Pasionaria. Diego Díaz Alonso
hasta hace cuatro días vestía la camisa azul de Falange —el gobernador civil más joven de la España de Franco—saluda efusivamente a la mujer que gritó «¡No pasarán!», la más ferviente oradora del Frente Popular: Pasionaria, el demonio preferido por la dictadura. 13 de julio de 1977.
En sus memorias, la dama de negro recuerda que aquel día deseó suerte a Suárez y que este respondió, sonriendo: «Nos va a hacer mucha falta». Estamos ante una de las fotos más representativas de la Transición y conviene observarla con atención. Fijémonos en los rostros y en el movimiento corporal. Suárez se muestra ufano y extiende el brazo derecho con rigidez, mirando fijamente a su interlocutora, mientras esboza una sonrisa ligera y poderosa. Se siente triunfador. Adopta la posición dominante. Sostiene la mirada y alarga el brazo de arriba abajo, concediendo el saludo. Con el pelo perfectamente esculpido, exhibe el rectilíneo perfil que el dibujante Peridis inmortalizará en sus viñetas de la Transición. Todo en Suárez forma un ángulo. El joven césar del transformismo guarda la distancia y observa a Pasionaria con una mezcla de admiración, reconocimiento y curiosidad. El presidente en funciones, indiscutible ganador de las primeras elecciones democráticas, es perfectamente consciente de la importancia del momento. Esa foto contribuirá a legitimar la Transición gradual de la dictadura a la democracia en España ante los ojos de millones de personas de todo el planeta. Los comunistas no han quedado fuera, tal y como exigían los jefes militares más apegados a la memoria del general Franco, es decir, casi todos los capitanes generales y la mayoría de los demás altos oficiales de los tres ejércitos. La Transición española se presenta al mundo como una maniobra inclusiva. Los comunistas no han sido excluidos y sus resultados electorales, con la única excepción de Cataluña, han sido modestos. Los norteamericanos están razonablemente tranquilos. El plan del rey Juan Carlos parece funcionar.
La diputada comunista Dolores Ibárruri saluda al presidente Suárez con una expresión abstraída, como si estuviese revisando sus recuerdos a toda velocidad, como dicen que les ocurre a las personas en peligro de muerte. Entre miles de fotogramas, quizá solo haya escogido uno. Quizá piensa en su hijo Rubén, caído en la batalla de Stalingrado, o en los largos anocheceres de Moscú, cuando era imposible descifrar el próximo movimiento paranoico de Stalin. Pasionaria sonríe, no se sabe si feliz por el histórico momento, o distraída por un recuerdo lejano. Hay un deje de ironía en su expresión. Suárez ha sorprendido realmente a los comunistas españoles. Los ha driblado. Primero les ha robado el balón de la ruptura y después les ha endosado una ley electoral que premia a las provincias más pequeñas y conservadoras. Ha sido más audaz de lo que ellos creían. Diríase que hay algo en Suárez que divierte a la anciana dama de negro. Dolores Ibárruri tiene 81 años. Para una antigua dirigente de la Internacional Comunista recién llegada del exilio con todo el siglo XX a cuestas, despedida en el aeropuerto moscovita de Sheremétievo por Mijaíl Súslov, el principal ideólogo del poder soviético, Suárez no deja de ser una curiosidad. El rey Juan Carlos ha tenido que recurrir al más descreído de los jóvenes jerarcas del Movimiento para acelerar los cambios e impedir que el inmovilismo de los elefantes del Régimen ponga en riesgo la legitimación de la monarquía restaurada. Pasionaria sonríe con timidez y esa leve sonrisa emite también una señal de victoria.
Seguimos observando la foto. Ibárruri no mira a Suárez a los ojos. En ese instante, en el momento del clic, mira hacia sus adentros. Recuerda, recuerda, recuerda. Quizá sigue en una nube después de tantas semanas emocionantes. Quizá ha regresado a su memoria el día en que proclamó la Política de Reconciliación Nacional. Agosto de 1956. Reunión del Comité Central del Partido Comunista de España en algún lugar de la República Democrática Alemana. Ella presidía la reunión en la que el PCE efectuó un solemne llamamiento a la «reconciliación nacional» entre los ganadores y los perdedores de la Guerra Civil para proceder a la restauración de la democracia. No estamos hablando de un documento más del archivo histórico. Para Pasionaria aquella fue la mejor decisión durante los dieciocho años en que ocupó la secretaría general. Un llamamiento a la reconciliación después de la trágica experiencia de las guerrillas. Ocho años antes aún intentaban convencer al mariscal Tito, sin que lo supiesen los soviéticos, para que la aviación yugoslava sobrevolase la costa mediterránea española y lanzase en paracaídas armas para la agónica Agrupación Guerrillera de Levante. La suerte estaba echada. Desde 1945 estaba escrito que los aliados no tumbarían el régimen de Franco.
