Sangre y Arena. Vicente Blasco Ibanez

Sangre y Arena - Vicente Blasco Ibanez


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Fuentes mató el primer toro y fue hacia la presidencia saludando a la multitud, Gallardo palideció aún más, como si toda muestra de agrado que no fuese para él equivaliera a un olvido injurioso. Ahora llegaba su turno: iban a verse grandes cosas. No sabía ciertamente qué podrían ser, pero estaba dispuesto a asustar al público.

      Apenas salió el segundo toro, Gallardo, con su movilidad y su deseo de lucirse, pareció llenar toda la plaza. Su capote estaba siempre cerca de los hocicos de la bestia. Un picador de su cuadrilla, el llamado Potaje, fue derribado del caballo, quedando al descubierto junto a los cuernos, y el maestro, agarrado a la cola de la fiera, tiró con hercúlea fuerza, obligándola a girar hasta que el jinete quedó a salvo. El público aplaudió entusiasmado.

      Al llegar la suerte de banderillas, Gallardo quedó entre barreras esperando el toque para matar. El Nacional, con los palos en la mano, citaba al toro en el centro de la plaza. Nada de graciosos movimientos ni de arrogantes audacias. «Cuestión de ganarse el pan.» Allá en Sevilla había cuatro pequeños que si moría él no encontrarían otro padre. Cumplir con el deber y nada más: clavar sus banderillas como un jornalero de la tauromaquia, sin desear ovaciones y evitando silbidos.

      Cuando dejó puesto el par, unos aplaudieron en el vasto graderío y otros increparon al banderillero con tono zumbón, aludiendo a sus ideas.

      —¡Menos política y «arrimarse» más!

      Y el Nacional, engañado por la distancia, al oír estos gritos contestaba sonriendo, como su maestro:

      —Muchas grasias, muchas grasias.

      Cuando Gallardo saltó de nuevo a la arena al sonar las trompetas y timbales que anunciaban la última suerte, la muchedumbre se agitó con zumbido de emoción. Este matador era el suyo. Iba a verse lo bueno.

      Tomó la muleta de manos de Garabato, que se la ofrecía plegada desde dentro de la barrera, tiró del estoque que igualmente le presentaba su criado, y con menudos pasos fue a plantarse frente a la presidencia, llevando la montera en una mano. Todos tendían el pescuezo, devorando con los ojos al ídolo, pero nadie oyó el brindis. La arrogante figura de esbelto talle, con el tronco echado atrás para dar mayor fuerza a sus palabras, produjo en la muchedumbre el mismo efecto que la arenga más elocuente. Al terminar su peroración con una media vuelta, arrojando la montera al suelo, el entusiasmo estalló ruidoso. ¡Olé el niño de Sevilla! ¡Ahora iba a verse la verdad!… Y los espectadores se miraban unos a otros, prometiéndose mudamente sucesos estupendos. Un estremecimiento corrió por las filas del graderío, como en presencia de algo sublime.

      El silencio profundo de las grandes emociones cayó de pronto sobre la muchedumbre, cual si la plaza hubiese quedado vacía. La vida de tantos miles de personas estaba condensada en los ojos. Nadie parecía respirar.

      Gallardo avanzó hacia el toro lentamente, llevando la muleta apoyada en el vientre como una bandera y agitando en la otra mano la espada con un movimiento de péndulo que acompañaba su paso.

      Al volver un instante la cabeza, vio que le seguían el Nacional y otro de su cuadrilla con el capote al brazo para ayudarle.

      —¡Fuera too er mundo!

      Sonó su voz en el silencio de la plaza, llegando hasta los últimos bancos, y un estallido de admiración lo contestó… «¡Fuera too er mundo!… » ¡Había dicho fuera todo el mundo!… ¡Qué hombre!

      Llegó completamente solo junto a la fiera, e instantáneamente se hizo otra vez el silencio. Calmosamente deshizo su muleta, la extendió, avanzando así algunos pasos, hasta pegarse casi al hocico del toro, aturdido y asombrado por la audacia del hombre.

