Colombia. El terror nunca fue romántico. Eduardo Mackenzie

Colombia. El terror nunca fue romántico - Eduardo Mackenzie


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      Las Farc no han recibido mandato alguno para presentar líneas de actuación y gobierno a los gobernadores y alcaldes de Colombia. Sin embargo, ellas insisten en lo contrario. Afirman que «los planes de desarrollo con enfoque territorial, impulso a los programas de sustitución de cultivos, a la inclusión del enfoque de género, el trabajo conjunto con los consejos departamentales y municipales de paz y reconciliación y la cooperación con las instancias e instituciones locales y nacionales» son de obligado cumplimiento pues así lo dice el acuerdo Farc-Santos.

      Olvidan decir esos activistas que los «planes de desarrollo» y los «programas» de lucha contra el tráfico de drogas y contra los narco-cultivos dependen exclusivamente de las decisiones del gobierno nacional, la única autoridad elegida por los colombianos para orientar los destinos del país. Las Farc pretenden darse, por la vía de esa superchería, una personería jurídica, en sectores estratégicos, que nadie les ha dado.

      También indican en la misiva que «los asesinatos de líderes y lideresas sociales (sic), defensores y defensoras de Derechos Humanos y excombatientes en proceso de reincorporación, ponen de manifiesto la urgencia de defender la vida y la necesidad de avanzar desde los territorios». Esa carta olvida decir que los autores de asesinatos de activistas sociales y de excombatientes de las Farc son las mismas guerrillas castristas (Eln y las Farc-disidencias) en su lucha por apoderarse de regiones y recursos propicios a sus tráficos ilegales. Para resumir, la delincuencia común, los carteles de la droga y los escuadrones de la muerte, buscan crearse espacios, mediante la violencia y el asesinato de personas que no encajan en sus planes. La defensa de la vida, de la propiedad privada y de la paz, y por ende la represión del entramado de criminalidad complejo de Colombia, no puede «avanzar desde los territorios», como insinúa ladinamente la carta de los amigos de las Farc. Esa misión superior recae exclusivamente sobre la fuerza pública y las fuerzas armadas de la República, la cual actúa bajo órdenes de su comandante, el jefe de Estado colombiano.

      La carta es firmada por «miembros negociadores del Gobierno y de las Farc que estuvieron en La Habana», según la prensa, así como por «facilitadores del proceso de paz, negociadores del fallido diálogo con el Eln, entre otros». Olvidaron decir que los negociadores de la época de Santos, así como los presuntos «facilitadores», no tienen derecho para imponer ni sugerir líneas de gobierno a nadie y mucho menos a las autoridades regionales. Ellos nunca dejaron de ser civiles sin atribuciones oficiales. Ellos carecen de mandato popular y no son miembros de organismos de control. No pueden pretender substituir al gobierno nacional ni a las autoridades electas.

       16 de enero de 2020

      ESTA VEZ NO SÓLO PRETENDEN ENLODAR al expresidente Álvaro Uribe y a altos mandos del Ejército, sino también a Rafael Nieto, un abogado, exviceministro de Justicia y excandidato presidencial del Centro Democrático. La tortuosa maniobra no prospera, pero muestra que los extremistas están urgidos y se saben perdedores.

      De manera desesperada aplican la cobarde táctica de la calumnia preventiva, contra unos y otros, utilizando operadores judiciales bajo influencia y las páginas de una revista que acepta jugar un papel abyecto.

      Un fiscal ordena investigar a un general (r.) de Colombia porque un semanario clama, sin aportar pruebas, que ese alto militar cometió un delito. Un fiscal que baila al son que le dicta una revista debería regresar a la facultad de Derecho.

      La apertura de una investigación penal debe ser motivada factualmente. Sin embargo, el fiscal (e) Fabio Espitia ordenó indagar al general Nicasio Martínez, excomandante del Ejército, pues un semanario, conocido por su enfermizo antimilitarismo, lo acusa, sin pruebas, de estar involucrado en un caso de intercepción de teléfonos. El general Martínez, quien durante su carrera militar no había sido acusado de nada, refuta la acusación. El ministro de Defensa rechaza a su vez las insinuaciones de la revista.

