Canciones de lejos. David Ponce
de la música mexicana en Chile con sus actuaciones en los bares La Popular y El Tordo Azul del barrio Matucana y El Banco de Franklin, así también en boites del centro de Santiago como El Patio Andaluz y Casanova. En abril de 1944 cantaban en el programa semanal de Radio Agricultura llamado Rapsodia Panamericana, que era presentado como “Un saludo de la tierra de Méjico”. Su participación se realizaba en forma alternada con grabaciones de Agustín Lara, Pedro Vargas, Alfonso Ortiz Tirado y Jorge Negrete. “Me sobran los Valentinos, los Gardeles y Negretes”, cantaría Violeta dos décadas más tarde.
El cine mexicano, que trataba temas de charros, amores fatales o la dura vida del desposeído, en melodramas rurales y urbanos, incluía con bastante frecuencia canciones interpretadas por los propios protagonistas del filme o por artistas invitados. Sin duda que este cine, en especial el llamado ranchero, influyó en la popularidad de la música mexicana, que penetró hondamente en el corazón del chileno. La fama que Jorge Negrete tenía en Chile desde el impacto de su gira de 1946 continuaba con Pedro Infante, quien heredaría gran parte del público que dejaba Negrete luego de fallecer en 1953, y con Miguel Aceves Mejía, que empezaba a hacer giras hacia América del Sur acompañado de mariachis en 1954 y filmaría 64 películas entre 1955 y 1962, de amplia difusión continental. Asimismo, con el cine mexicano de temática urbana —de gánsteres, cabarés, mulatas de fuego y boleros—, continuó la difusión en Chile del cancionero de Agustín Lara, Pedro Vargas, María Antonieta Pons, Toña la Negra, Los Panchos y Libertad Lamarque, quien trabajaba en México, lejos del gobierno de Perón. Todos ellos se convirtieron en figuras de culto para el público chileno y latinoamericano.
Es así como la música mexicana, una vez consolidada como producto de exportación, alimentó el sentir y la imaginación de amplios sectores de chilenos que expandían sus horizontes culturales. Al mismo tiempo, esta música nutrió las carreras de muchos músicos nacionales, que pudieron vivir gracias a ella, proporcionándoles nuevos materiales para desarrollar expresiones modernas enraizadas en elementos tradicionales, que ponen de manifiesto aspectos comunes de la cultura mestiza latinoamericana.
Lucho Gatica y México: encadenados
Marisol García
No tenía aún ni la idea de una estrategia promocional, pero hacia la primera mitad de los años cuarenta Lucho Gatica ya había hecho de la radio de México una referencia clave en su vida de futuro gran cantante. Era una estación de radio de ese país, la XEW, la que el entonces escolar de Rancagua captaba por onda larga para acceder a la música que más lo inspiraba, el bolero latinoamericano de creadores vigentes.
La estación, identificada como “La voz de la América Latina desde México”, se distinguía desde la década previa como un surtidor regional de radioteatros románticos, impecables locuciones, estrenos de grandes autores como Agustín Lara, y canciones en las voces de Jorge Negrete, Los Panchos, Los Tres Diamantes, Elvira Ríos y Pedro Vargas, entre otras estrellas. Ofrecía el tipo de autoeducación que el joven Lucho Gatica buscó darse a la espera de pistas sobre su futuro en el canto, incluso antes de siquiera poder compartir esa afición con cercanos. El alumno de los Hermanos Maristas en el Instituto O’Higgins aprendía así por cuenta propia sobre compositores, arreglos de tríos, conjuntos y orquestas, entonaciones y repertorio.
Allí donde la gente captaba un terreno ancho e indefinido de canción romántica en castellano, Gatica persistía en el esfuerzo de formarse a sí mismo a través de la escucha y la práctica a solas, y era ya capaz de entrever matices, texturas y estilos, habiendo comprendido por su cuenta que el gran mercado de la música hispanoamericana constituía un tejido firme que urdía hilos y talentos múltiples.
Era un adolescente aún, pero incluso en el alcance a distancia de los 6 600 kilómetros entre Rancagua y Ciudad de México contaba con un radar musical activado y preciso. Estaba en esa edad en la que entusiasmo y metas se mezclan con ilusión vaga y ambición desmedida. Sin pruebas con las que justificar su ambición, Luis Enrique Gatica Silva sabía que tarde o temprano iba a poder él mismo sumarse a esa irresistible colmena de trabajo.
