Un pacto con el placer. Nazario
Siglos para los vecinos del pueblo), hasta terminar en la cúspide coronada por un pozo. Frente al camino, al otro lado de la carretera, se alzaba el «Barraero», un enorme anfiteatro semicircular, de altas paredes de barro amarillo cortadas a pico, de veinte o treinta metros de altura. Al fondo de la oquedad se veía una pequeña y oscura choza que parecía amenazada con ser engullida. Desde la carretera, en medio del barro, un camino tortuoso llevaba hasta la choza. Allí vivía Fermín con su madre Laura, mujer enigmática a la que se le adjudicaban varios «maridos», el último, que vivía allí con ellos, se llamaba Pablo y rasgueaba la guitarra que sonaba lamentablemente retumbando en medio de aquella especie de foso.
La choza de bajos muros de barro pintados de cal con una entrada estrecha tenía una cubierta inclinada de paja y ramas renegridas. Cualquiera que se acercara a la casa se enfrentaba, desde el comienzo del camino, a los insistentes ladridos de un perro. Había en aquella familia algo extraño, ajeno al pueblo, como los campamentos de gitanos o de refugiados que se ven en las afueras de algunas ciudades.
Los campos de los alrededores del pueblo habían sido engullidos, centímetro a centímetro, por el voraz fuego de los hornos de las fábricas de ladrillos de Castilleja o Carrión. La tierra parecía ser excelente para la fabricación de unos ladrillos de color ocre amarillento. Junto al cementerio había otro gran yacimiento de barro que, en aquella época, apenas se explotaba y tenía unos altos barrancos que por algunas zonas bajaban con pendientes levemente inclinadas. Los niños convertíamos estas laderas en vertiginosos y accidentados toboganes que eran la pesadilla de nuestras madres. Tras mearnos varios niños en lo alto, el barro se convertía en una rampa resbaladiza por la que nos deslizábamos, uno tras otros, los más atrevidos y los que menos temíamos las riñas y guantazos de nuestras madres cuando veían los culos de los pantalones destrozados.
Las aguas de las lluvias bajaban de lo alto del cerro de los Silos corriendo hacia Carrión, por un lado y desparramándose por toda Castilleja por el otro. El agua se encauzaba por tres torrenteras que apenas llegarían a perderse en el lejano arroyo que discurre por la campiña, casi siempre seco, señalizado a trozos por raquíticas arboledas.
La torrentera del lado de Huelva bordeaba el pueblo por detrás del corral del Palacio hasta llegar a la carretera, pasando bajo ella por la alcantarilla de la Dura, en donde daba comienzo la cuesta de la Dura, pequeño repecho tras el que comenzaban las tierras del condado de Huelva, una vez pasadas las vías del tren y la vereda de la Carne. La torrentera terminaba en una explanada en donde estaba el campo de futbol junto a un gran manantial que llamaban «el Pozo Aguado» que surtió de agua durante mucho tiempo a todo el pueblo.
Antes de llegar a la alcantarilla, en un lugar llamado el Cerrete, había otras dos o tres chozas, similares a la de Fermín, en la que vivían algunas familias. Una noche ardió una choza, ocasión que permitió a Miguelito dar una exhibición de lo que debía ser «tocar las campanas a rebato», mientras la gente con cubos de agua intentaba apagar el fuego con cubos de agua. Por allí decían que estaba la Venta, donde vivía la amante de mi abuelo Nazario.
Justo al lado, un señor llamado Lombardo, que venía de Jaén, levantó una inmensa, negruzca y humeante fábrica de ladrillos que haría la competencia a la fábrica de Carrión. Este ingenio insaciable socavaría los alrededores del pueblo convirtiéndolos en enormes agujeros como si los hubieran provocado intensos bombardeos.
La torrentera central bajaba canalizada por la cuesta del Palacio y continuaba por un profundo regajo que zigzagueaba, abriéndose camino hasta llegar a la carretera general que atravesaba bajo la enorme alcantarilla de la Mora. A aquel regajo desaguaba, por tuberías bajo tierra, el alpechín procedente del molino de la marquesa. Lo llamaban el Chorrito y en la época del prensado del aceite, se veía salir por el agujero un líquido marrón rojizo. La otra torrentera bajaba por el estrecho callejón empedrado que, separando varios corrales (entre ellos el corral del Primales en donde guardaba las cabras), desembocaba casi frente a la puerta del casino de Lucas bifurcándose allí y, tras rodear el bar por calles de gran desnivel, volvían a reunirse terminando por desaguar en otro regajo que había junto a la casa de la Moca, última casa del callejón de la Horca, al comienzo del camino del cementerio.