      El público no se atrevía a hablar ni a respirar siquiera, pero en sus ojos brillaba la admiración. ¡Qué mozo! ¡Se iba a los mismísimos cuernos!… Golpeó impacientemente la arena con un pie, incitando a la fiera para que acometiese, y la masa enorme de carne, con sus agudas defensas, cayó mugiente sobre él. La muleta pasó sobre los cuernos, y éstos rozaron las borlas y caireles del traje del matador, que siguió firme en su sitio, sin otro movimiento que echar atrás el busto. Un rugido de la muchedumbre contestó a este pase de muleta. ¡Olé!…

      Se revolvió la fiera, acometiendo otra vez al hombre y a su trapo, y volvió a repetirse el pase, con igual rugido del público. El toro, cada vez más furioso por el engaño, acometía al lidiador, y éste repetía los pases de muleta, moviéndose en un limitado espacio de terreno, enardecido por la proximidad del peligro y las exclamaciones admirativas de la muchedumbre, que parecían embriagarle.

      Gallardo sentía junto a él los bufidos de la fiera; llegaban a su diestra y a su rostro los hálitos húmedos de su baba. Familiarizado por el contacto, miraba al bruto como a un buen amigo que iba a dejarse matar para contribuir a su gloria.

      Quedose inmóvil el toro algunos instantes, como cansado de este juego, mirando con ojos de sombría reflexión al hombre y al trapo rojo, sospechando en su obscuro pensamiento la existencia de un engaño que, de acometida en acometida, le empujaba hacia la muerte.

      Gallardo sintió la corazonada de sus mejores éxitos. ¡Ahora!… Lió la muleta con un movimiento circular de su mano izquierda, dejándola arrollada en torno del palo, y elevó la diestra a la altura de sus ojos, quedando con la espada inclinada hacia la cerviz de la fiera. La muchedumbre se agitó con movimiento de protesta y escándalo.

      —¡No te tires!… —gritaron miles de voces—. ¡No… no!

      Era demasiado pronto. El toro no estaba bien colocado: iba a arrancarse y a cogerlo. Movíase fuera de todas las reglas del arte. Pero ¿qué le importaban las reglas ni la vida a aquel desesperado?…

      De pronto se echó con la espada por delante, al mismo tiempo que la fiera caía sobre él. Fue un encontronazo brutal, salvaje. Por un instante, hombre y bestia formaron una sola masa, y así marcharon juntos algunos pasos, sin poder distinguirse quién era el vencedor: el hombre con un brazo y parte del cuerpo metido entre los dos cuernos; la bestia bajando la cabeza y pugnando por atrapar con sus defensas el monigote de oro y colores, que parecía escurrirse.

      Por fin se deshizo el grupo, la muleta quedó en el suelo como un harapo, y el lidiador, libres las manos, salió tambaleándose por el impulso del choque, hasta que algunos pasos más allá recobró el equilibrio. Su traje estaba en desorden; la corbata flotaba fuera del chaleco, enganchada y rota por uno de los cuernos.

      El toro siguió su carrera con la velocidad del primer impulso. Sobre su ancho cuello apenas se destacaba la roja empuñadura del estoque, hundido hasta la cruz. De pronto, el animal se detuvo en su carrera, agitándose con doloroso movimiento de cortesía; dobló las patas delanteras, inclinó la cabeza hasta tocar la arena con su hocico mugiente, y acabó por acostarse con estremecimientos agónicos…

      Pareció que se derrumbaba la plaza, que los ladrillos chocaban unos con otros, que la multitud iba a huir presa de pánico, según se ponía en pie, pálida, trémula, gesticulando y braceando. ¡Muerto!… ¡Qué estocada! Todos habían creído, durante un segundo, enganchado en los cuernos al matador; todos daban por seguro verle caer ensangrentado sobre la arena; y al contemplarle de pie, aturdido aún por el choque, pero sonriente, la sorpresa y el asombro aumentaban el entusiasmo.

      —¡Qué bruto!—gritaban en los tendidos, no encontrando nada más justo para expresar su admiración—.¡Qué bárbaro!

      Y los sombreros volaban a la arena, y un redoble gigantesco de aplausos, semejante a una lluvia de granizo, corría de tendido en tendido conforme avanzaba el matador por el redondel, siguiendo el contorno de la barrera, hasta llegar frente a la presidencia.

      La ovación estalló estruendosa cuando Gallardo, abriendo los brazos, saludó al presidente. Todos gritaban, reclamando para el diestro los honores de la maestría. Debían darle la oreja. Nunca tan justa esta distinción. Estocadas como aquella se veían pocas. Y el entusiasmo aún fue mayor cuando un mozo de la plaza le entregó un triángulo obscuro, peludo y sangriento: la punta de una de las orejas de la fiera.

      Estaba ya en el redondel el tercer


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