Según natura. Eva Cantarella
fundamental entre comportamientos sexuales no era entre heterosexualidad y homosexualidad, sino más bien entre actividad y pasividad. Para ellos, la virilidad significaba e imponía la «actividad». Un hombre estaba obligado a ser activo en todos los campos, desde la guerra, en la que debía vencer, a la política, en la que debía imponer sus ideas, y al amor, en el que debía someter no solo a las mujeres, sino también a algunos hombres. Todo esto con una condición: en Grecia, que el sumiso (llamado eromenos, «el amado») fuese un pais, es decir, un chico, destinado a convertirse en un hombre pero que todavía no lo era, porque era débil, intelectual y sexualmente vacilante, y por lo tanto equiparado a las mujeres. Cuando el pais se convertía en un hombre, cosa que pasaba al cumplir los dieciocho años, no podía y no debía seguir siendo un «amado». Y algunos años después, cuando había alcanzado la plena madurez, debía convertirse a su vez en un erastes («amante»), es decir, el compañero activo no solo de una mujer (la esposa o las amantes, lo que estaba ampliamente consentido) sino también –no necesariamente, pero si habitualmente– de un pais, que se convertía así en su «amado».
Nada más falso, por lo tanto, que el mito que alguna vez se difundió de la libertad sexual de los griegos: su vida sexual estaba regulada por normas distintas de las que regulan o deberían regular la nuestra, pero precisas y obligatorias, cuya violación estaba sancionada jurídica o socialmente.
Por lo que respecta a Roma, la regla tenía una variante: también allí el hombre podía tener relaciones sexuales con otros hombres –por supuesto siempre en el papel activo– pero (al menos teóricamente) no con los chicos romanos, sino con esclavos (jóvenes, pero a menudo también adultos). Y el libro explica ampliamente las razones.
Hablar de bisexualidad de los griegos y romanos, por lo tanto, es sin duda posible, pero con la conciencia de que, referida a ellos, la palabra indica el comportamiento de quien en el transcurso de su vida ha tenido relaciones con personas de ambos sexos, pero solo según reglas muy precisas, que acabamos de indicar de forma sumaria. Siempre que, naturalmente, la persona fuese un hombre. A las mujeres se les permitía tener relaciones sexuales únicamente con hombres, y según la ley solo con su marido.
Y así llego a la tercera y última consideración, relativa a una expresión que en los últimos tiempos ha reaparecido con desconcertante frecuencia en los debates sobre las leyes en materia de familia y de «uniones civiles»: «contra natura».
Como es bien sabido, en los últimos años la mayoría de los países europeos (por no hablar de los norteamericanos) han aprobado una serie de leyes que han dado amparo legal a las uniones homosexuales. Mientras algunos países han optado por las «uniones civiles», otros, como Francia, España y Gran Bretaña, han concedido a las parejas homosexuales los mismos derechos que a las parejas heterosexuales[1].
Solo Italia se ha resistido en todos estos años, y no por casualidad. Es imposible olvidar, cuando se habla de argumentos relacionados con la sexualidad, que el nuestro es el único país en cuyo interior se encuentra un estado extranjero (el Vaticano), cuya enorme interferencia en la ética sexual de los italianos no es necesario siquiera comentar. Solo en los últimos meses, tras largas y agotadoras discusiones, el parlamento de la República ha comenzado a introducir algunas innovaciones en la materia, que inmediatamente provocaron y siguen provocando –previsiblemente, por no decir que seguramente, seguirán haciéndolo– polémicas y haciendo sonar gritos de alarma sobre el peligro (no se entiende por qué razones) que corre la institución matrimonial si nuestro ordenamiento legal llegase a amparar relaciones afectivas y sexuales distintas de las rigurosa y exclusivamente heterosexuales, con demasiada frecuencia tildadas como «contra natura».
