La caña cascada. Richard Sibbes
olvidar a Su propia carne. Aunque lo ha librado de la pasión, no lo ha librado de la compasión hacia nosotros. El León de la tribu de Judá solo despedazará a los que dicen «No queremos que éste reine sobre nosotros» (Lucas 19:14). No exhibirá Su poder contra los que se postran ante Él.
Aplicaciones para nosotros
1. ¿Qué debemos aprender de esto sino a «acercarnos confiadamente al trono de la gracia» (Hebreos 4:16) en todas nuestras tristezas? ¿Nos desanimarán nuestros pecados, sabiendo que Él está allí para los pecadores?» ¿Estás cascado? Ten confianza, te llama. No escondas tus heridas, ábrelas todas ante Él y no sigas el consejo de Satanás. Acude a Cristo, aunque sea temblando como la pobre mujer que dijo: «Si tocare solamente su manto» (Mateo 9:21). Seremos sanados y recibiremos una respuesta clemente. Acudamos confiadamente a Dios en nuestra carne; Él es carne de nuestra carne y hueso de nuestro hueso para que podamos ir confiadamente a Él. Nunca tengan miedo de acudir a Dios, pues tenemos ante Él un Mediador que no solo es nuestro amigo, sino también nuestro hermano y nuestro esposo. Bien puede el ángel proclamar del cielo: «He aquí os doy nuevas de gran gozo» (Lucas 2:10). Bien puede el apóstol animarnos: «Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!» (Filipenses 4:4). Pablo conocía bien las razones por las que daba esa orden. La paz y el gozo son dos frutos principales del Reino de Cristo. Sea como sea el mundo, aunque no podamos regocijarnos en él, podemos regocijarnos en el Señor. Su presencia ameniza cualquier condición. «No temáis», les dice a Sus discípulos cuando estaban asustados pensando que veían un fantasma, «Yo soy» (Mateo 14:27), como si no hubiera ninguna razón para temer cuando Él está presente.
2. Que esto nos sirva de apoyo cuando nos sintamos cascados. El método de Cristo es herir primero para sanar después. Al cielo nunca entrará un alma sana y sin rasguños. En la tentación, piensen: «Cristo fue tentado por mí; mis gracias y mis consuelos serán acordes a mis pruebas. Si Cristo ha sido tan misericordioso como para no quebrarme, no me quebraré a mí mismo con la desesperación ni me entregaré al león rugiente, Satanás, para que me despedace».
3. Observen la disposición opuesta de Cristo por un lado y de Satanás y sus instrumentos por el otro. Satanás se abalanza sobre nosotros cuando estamos más débiles, como Simeón y Leví, que atacaron a los siquemitas «cuando sentían ellos el mayor dolor» (Génesis 34:25), pero Cristo repara en nosotros todas las grietas causadas por el pecado y por Satanás. Él venda «a los quebrantados de corazón» (Isaías 61:1). Así como la madre es más tierna con su hijo más enfermo y débil, Cristo Se inclina con más misericordia hacia el más débil. De igual forma, dota a las cosas más débiles del instinto de apoyarse en algo más fuerte como sostén. La viña se apoya en el olmo y, con frecuencia, las criaturas más débiles son las que tienen los refugios más fuertes. El hecho de que la Iglesia esté consciente de su propia debilidad la dispone a reposar sobre su Amado y a esconderse bajo Sus alas.
¿Quiénes son las cañas cascadas?
¿Pero cómo podemos saber que somos la clase de personas que pueden esperar recibir misericordia?
Respuesta: (1) Cuando el texto se refiere a los cascados, no alude a los que son humillados mediante cruces, sino a quienes por esas dificultades llegan a ver su pecado, el cual se convierte en la razón principal de su quebranto. Cuando la conciencia está bajo la culpa del pecado, cada juicio le recuerda al alma de la ira de Dios, y todas las inquietudes menores desembocan en esa gran inquietud de conciencia causada por el pecado. Todos los humores corruptos llegan a la parte enferma y amoratada del cuerpo1 y todos los acreedores se arrojan sobre el deudor cuando ha sido arrestado; de igual manera, cuando la conciencia ha sido despertada, todos los pecados pasados y las cruces presentes obran en conjunto para incrementar el dolor de la cascadura. Ahora, quien ha sido cascado no se conformará con nada más que la misericordia de Aquel que lo cascó. Él ha herido, y Él debe sanar (Oseas 6:1). El Señor que me ha cascado por mis pecados como yo lo merezco debe volver a vendar mi corazón. (2) Además, quien ha sido verdaderamente cascado considera el pecado como el mal más grande y el favor de Dios como el bien más grande. (3) Preferiría oír de misericordia que oír de un reino. (4) Tiene una baja opinión de sí mismo y piensa que no es digno ni siquiera de la tierra que está pisando. (5) No es crítico con los demás ―por ejemplo, no es obsesivo en el hogar―, sino que está lleno de simpatía y compasión hacia los que se encuentran bajo la mano de Dios. (6) Piensa que los que andan en los consuelos del Espíritu de Dios son las personas más felices del mundo. (7) Tiembla a la Palabra de Dios (Isaías 66:2) y honra incluso los pies de los instrumentos benditos que le llevan la paz (Romanos 10:15). (8) Está más absorto en los ejercicios internos del corazón quebrantado que en la formalidad, pero aun así es cuidadoso de usar todos los medios santificados para impartir consuelo.
