Memoria del frío. Miguel Ángel Martínez del Arco
para solo dar a conocer el mío, uno de tantos miles» (p. 18) y Juana Doña, cuya voz «testimonia el sufrimiento de miles de mujeres que fueron perseguidas, torturadas y ejecutadas» (p. 30).
Con este mismo corpus testimonial construyó Dulce Chacón La voz dormida, una novela en la que desplegó toda su potencia poética y narrativa y en la que resuenan las voces de estas mujeres. La obra se centraba en las vidas de un grupo de presas encarceladas en la prisión madrileña de Ventas y en la de sus familiares, algunos involucrados en la lucha clandestina y en el maquis. Esta novela desempolvó estos testimonios veinte años después de que se hubieran publicado y fue una contribución fundamental a la renovación del debate sobre memoria histórica de principios de siglo.
Hoy, otros veinte años después, se publica este libro excepcional, que entronca con los testimonios de las militantes antifranquistas y con la novela de Dulce Chacón. Lo hace de forma única y especial. Memoria del frío amplía el campo de nuestro conocimiento sobre la experiencia de las mujeres en las cárceles franquistas y sobre la relación entre los mecanismos de la ficción, la memoria y el trauma heredado. Miguel Martínez del Arco es hijo de Manoli, Manuela del Arco, un nombre que se repite en todos los testimonios citados anteriormente. El hijo intenta reconstruir el pasado de la madre y de sus compañeras de militancia y cárcel, también el de su padre y el suyo propio, el niño al que la policía política llevó a la Dirección General de Seguridad para presionar a la madre, el que visitó al padre en el penal de Burgos y que escuchó tantas historias como silencios. En las primeras páginas de esta novela, el autor, con el estilo fragmentado y escueto que caracterizará toda la obra, resume el mundo en el que estás a punto de entrar: «Hace mucho tiempo. Una mujer pasó diecinueve años en la cárcel. En el franquismo. Con otras muchas. Era mi madre. Mantuvo una relación con un hombre que pasó diecinueve años en otra cárcel. Con otros muchos. Era mi padre. Luego “salieron”. Y regresaron. A otra cárcel. Con otros. Esta es su historia. No. Claro que no. Esto es solo una exploración. Un viaje». En ese viaje, Miguel Martínez del Arco completa con la imaginación todo aquello que las huellas materiales —las cartas, los archivos, las fotografías— no muestran o, si acaso, solo dejan intuir: escribe los silencios y hace presentes las ausencias, narra la alegría y la esperanza, la solidaridad y la resistencia. Ese viaje también es un diálogo constante entre su yo presente de 2019 y 2020, que investiga, reflexiona y reconstruye, y el pasado narrado en tercera persona en el que Manuela del Arco, sus compañeras de prisión y, en segundo plano, su padre y él mismo como niño, son protagonistas. En el presente, el yo narrativo relee las cartas entre la madre y el padre durante esas casi dos décadas de prisión —«5 463 cartas. Cinco mil cuatrocientas sesenta y tres»—, visita los lugares en los que se ubicaron las cárceles y los centros de tortura, contempla las fotografías y las interpreta, dando vida a las mujeres que las habitan —como la que ilustra la cubierta—. Escribir, nos dice el narrador, es «Reconstruir. Rehacer. Revivir».
Para entender la excepcionalidad de una novela como Memoria del frío, creo útil reflexionar brevemente sobre el término «posmemoria», que se acuñó en el área de estudios académicos sobre memoria y trauma del holocausto para definir ciertas dinámicas de transmisión y representación de textos escritos por una «segunda generación», es decir, una generación que no vivió los eventos traumáticos de primera mano o que, si lo hizo, era demasiado joven para tener una participación activa en ellos. El primer estudio sobre las dinámicas de la posmemoria en el campo de la representación lo hizo Marianne Hirsch al analizar obras como Maus de Art Spiegelman, el famoso cómic que narra, a través de personajes encarnados en ratones (judíos) y gatos (nazis), la relación de un hijo con su padre superviviente de Auschwitz. Como señaló Hirsch, el trauma de la segunda generación no se vive en relación con el evento que lo provoca, sino en relación con la representación del evento, a partir de los testimonios orales, escritos y/o visuales que ha dejado tras de sí la primera generación. Es más, el trabajo de posmemoria no depende tanto de lo que se recuerda personalmente sino de cómo se pueden representar las huellas de memoria que otros han dejado. La prosa de Miguel Martínez del Arco es un claro ejemplo de este diálogo intergeneracional. Testigo infantil que escucha los silencios, vive con las ausencias, crece con narrativas en las que no se cuenta todo tal vez porque hay cosas que un hijo no debería saber, tal vez porque hay cosas que nunca se van a poder narrar. Solo él, como heredero de todos esos silencios, puede encarnar en su prosa el fantasma de esas vidas excepcionales, tanto en su resistencia como en su dolor. «Se borraron los agujeros que dejaron los adoquines levantados. Se construyeron paredes donde hubo ruinas. Nada de eso he vivido. Solo lo siento contado en mí. Trato de verlo». Este fragmento corresponde a uno de los momentos en los que el yo del presente lucha desesperado por «recuperar» una imagen del pasado que le lleve a imaginar la cárcel de Ventas y recorre el lugar esperando una señal, como si el espacio fuera un palimpsesto que en algún momento revelará la letra escondida. «Solo lo siento contado en mí» es una de las frases más certeras y poéticas que describe el trabajo de la posmemoria: la intuición de una vida no vivida pero sentida, el conocimiento y la memoria que le llena por dentro y que solo es traducible, solo se hace tangible, a través de la ficción. Y ahí reside, creo yo, la inmensa fuerza de esta novela: Miguel Martínez del Arco nos cuenta lo que ha sentido contado en él.
Si el testimonio es la figura transicional entre memoria individual e historia, la ficción de la posmemoria hace presente el pasado a través de una imaginación que se nutre de la memoria, el saber y los afectos heredados, que amplía la profundidad y aumenta la intensidad con la que entramos en la parte más desconocida y subjetiva de la historia, la de las vivencias íntimas que abarcan desde el dolor y el desamparo más radicales hasta la resistencia y la solidaridad más alegres. El ejercicio literario, imaginativo y reconstructivo de Miguel Martínez del Arco, su ficción poderosa, hace que en la esquina de Rufino Blanco con Marqués de Mondéjar hoy, en 2021, no veamos unos edificios lustrosos de ladrillos rojos, sino «Las rejas en todas las ventanas. Las tapias. La cárcel de Ventas» y revive, a través de su aliento poético, a las mujeres sonrientes que te miran desde la cubierta de este libro.
EDURNE PORTELA
Sierra de Gredos, julio de 2021
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«De nada somos dueños, ni siquiera de nuestro pasado».
JULIO RAMÓN RIBEYRO