La idea de que las relaciones homosexuales contrarían la naturaleza reaparece en nuestra cultura como una auténtica obsesión, a la que Nicla Vassallo –una de las más interesantes mentes filosóficas jóvenes de Italia (y no solo)– ha dedicado recientemente en hermoso ensayo titulado Il matrimonio omosessuale è contro natura. Falso! Y la demostración de la tesis es irrefutable: en realidad, afirma la autora, lo que es contra natura es el matrimonio. Puede parecer una provocación, pero no lo es en absoluto: sin embargo, nuestra Constitución, en el artículo 29, define a la familia como «sociedad natural fundada en el matrimonio»; matrimonio y familia son proyectos culturales que tienen formas diversas en el tiempo y en el espacio. ¿Acaso no existen, por ejemplo, familias polígamas? En realidad, observa con razón Nicla Vassallo, cuando se dice que el matrimonio entre personas del mismo sexo es contra natura se quiere decir que la homosexualidad es contra natura. Pero hay algo que me gustaría añadir, y tiene que ver con nuestra relación con la cultura griega.
Cuando queremos recordar algo de nuestra historia y de nuestra civilización de lo que estamos orgullosos, lo llevamos a la herencia –de la que podemos ufanarnos con justicia– de nuestros más lejanos antepasados europeos. Pero cuando hablamos de relaciones homosexuales olvidamos esta herencia. O mejor, la borramos, falsificándola, y pour cause. Como quien está leyendo estas palabras y lea el libro podrá comprobar con mayor amplitud, los griegos no solo admitían las uniones entre personas del mismo sexo, sino que en determinadas condiciones las valoraban culturalmente de forma positiva. Más específicamente, admitían y valoraban positivamente las relaciones entre un adulto y un pais de las que hemos hablado, a las que atribuían una importante función social y política. De la disimetría de edad entre ambos amantes se desprendía de hecho una diferencia de experiencia que permitía al adulto asumir un papel formativo respecto del chico, en el momento en que este, de ciudadano en potencia se preparaba para convertirse en un ciudadano real, capaz de ejercer sus derechos civiles y políticos. El amante, en suma, contribuía a la paideia, es decir, a la formación ética y civil de un nuevo miembro de la polis.
A la luz de todo esto, se hace inmediatamente evidente que la expresión «contra natura» (para physin), presente en las fuentes que hablan de ética sexual, no se refería a la homosexualidad, como repiten los que, para sostener que eso es así, quieren ennoblecer su tesis atribuyéndosela a los griegos. Sostienen que la condena de la homosexualidad en sí misma, en cuanto algo contra natura, se encuentra en un pasaje de las Leyes donde Platón contrapone las relaciones entre un hombre y una mujer, definidas como kata physin (según natura), a aquellas entre dos mujeres o dos hombres, definidas como para physin (contra natura) (Leyes, 636 c). Pero la lectura atenta del fragmento pone de manifiesto que para Platón estas expresiones, en ese contexto, tenían un significado muy distinto del que hoy se les atribuye. Lo que Platón dice, de hecho, es que cuando un hombre se une a una mujer para procrear, el placer que se deriva de ello es «según natura». Lo que significa, obviamente, que para él no todas las relaciones heterosexuales eran así, sino solo las encaminadas a la procreación. «Contra natura», consecuentemente, eran las relaciones (también heterosexuales) que no tenían ese objetivo.
Cuando se lee un texto no es lícito descontextualizarlo. En este caso, como escribe un estudioso de la talla de Paul Veyne, no es suficiente con encontrar «en los textos la expresión “contra natura”, es necesario también comprender qué sentido tenía en la Antigüedad». Y si se hace ese esfuerzo se ve que «cuando un autor antiguo dice que una cosa no es natural no pretender afirmar que es monstruosa, sino que no es conforme a las reglas sociales»[2].
Este es por lo tanto el significado que Platón atribuía a la expresión «contra natura»: de la imaginaria ciudad cuyas leyes está escribiendo quiere desterrar la debilidad y el abandono a las pulsiones, contra las que lucha personalmente. De forma completamente independiente del hecho de que sean homosexuales o heterosexuales. Cuando condena la pederastia negándole cualquier espacio, no habla del contexto en el que vive, sino de aquel en donde, no sin contradicciones personales, querría vivir. Su objetivo no es reconducir las pulsiones amorosas hacia la naturaleza, permitiendo a los hombres amar solamente a las mujeres, sino autorizar solamente la sexualidad reproductiva.
Para confirmar esta lectura aquí tenemos otro pasaje en el que explica la razón por la cual, a su juicio, así como existe una ley no escrita que prohíbe las relaciones entre progenitores e hijos del mismo modo debería existir una que vete los emparejamientos entre hombres. Y esta es la razón: hay que evitar