Diría mucho más tarde, ya instalado en México como una gran figura de la música y la cultura de ese país:
Fui valiente, lo reconozco, pero yo tenía esa convicción del artista: querer ser algo. En México estaban todos los cantantes que yo admiraba, y en su época de gloria. Era la capital del bolero; la competencia era ¡tremenda! Quién me iba a decir que yo iba a terminar trabajando con todos esos artistas que antes sólo escuchaba por radio.
Las anécdotas con la radio mexicana iban a aparecerse de nuevo en la trayectoria de ascenso de aquel Lucho Gatica en camino a ser nombre universal. Convertido ya en un cantante respetado en varios países de Sudamérica, seductor de masas en Cuba y con grabaciones significativas junto a gente como Vicente Bianchi, Roberto Inglez y Tom Jobim —“La resurrección del bolero”, así lo había llamado la revista Cruzeiro en su primera visita a Brasil—, el chileno llegó por primera vez a México en 1955. No cumplía aún los 30 años de edad, seguía soltero, y una habitación del Hotel Regis pasó a ser a la vez su hogar y centro de operaciones.
Acumulaba para entonces varias grabaciones importantes en Chile, Brasil, Perú e Inglaterra —ya estaba su nombre en ediciones de “Contigo en la distancia”, “Nadie me ama”, “Sinceridad” y el famoso “Bésame mucho”—, pero sin producción local ni contactos el desafío de la conquista de México era todavía palabras mayores, que no pocos cercanos le describían como una ilusión imposible.
Lejos de amilanarse, el chileno redobló energías y esfuerzos. Fueron su propia motivación e ingenio sus principales asesores en esa inicial promoción en el Distrito Federal (DF).
Debutó en ese país en el espacio televisivo de la cadena XEM AM Revista musical Nescafé, junto a la orquesta del cotizado José Sabre Marroquín (1909-1995). Compositor y arreglista, el nativo de San Luis Potosí contaba al momento de conocer al chileno con grabaciones junto a Pedro Vargas, Agustín Lara y Olga Guillot, entre varios grandes nombres, además del éxito de un bolero de su autoría, “Nocturnal”. Encargos no le faltaban, pero vio en Lucho Gatica algo tan especial que no dudó en renunciar a proyectos personales para convertirse primero en su asesor musical, y luego en su representante y manager, volviéndose clave para la expansión de la fama del cantante en México.
Sabre Marroquín estuvo en los arreglos de las primeras grabaciones de Lucho Gatica en México. El debut de su sociedad a través de “Historia de un amor / No me platiques” (Odeon, 1955) no pudo haber sido mejor escogido, al aunar los respectivos boleros de Carlos Almarán y Vicente Garrido, en nuevas versiones que en la voz del chileno iban a quedar fijados en el estatus de clásicos.
Era todavía la radio la plataforma más importante para dar a conocer nuevas voces, figuras y tendencias, y por eso el recién llegado Lucho Gatica creyó conveniente llevar siempre un pequeño aparato consigo. Ubicó un par de programas que acogía peticiones de los escuchas, y entonces comenzó él mismo a llamarles tres o cuatro veces al día para pedir su propio tema. “Ponía un pañuelo sobre el teléfono para ir cambiando la voz sin que me reconocieran”, recordó años más tarde el cantante con una sonrisa traviesa.
Contactos permanentes, por carta y teléfono, con compositores y músicos que despertaban su admiración llenaban su tiempo de trabajo como hoy lo haría quien teje aquello que llamamos red de contactos. Era el modo artesanal que tenía un chileno para ubicarse en una gran trama de trabajadores de la industria del espectáculo, a la que primero se asomó como admirador pero a la que no tardó en sumarse como protagonista.
Así, antes de cerrar la década de los cincuenta sucedió lo antes impensable: canciones de grandes autores mexicanos se hicieron famosas en su país de origen en la voz de un chileno. Esa discografía de auténtico cruce intercultural incluye las versiones que Lucho Gatica grabó de “El reloj” y “La barca” de Roberto Cantoral, “Encadenados” de Carlos Arturo Briz, y “Solamente una vez”, “Noches de Veracruz” y “María Bonita” de Agustín