Geografías imaginarias y el oasis del desarrollo. Enrique Aliste
de Chile - Fotografía de Juan Melgarejo en Pixabay.
No en vano la imagen del desarrollo lleva varias décadas de diseño, de producción valórica. Es tan profunda que incluso el 75% de la población que no supera los $500 mil de ingreso mensual (unos USD$700,00 aproximadamente) y que presenta niveles precarios de acceso a la salud, la educación y la seguridad social, dirá que Chile, como lo hizo ya el ex presidente Ricardo Lagos años atrás, «avanza a tranco firme al desarrollo». Esa ciudadanía defenderá la idea de desarrollo por un asunto muy simple: es el lente cultural que nos ha ido moldeando, que nos representa, es decir, es la comprensión que, intervenida por el despliegue de sentidos, un «nosotros» desarrollado fabrica desde el relegado sitial de un «ellos» no desarrollado. Claro, porque ¡Bolivia no es como nosotros! Es un «otro» extraño subdesarrollado, ¡miren qué exótico!
Pero ¿no es esta una historia antigua? Desde nuestro punto de vista, la propia estructura oligárquica de nuestra sociedad lleva a que la imagen del desarrollo sea aún más robusta, ya que ella se instala, como diremos insistentemente en este libro, en el futuro. Es una imagen que promete redención y libertad. ¡Y la promete aquí en la tierra!
¿Qué otras imágenes se construyeron cuando el ferrocarril avanzaba hacia la segunda mitad del siglo XIX a toda prisa hacia el sur llevando la bandera del progreso? Muchas, muchas que fueron quedando atrás desde los eslabones de ese progreso: el “bosque irracional” de los mapuches para dar paso a la Suiza chilena desde las blancas y nevadas montañas del Llanquihue y los prístinos lagos del sur; el “salvajismo indígena” por una racional manera de organizarse y ordenar la propiedad privada, bandera que puso Cornelio Saavedra con la llamada Pacificación de la Araucanía; los ritmos de un tiempo que se hizo más corto, porque Santiago fue apareciendo en el horizonte de pueblos que solo se comunicaban en lo que hemos llamado el país de las cuencas… es decir, de manera oeste-este…¡encerrados en su pasado!, ¡lejos del futuro!; una valorización inusitada de la ciudad por sobre los «atrasados» campos (¿no era una fórmula para vaciar el territorio y controlar de manera más limpia los grandes latifundios?); en fin, también llevaba el ferrocarril el progreso cuando sacaba el trigo de tierras que antes tuvieron otros modos de vida y otros destinos… ese fue el progreso, el tren su excusa y las imágenes geográficas de este largo y angosto país el mecanismo para ejercer control social y territorial, porque ellas fueron fundamentalmente «modernas».
Las frases de Benjamín Vicuña Mackenna nos parecen muy actuales en el contexto del dominio y colonización de sentidos que conlleva el concepto del desarrollo, otrora llamado civilización y progreso. Siendo diputado por Valdivia en 1868, plantea en la Cámara de Diputados una justificación del avance del progreso a las tierras de la Araucanía del siguiente modo:
…Bruto indomable, enemigo de la civilización porque solo adora todos los vicios en que vive sumergido, la ociosidad, la embriaguez, la mentira, la traición, y todo ese conjunto de abominaciones que constituye la vida del salvaje. Se invoca la civilización a favor del indio, ¿qué le debe nuestro progreso la civilización misma? Nada, a no ser el contagio de barbarie con el que ha inficionado nuestras poblaciones fronterizas, por lo que la conquista del indio es esencialmente, como lo ha sido en Estados Unidos, la conquista de la civilización.
¿De quién es entonces esta patria desarrollada, civilizada? ¿Para quién es la patria que progresa y se moderniza? ¿Cuántas invisibilizaciones se dan hoy en nombre del desarrollo, como antaño cuando se invocaba la civilización y el progreso?
III
Deseamos dejar claro que siendo este libro un ensayo que reflexiona en las imágenes y su poder político, es especialmente un libro que busca indagar también, o tal vez por lo mismo, en lo que hay detrás de la imagen que proyecta la geografía nacional. Como diría Nietzsche, este libro busca desenmascarar la imagen del desarrollo y establecer una relación que extrañamente se hace menos evidente: el vínculo entre los discursos del desarrollo que han dibujado cierta geografía imaginaria de Chile y un discurso actual sobre la crisis climática que, de una u otra forma, parece operar bajo códigos similares que ya se han conocido, pero esta vez, al menos en principio, buscan movilizar otras acciones, otras decisiones. Pero ¿se moverán otras racionalidades? Desde aquella plataforma tal vez se dé cuenta de una relación más profunda: qué sociedad hemos construido y en qué nos hemos convertido.