En el pueblo habían dos «yacimientos» de plantas autóctonas: el poleo y el orozuz. El poleo era una planta en la que nadie reparaba ni sabía para qué podía servir. Era como la yerbabuena, pero de olor más dulce y suave que se arrastraba por el suelo tapizando las torrenteras del Cerrete. Unos hombres aparecieron un día con un camión y comenzaron a cortarlo y a llevárselo. Se dijo que con él hacían aceites para perfumes. En poco tiempo no dejaron rastro de él.
La otra planta de crecimiento espontáneo era el orozuz que se extendía por el llamado cerro de la Erilla, junto al camino del cementerio. Esta planta de hojas pegajosas y largas raíces, que llaman regaliz o paloduz, era curiosa porque proliferaba en un terreno concreto y, unos metros más lejos, desaparecía sin que se pudiera encontrar rastro de ella por ningún sitio. En una determinada época, algunos niños, armados de escardillos, marchábamos en grupos a la Erilla para arrancarlas y conseguir el preciado orozuz. Excavábamos hoyos alrededor de la mata y, tirando con fuerza de ella, íbamos desenterrando las largas raíces que se extendían paralelas a la superficie. Volvíamos al pueblo orgullosos con la cosecha de trofeos que luego limpiábamos de tierra y cortábamos en trozos del tamaño de cigarrillos. El trabajo se hacía en equipo y mientras uno cavaba, otro tiraba. En una ocasión este trabajo se descoordinó y Elías me propinó un tremendo golpe en la cabeza con el escardillo cuando intentaba tirar de la raíz. Conservo una pequeña calva, justo en la coronilla, como recuerdo.
Al estar el pueblo en la falda de un cerro y no tener ningún obstáculo en frente, desde cualquier lugar se podía divisar una extensa campiña recortada al fondo por una especie de barrera, como unas murallas. Por lo que contaban los cazadores que se adentraban en la sierra, se deducía que había multitud de árboles y riachuelos, de peñascos, picos y valles angostos, en donde se podían ver animales salvajes y escuchar cantos de pájaros desconocidos. Los límites de esta tierra mítica, como columnas de Hércules, lo constituían los campanarios de Paterna y Escacena a la izquierda y el promontorio sobre el que se erige Sanlúcar la Mayor, como atalaya del Aljarafe, con el río Guadiamar a sus pies, a la derecha.
Mi madre y yo lamentábamos que desde nuestra casa no se pudiera ver la sierra. Solo una pequeña muestra, como un retal, podía contemplarse desde un ventanuco de uno de los sobrados.
Justo en el límite entre las provincias de Sevilla y Huelva, entre las vías del tren, la carretera general y la vereda de la Carne, había una dehesa con viejas encinas y alcornoques en la que se celebraba la romería y en la que la gente del pueblo solía recoger bellotas. Algunos maestros nos llevaban allí de excursión. Cierto día, cuando disfrutábamos de una de ellas, oímos un ruido de cencerros y un tropel de caballos con garrochistas que nos conminaron a alejarnos de la vereda y nos encaramásemos apresuradamente a las encinas y los olivos cercanos porque se acercaba una manada de toros bravos. Todos corrimos como locos, entre divertidos y muertos de miedo, para alejarnos de la vereda. Subidos en los árboles pudimos contemplar, como en unos sanfermines, cómo corrían los toros y los cabestros, jalonados por los garrochistas, en medio de una nube de polvo.
El lugar con mejores vistas del pueblo era, por supuesto, el campanario de la torre. Sentado en la plataforma en donde estaba el cuerpo de campanas, sorteando cagadas de lechuzas llenas de pelos, plumas y esqueletos de pequeños animales, oyendo el repiqueteo de los largos picos de las cigüeñas mezclados con el bullicio de los gorriones que se cobijaban entre las ramas secas, los jirones de tela, los trozos de plástico y cuerdas que formaban el abultado nido, temeroso de que sonaran las estruendosas campanadas del reloj que ensordecían los oídos durante buen rato, uno podía girar ciento ochenta grados y disfrutar del paisaje panorámico que se nos ofrecía a la vista.
En alguna ocasión don Felipe me había mostrado el potente catalejo plegable, de latón dorado, que guardaba en una funda de cuero. Con él se podían observar, con una gran nitidez, pequeños detalles de las casas, los campos y la sierra. Se rumoreaba que en verano, cuando las mujeres solían ir más ligeras de ropa, el cura se pasaba las horas fisgando desde allí, como un pirata en el mástil de su barco, todos los patios y corrales del