Pero ¿cómo podemos llegar a ese estado mental?
Respuesta: primero, debemos concebir la cascadura como un estado al que Dios nos lleva y también como un deber que nosotros debemos cumplir. Aquí se entienden ambas ideas. Debemos unirnos a Dios para cascarnos a nosotros mismos. Cuando nos humille, humillémonos y no Lo resistamos, pues si lo hacemos, redoblará Sus golpes. Confesemos la justicia de Cristo en todos Sus castigos, sabiendo que todo lo que hace con nosotros es para hacernos volver a nuestros propios corazones. Su obra al cascarnos promueve que nos casquemos a nosotros mismos. Lamentemos nuestra propia perversión y digamos: «Señor, ¡qué corazón tan malo tengo que necesita todo esto, que nada de esto se haya podido escatimar!». Debemos asediar la dureza de nuestros propios corazones y acentuar tanto como podamos lo malo que es el pecado. Debemos mirar a Cristo, que fue molido por nosotros, mirar al que hemos traspasado con nuestros pecados. Pero ninguna instrucción bastará a menos que Dios nos convenza profundamente mediante Su Espíritu, poniendo nuestros pecados ante nosotros y haciendo que nos detengamos. Entonces clamaremos pidiendo misericordia. La convicción creará contrición, y la contrición nos llevará a la humillación. Por lo tanto, deseemos que Dios haga brillar una luz clara y fuerte en todos los rincones de nuestras almas y que la acompañe de un espíritu de poder para humillar nuestros corazones.
No podemos prescribir hasta qué punto debemos cascarnos a nosotros mismos, pero al menos debe ser (1) hasta que apreciemos a Cristo por sobre todo y veamos que debemos tener un Salvador, y (2) hasta que reformemos lo que está mal, aunque eso implique cortarnos la mano derecha o sacarnos el ojo derecho. Existe un menosprecio peligroso de la obra de la humillación, y algunos esgrimen como excusa para su trato casual con sus propios corazones el hecho de que Cristo no quebrará la caña cascada. Sin embargo, esas personas deben saber que no cualquier terror repentino ni cualquier dolor efímero nos convierte en cañas cascadas. Lo que nos hace cañas cascadas no es inclinar por un tiempo la «cabeza como junco» (Isaías 58:5), sino una obra en nuestros corazones que genera un dolor que hace que el pecado nos sea más odioso que el castigo y nos lleva a ejercer «violencia santa» contra él. Por el contrario, si nos favorecemos a nosotros mismos, estamos pavimentando el camino para que Dios nos casque y después tengamos que arrepentirnos amargamente. Admito que, en algunos casos, con algunas almas, es peligroso enfatizar esta cascadura con demasiada intensidad o por demasiado tiempo, pues pueden morir bajo la herida y la carga antes de volver a levantarse. Por eso es bueno alternarla con consuelo cuando nos estamos dirigiendo a congregaciones mixtas, de modo que cada alma reciba su porción debida. Pero si consideramos como verdad fundamental que hay más misericordia en Cristo que pecado en nosotros, no puede haber peligro alguno en el trato riguroso. Es mejor ir al cielo cascado que al infierno entero. Por lo tanto, no aflojemos la presión sobre nosotros demasiado pronto ni quitemos el bálsamo antes de que llegue la cura, sino que sigamos realizando esta obra hasta que el pecado sea lo más amargo y Cristo lo más dulce de todo cuanto existe. Además, cuando la mano de Dios de alguna manera está sobre nosotros, es bueno trasvasar nuestro dolor causado por otras cosas a la raíz de toda pena, que es el pecado. Que nuestro dolor fluya principalmente por ese canal, para que así como el pecado produjo dolor, el dolor consuma al pecado.
Pero ¿es cierto que no estamos cascados a menos que el pecado nos duela más que su castigo?
Respuesta: a veces, el dolor por los agravios externos oprime más nuestra alma que el dolor por la desaprobación de Dios porque, en esos casos, el dolor opera sobre todo el hombre, tanto