      Sin sentirse aludido, Espitia anuncia que «pedirá la información» que no tiene todavía para ver qué aparece. En otras palabras, el expediente está vacío pero él espera que alguien lo llene. El gesto de disparar primero y preguntar después es criminal.

      Obviamente, el objetivo central de esa campaña es el linchamiento del expresidente Uribe. ¿Por qué? Porque la venganza de los comunistas contra él no ha llegado a término. Durante sus dos mandatos, Uribe puso fin al desarrollo orgánico de las Farc, les destruyó sus cabezas «históricas» y los dejó, en 2008, sin sus 15 «rehenes políticos» con lo que estaban exigiendo, de nuevo, la desmilitarización de una sección del territorio nacional.

      Uribe obligó a esos criminales a replegarse en las selvas de Colombia y Ecuador y en los llanos de Venezuela y demostró que su política de seguridad democrática era la única exitosa. Las Farc temen ahora que Uribe y su partido, el Centro Democrático, convenzan de nuevo a las mayorías de que esa orientación puede volver a salvar a Colombia en 2020.

      En un momento dado el gobierno de Iván Duque tendrá que ver si adopta por fin esa política, abandonada por Juan Manuel Santos, antes de que el país colapse de nuevo en manos de la narco-subversión rampante, como en 2002.

      La política que aplicó Álvaro Uribe entre 2002 y 2010 demostró algo muy importante: que la acción militar le había ganado la mano a la pretendida «negociación política» y a la acción diplomática. Esta última se esforzaba por orientar a su manera la acción oficial contra la violencia de las narco-guerrillas, sin lograr nada, salvo mejorar las condiciones de la subversión, fuera y dentro del país y ante la prensa internacional.

      Nadie puede ignorar que la víspera de la liberación de Ingrid Betancourt y de los otros 14 rehenes «políticos»(3), la ONU y una docena de gobiernos y de líderes extranjeros y una docena de ONG del primer mundo ejercían presión a diario sobre el gobierno para que cediera ante las Farc y optara por la impotencia ante la ola de atrocidades que cometía esa organización.

      La Operación Jaque Mate, una acción militar no letal contra varios centros operativos de las Farc, preparada durante cuatro meses y ejecutada por 200 soldados, dejó a esas personalidades, gobiernos y organismos foráneos descolocados y sin voz, y puso fin a la gangrena de los inútiles «mediadores» que sólo habían prolongado el martirio de los rehenes.

      Esa vía había hecho que horribles gobiernos, como los de Chávez, Correa, Lula y Kirchner, abogados todos del «intercambio humanitario», metieran sus narices en Colombia. Las Farc lograron atraer a ese tinglado un presidente francés, Sarkozy, tan mal asesorado que, en su afán por obtener la liberación de Betancourt, agenció, paradójicamente, la excarcelación de un importante jefe de las Farc, quien huyó inmediatamente a Cuba.

      La confusión y el absurdo reinaban en ese periodo. Hasta cuando ocurrió lo del 2 de julio de 2008 en el Guaviare. Ese día el mundo vió que las Farc eran vulnerables y que Uribe y los militares eran capaces de obtener lo que la diplomacia no había alcanzado. Constató, además, que las armas de la República podían dar golpes demoledores y derrumbar la moral de su mayor enemigo, si había voluntad política. Las Farc trataron de reorganizarse, pero no lo consiguieron. Sólo la traición de Juan Manuel Santos a la Constitución colombiana las salvó de su colapso definitivo. A pesar de las concesiones pactadas en La Habana, las Farc no han podido superar su desarticulación interna y siguen en el impase en que los dejó la seguridad democrática.

      Colombia lo ha olvidado, pero lo hecho por Uribe y las Fuerzas Armadas en 2008 fue de importancia hemisférica: arruinaron el eje continental bolivariano impulsado por Chávez, quien «quería cabalgar sobre una victoria de las Farc», como escribió en esos días Joaquín Ibarz, un periodista español. «El presidente Álvaro Uribe escaló el Everest al superar las marcas mundiales de popularidad: 91,4% de aprobación en la última encuesta», observó antes de decir: «El rescate de rehenes lo coloca como referente para todo el continente». Américo Martín, un analista venezolano, estimó por su parte que ese acto «se produjo en un instante crítico y derrumbó el engranaje montado para asfixiar a Colombia»(4).

      Álvaro


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