París personal. Marco Antonio García Falcón

París personal - Marco Antonio García Falcón


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inglés Samuel Coleridge había imaginado, a finales del siglo XVII, una hermosa historia en la que un hombre sueña que atraviesa el Paraíso, recibe una flor azul como prueba de que ha estado allí, y al despertar encuentra esa flor en su mano. A mí me pasaba algo similar. En medio de la nebulosa oscura que para mí era el Perú, yo vivía y me desplazaba por las calles de Lima con la mente fija en París, como quien llevaba en secreto –en feliz secreto– una virtual e imaginaria flor de Coleridge: la prueba de que la realidad del sueño era posible.

      ¿Nada me retenía? ¿No iba a sentir nostalgia por el Perú? Ser peruano, en mi caso, significaba la posibilidad de la nostalgia por un puñado de familiares, de amigos, de paisajes, de experiencias que muy poco tenían que ver con las múltiples y contradictorias realidades del Perú, y sí mucho con mi historia personal. Mi peruanidad no se extendía más allá de unas cuantas calles de Lima. Y si bien tenía cierta estabilidad en ese reducido espacio, no temía empezar de cero en París, porque pensaba, como Cortázar, que «no ser nadie en una ciudad que lo era todo era mil veces preferible a lo contrario».

      Desde luego, yo sabía perfectamente que ese París cortazariano no era el mismo: las circunstancias habían cambiado. Pero sabía también que un puente sobre el agua plateada del Sena, una franja de cielo crepuscular desde el sucio vidrio de un ventanuco lleno de telarañas, el invierno vibrando en el aire, la rama de un castaño estremeciéndose en la oscuridad lluviosa, eran imágenes irreductibles a cualquier impulso transformador del París moderno.

      La luminosa mañana de primavera en que salía mi vuelo, me acompañaron al aeropuerto mis padres, mi hermana y un par de amigos íntimos, quienes, a la hora de la despedida, cumplieron mi deseo de evitar todo gesto de sentimentalismo. El avión de Continental encendió sus turbinas exactamente al mediodía. Sentados de a tres en los asientos reclinables, volábamos sobre un cielo despejado, pero yo prefería no volverme a la ventanilla, no mirar hacia abajo, sino a los boletos soñados que iba acariciando repetidamente entre mis manos, a los pétalos de la gris azulada flor de Coleridge que, a medida que nos alejábamos, se hacía, al fin, cada vez más real entre mis manos.

      El resplandor de Céline

      Todos los lunes de ese invierno frío en París teníamos Figura Humana. Me agradaban esas clases porque el viejo Lacroix, entre otras bondades, casi no dictaba teoría. Nos ponía delante del desnudo y empezábamos inmediatamente a bocetear; luego se acercaba y sin que nos diéramos cuenta, con alguna broma o una sutileza increíble, nos corregía. «Hasta antes de este trazo», nos decía muy serio afilando la voz temblorosa, «su trabajo era de una calidad notable». El viejo tenía un ojo único para captar los errores, pero también para elegir los modelos. Traía señoras rollizas que, escondidas tras sus aburridas ropas de amas de casa, hubieran deleitado a cualquier pintor renacentista, o jóvenes universitarios de cuerpo fuerte y esbelto, aunque de mirada un poco torva, a veces desenfocada. En esta oportunidad el viejo nos había conseguido a una muchacha.

      –¿De dónde la habrá sacado? –le pregunté sorprendido a Mauricio, que se había puesto a trabajar a mi lado. La chica tendría unos veintitantos años, pero su cuerpo era el de una adolescente.

      –Me parece haberla visto. Creo que es la hija de Madame Canivet.

      Madame Canivet era la nueva encargada de hacer la limpieza y, del escaso personal de la escuela, la que mejor nos caía a los alumnos latinoamericanos, quizá porque compartíamos las mismas urgencias económicas. Con ella era la quinta que pasaba por ahí ese año; Beauchamp, el mezquino del director, un sexagenario robusto y algo amanerado, siempre se las arreglaba para cambiar de encargada cada vez que le pedían aumento o el pago de sus derechos sociales. Yo no sabía que Madame Canivet tuviera una hija.

      –¿No te parece hermosa?

      –Si para ti lo raro es hermoso, sí; es hermosísima –dijo Mauricio con un poco de sorna.