Por estos días que se habla a diario sobre el cambio climático, la imagen del desarrollo se torna sostenible y todos y todas son imágenes biodegradables, verdes o están pasando «de las palabras a la acción», como planteaba una minera en una gigante inserción publicitaria. No hay por estos días una empresa forestal o una minera que no este contribuyendo «de modo concreto» a evitar el calentamiento global. En paralelo, a los ciudadanos se nos pide «una ducha de tres minutos» y acciones individuales para que juntos sumemos en el camino de la salvación del planeta. Es paradójico, porque desde este punto de vista el cambio climático estaría logrando algo que por años, largos años ya, no se visualizaba: que trabajemos bajo lógicas comunitarias. ¿Estamos ante un cambio de paradigma? Es incierto pero, desde nuestro planteamiento, es ésta otra imagen. La COP25, que finalmente terminó realizándose en Madrid y que originalmente se realizaría en Chile, es decir, la vigésimoquinta vez que el mundo se da cita para discutir sobre acciones globales para enfrentar el cambio climático, impacta de manera directa en los discursos y en lo que ellos proyectan. No olvidemos que durante décadas se ha resaltado que uno de los pilares de la supuesta «libertad» es precisamente el carácter individual de la ganancia y la competencia, y que desde aquella fundamental base se construye el progreso y el éxito. Desde allí se puede «emprender», como se le llama de modo insistente en nuestro país.
Al respecto, el laureado biólogo chileno Humberto Maturana, con una lucidez que asombra, planteaba hace poco, a propósito del cambio climático, dos asuntos que nos resultan claves y que volveremos a traer a colación acá más adelante. Por un lado, que cambio climático ha habido siempre y que sería extraño que el clima no cambiase. En ello los ciclos y los tiempos son otros. Pero, a su vez, manifestaba que el real problema estaba en la poca madurez de vida en comunidad que tenemos a nivel nacional y mundial. Es decir, en un sistema donde lo individual es «libertad» se pierden trayectorias comunitarias que implican pensar en conjunto.
Tal vez del mismo modo el cambio climático sea un problema de otra escala. En lo inmediato, el desarrollo requiere crecimiento económico e idealmente a porcentajes elevados. ¿No hay una directa relación entre ese crecimiento y el cambio climático o al menos en el calentamiento global?
En las últimas cinco décadas, el país ha sustentado su desarrollo en la extracción de las materias primas, es decir, en comprender a la naturaleza como un objeto y como «naturaleza muerta». Esa naturaleza acá en Chile sigue siendo «barata», ya que aún se sustenta en la idea de su infinitud. Es, por tanto, compatible con una explotación intensiva. ¡Todo apunta al crecimiento!
Es muy llamativo cómo el cambio climático se ha impregnado en la sociedad, llegando incluso a plasmarse en maratónicos programas televisivos, pero también en la opinión de cada ciudadano: «la culpa es del cambio climático». Hay en esto, como ha dicho el geógrafo belga Erik Swyngedouw, una suerte de «ecología del miedo». No es difícil observar el carácter apocalíptico que adquiere el tema del cambio climático. ¿No hay allí otra maquinaria que se desenvuelve para fabricar la asociación entre cambio climático y «fin de la tierra»?
Como reflexionaremos en el capítulo final de este libro (el de la ducha de los tres minutos), cambio climático ha habido siempre; de hecho, lo extraño sería que no cambiase el clima y, en efecto, por otra parte, es bastante obvio, ya que a los actuales niveles de extracción de materias primas y de producción industrial la Tierra se vea aún más impactada. ¿Desaparece la Tierra? ¡Por supuesto que no! Decir que la Tierra desaparece es no salir de la trampa que la Modernidad le puso a la cultura en su relación con la naturaleza. La desaparición de la Tierra depende en buena medida del sol, pero el impacto en muchas especies biológicas es inminente, así como la amenaza en la biodiversidad; y en este marco, parece preocupante que efectivamente la especie humana también se vea interpelada.
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