Reconciliación nacional. No dieron el paso hasta después de la muerte de Stalin, cuando la renovación, la reforma y la apertura de miras se habían convertido en las nuevas consignas para millones de militantes comunistas de todo el mundo que durante treinta años habían rendido culto al terrible georgiano que derrotó a Hitler. Tuvieron intuición y acierto, puesto que la palabra reconciliación pronto se convertiría en el talismán de la oposición pacífica a Franco. Se adelantaron a los socialistas, irremediablemente encerrados en el frigorífico de Rodolfo Llopis en Toulouse. La larga hibernación del PSOE. Se adelantaron a los movimientos aperturistas de la Iglesia católica en el Concilio Vaticano II, deliberados y aprobados entre 1962 y 1965. Se avanzaron al cónclave de la oposición moderada española, el célebre «contubernio de Múnich» en 1962, que reunió a monárquicos, socialistas, democristianos, falangistas arrepentidos, nacionalistas vascos y catalanistas, dejando a los comunistas un puesto de observación en el hall del hotel donde se celebraba el encuentro. Sintonizaron con la disidencia de Dionisio Ridruejo, el antiguo jefe de propaganda de Falange, que en 1956 pisaba por primera vez las cárceles de Franco por haber apoyado las protestas universitarias. Y alentaron a algunos de los hijos universitarios de las más selectas familias de vencedores de la Guerra Civil a dar el paso hacia el otro lado.
Quizá en el momento de saludar a Suárez, a Pasionaria le haya pasado fugazmente por la memoria la figura de Jorge Semprún, el hombre con la gabardina mejor vestida de Madrid y París, al que expulsó del partido años más tarde acusándole de frivolidad intelectual. La redacción de la declaración de 1956 siempre se ha atribuido a Semprún (Federico Sánchez, para los conocedores de la clandestinidad comunista), impresionado por un manifiesto universitario de 1956 que empezaba con las siguientes palabras: «Nosotros, hijos de los vencedores y de los vencidos». Semprún ya escribía con mucha soltura antes de dedicarse a la literatura, pero el manifiesto del 56 también llevaba otros timbres. Sin lugar a duda, ahí estaba la perspicacia de Santiago Carrillo y Fernando Claudín, entonces muy bien avenidos en el secretariado de París. El salto en paracaídas en busca de la reconciliación entre los españoles fue un trabajo colectivo. No había otro camino y supieron verlo. Un año antes, el 18 de julio de 1955, Pasionaria había defendido la necesidad de «atraer al campo de la democracia a aquellos que están deseando abandonar las banderas franquistas, sin preguntarles cómo pensaban ayer, sino cómo piensan hoy y qué quieren para España». Quizá es el orgullo de haber dado ese primer paso lo que en realidad refleja el rostro de Dolores Ibárruri en su primer encuentro con Adolfo Suárez, un hombre que ha abandonado a toda prisa las banderas del franquismo.
Orgullo y melancolía, puesto que la dama de negro también sabe que su tiempo se ha acabado. Ha superado los ochenta años y acaba de regresar a un país mucho más cambiado de lo que podía imaginar en Moscú. Los resultados electorales de su partido han sido malos, con la excepción catalana, que, inevitablemente, ha provocado escozores y traerá problemas. Mucha gente ha acudido a los mítines del PCE durante la campaña electoral para ver pasar la historia ante sus ojos, y después acabar dando el voto al renacido PSOE, un partido histórico dirigido ahora por un grupo de jóvenes sin historia. En Bilbao, el mitin encabezado por Pasionaria en la Feria de Muestras reunió a unas cincuenta mil personas, pero el EPK (Partido Comunista de Euskadi), dirigido por el férreo Ramón Ormazábal, solo consiguió un humillante 4,5 % de los votos, menos papeletas (45.910) que asistentes al oceánico mitin de Bilbao. Muchísima gente acudió en toda España a los primeros mítines de los comunistas. Muchísima. Había curiosidad. Ganas de escuchar y ver de cerca a las figuras de un partido perseguido a muerte por la dictadura. Había agradecimiento por la resistencia. Pero también había miedo, prudencia y cálculo. Recuerda, recuerda, recuerda, lo que significó el franquismo: un erial.
El asesinato de los abogados de Atocha, en enero de 1977, había impresionado mucho. Cinco abogados comunistas acribillados a sangre fría por un grupo de ultras guiados por un neofascista italiano. La serena e impecable