      El místico y teósofo Emanuel Swendenborg tiene razón. No a cualquiera le es dado reconocer una aparición maravillosa. Solo a los locos, a los verdaderos artistas, a los secretamente melancólicos, nos es posible hacerlo a primera vista. Y esta en verdad lo era. Recostada sobre un mantón púrpura, con el enrulado cabello negro cubriéndole coquetamente los pequeños pechos, daba la impresión de ser una de esas muchachas que el buen Gustav Klimt dibujaba al carboncillo a finales del XIX en busca de su futura Judith. Tenía unos enormes ojos verdes que parecían mirar desde otro lado.

      Quise acercarme a ella al final de la clase, pero de un momento a otro desapareció. Mauricio advirtió mi intención y me miró con esa cara de resignación anticipada que siempre pone cuando me intereso por algo. Pensé que no volvería a verla hasta la siguiente sesión y, sin embargo, la encontré de casualidad por la tarde. Estaba parada en medio del patio, envuelta en una bufanda floreada y con un sobretodo beige, observando con aire distraído el viejo mirador de la escuela.

      –¿Tú eres...? –me atreví a interrumpirla en mi mal francés.

      –Céline –dijo sin volverse, al cabo de un rato. Luego giró un instante para agregar–: ¿Te gustan los miradores?

      Su voz era pausada y algo extraña, con un acento distinto del parisino; en realidad, en mis tres años de vida errante por Europa nunca había escuchado una entonación parecida.

      –Sí, claro –le contesté, por decirle algo. Iba a mentirle sobre la antigüedad del mirador, hablarle de las clases de Lacroix y de lo mucho que me había impresionado como modelo, pero antes de que le diera mi nombre se despidió apurada porque debía ayudar a Madame Canivet en no sé qué cosas.

      No volví a verla esa semana. El viernes por la noche un amigo mexicano de Mauricio presentaba su primera individual en la Galerie des Princes. Se trataba de una serie de cuadros que representaban el asombro del hombre citadino ante la naturaleza. El que más me impresionó fue el de un restaurante del boulevard Saint-Germain: los mozos en plena atención al público, con la charola alzada a la altura del hombro, se detenían a contemplar el sol que magníficamente se ocultaba entre las terrazas: un resplandor vacilante que los envolvía de medio cuerpo y que se difuminaba en sombras ante sus ojos. El rostro extático de las miradas atrapadas en un punto fijo me remitía a una moderna y espléndida Lección de Anatomía. Al cierre de la galería, fuimos los tres a tomar unos vinos al café Danton.

      –¿Por qué tan callado? –me preguntó al segundo tinto Rodrigo, el amigo de Mauricio.

      –Debe de ser por la modelo que hace poco trajo Lacroix –se adelantó burlonamente Mauricio–. Una francesita medio rara que vive con su madre en los altos de la escuela.

      Fue así como me enteré de que Céline compartía con Madame Canivet el cuartito del tercer piso, justo al lado de la Sala de Música. No dudé en pasar por ahí a la mañana siguiente para hablar con ella. Céline limpiaba y ordenaba unos muebles viejos que yo había visto antes abandonados en el desván de la escuela. Todo era viejo, a decir verdad, en esa casona en que las oscuras maniobras de Beauchamp se encargaban a menudo de escamotear los donativos para refaccionarla.

      –Hola –me saludó con una sonrisa tímida. Hizo un gracioso respingo de cansancio y luego dijo, como explicándose–. Quiero adecuar este espacio como cuarto de trabajo. Me gusta fabricar cosas.

      –¿Qué tipo de cosas? –le pregunté, realmente interesado.

      –No sé; me gusta hacer maquetas de casas antiguas o de miradores... Pero en el fondo espero perfeccionar algún día un aparato con el que pueda ver un ángel.

      –¿Un ángel?

      Sus enormes ojos se iluminaron.

      –Sí, es posible; aunque no de la manera en que piensas. Son, en realidad, fotones de luz.

      No parecía bromear. Me habló entusiasmada de la teoría de un físico alemán y de varios artículos científicos que había leído al respecto: los seres alados, me explicaba moviendo sus hermosas manos, estaban hechos de partículas y corpúsculos de energía electromagnética dispersos en el aire; eran, en pocas palabras, fenómenos físicos tan registrables como el clima o el movimiento de los planetas. Cortésmente incrédulo, le dije que también


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