasa, más te consumes. Cuanto más tiempo pasa, más te convences de que todo está peor.
Recuerdo haber pensado que los prisioneros de los campos de concentración debieron pasar por algo muy parecido. Tanto tiempo sin hacer nada, en una espera programada para destruir poco a poco su esperanza.
Recuerdo haber deseado no tener dos hijas para no sufrir la tortura de tener que llamarlas para ver cómo estaban, decirles que se hicieran la cena y tranquilizarlas como si no pasara nada. Cómo odié a cada miembro de la familia que me llamó o me mandó un mensaje, seguros desde el cobijo de sus casas, para preguntarme. Recuerdo cómo me apuñalaba la envidia cada vez que veía a un paciente irse con el alta.
Recuerdo con una claridad muy vívida