La cronología del agua. Lidia Yuknavitch

La cronología del agua - Lidia Yuknavitch


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algún que otro lío más cuando viví sola, lo que me llevó a una nueva ronda obligatoria de terapia para desintoxicarme de las drogas y el alcohol, esta vez de seis semanas, en un sótano muy extraño de una clínica para personas desfavorecidas: pobres, mexicanos, madres solteras, afroamericanos y yo.

      Esta vez tenía que «dar sentido al tránsito de la vida derribando las barreras espirituales». Una consigna sanadora diferente. Más cristianos hipócritas y pretenciosos. Hasta había una mujer en las sesiones que se llamaba Dorothy, como mi madre, como en El mago de Oz. También cumplí mi condena y me fui con otro diploma. Créeme si te digo que acabé dando «sentido al tráfico de la vida». Con el tiempo.

      Así que esto no es una historia sobre la adicción.

      Es simplemente que tengo una hermana que, con diecisiete años, llevaba ya casi dos años yendo por ahí con cuchillas de afeitar en el bolso preguntándose si sería capaz de sobrevivir a la larga espera que le quedaba para dejar atrás su familia.

      Su primera ronda.

      Es simplemente que mi madre, una mujer de mediana edad, se atiborró de pastillas para dormir mientras estaba sola en casa con su hija la nadadora, que fue testigo de su voluntad.

      Su primera ronda.

      Y ahora ya sé qué voluntad era esa. La voluntad de algunas madres e hijas heredada por vivir en un cuerpo que puede portar vida o acabar con ella.

      La voluntad de destruir.

      Canción de amor tortuosa

      Philip acabó escribiéndome una canción. De verdad. Y no hablaba de cómo mi vida se alejaba vertiginosamente de la intrépida nadadora hacia la comodidad del letargo. Tampoco de los tres abortos que tuve antes de cumplir los veintiuno. Ni siquiera de lo mucho que gané chupándosela a texanos debajo de la mesa y bebiéndome su leche. Ni de todas las noches que le hice entrar en casas ajenas igual que mi padre entró en mí.

      La canción que me escribió era básicamente instrumental. Pero has de saber, y mi arcángel y su pareja pueden corroborarlo, que tocaba la guitarra acústica mejor que…, sí, mejor que James Taylor. Así que la canción se caracterizaba por un tono bastante épico, ya mucho antes de que el sello discográfico Windham Hill ganara renombre. Pero tenía un estribillo breve y lleno de ternura que salía como de la nada, más bien, salía del mismo corazón de la música, de lo más profundo. Dice así: «Children have their dreams to hang on to. How they fly, and take us to the moon. They flow from you. They flow from you».

      La primera vez que la escuché estábamos sentados en un tronco que había sido arrastrado por el agua, el día de nuestra boda, que fue en la playa de Corpus Christi, en Texas. Y yo no fui la única que se quedó sin respiración por el nudojoderquénudo en la garganta mientras de mis ojos manaba un agua salada que nada tenía que envidiarle al océano. Toda la cuadrilla allí reunida se puso a llorar a moco tendido. Nada, absolutamente nada de mí era merecedor de esa canción. Pero muy dentro de mí, en la caverna en la que la había escondido, había una niña muy pequeña y muy asustada que sonrió.

      ¿Es eso amor? ¿Qué era? Sigo sin saberlo. Quizá sí. Pero nadie sabe bien cómo referirse a él. Viene y va, como las canciones. Pero sí sé que es lo típico que pasa en los cuentos.

      Philip y yo intentamos seguir adelante como eso que llaman «casados». En Austin, Texas. No sé explicar por qué se fue a la mierda. Vale, es mentira, y muy gorda. Sé perfectamente por qué se fue a la mierda, pero no quiero tener que decirlo. Bueno, ya lo contaré más adelante, ¿vale?

      Mientras intentábamos comportarnos como un matrimonio en Austin, él consiguió trabajo en una empresa de rotulación; fue lo único que encontró. Eso es lo que pasa con los artistas: un hombre con el mismo talento que cualquiera de los pintores más respetados de la historia del arte acaba trabajando en una compañía de rotulación. Yo conseguí un trabajo en ACORN —sí, ese ACORN—, pero a mí no me importaban una mierda ni la humanidad, ni las causas comunes ni la comunidad. Por aquel entonces, poco quedaba que no me importara una mierda. Había fracasado tan estrepitosamente como deportista, como estudiante, como esposa y como mujer que me sentía como si me hubiera vomitado un animal. Era una bola de piel humana.

      Pero si hay algo que tengo claro es que las mujeres malparadas creemos que no nos merecemos que nos traten bien. De hecho, cuando lo hacen, nos desquiciamos un poco. Nos sentimos amenazadas. Mucho. Porque si admito lo muchísimo que necesito que me traten bien también tendré que admitir que escondí esa parte de mí que se lo merece en un pozo de tristeza. No estoy de broma. Es como abandonar a una niña en el fondo de un pozo porque es mejor que la vida que le espera. No maté del todo a la niña pequeña que tenía dentro, pero, joder, estuve cerca.

      Así que me puse manos a la obra y me lo cargué todo.

      Lo primero que hice fue emborracharme una noche y darle un puñetazo a Philip en la cara. Sí, le di un puñetazo justo en la cara al músico y pintor con más talento que he conocido en toda mi vida, y a su vez el hombre más pasivo y amable que jamás he conocido. Con todas mis fuerzas. ¿Quieres saber lo que le dije? «No anhelas nada. Tu indiferencia me está matando.» Elegante. Inteligente. Maduro. Emocionalmente impresionante. Soy igual que mi padre.

      Lo segundo que hice fue conseguir que me despidieran de ACORN, lo cual es difícil, pero lo odiaba. Odiaba tener que ir casa por casa bajo el sol texano para pedir dinero a unos gilipollas a quienes lo único que les importaba era su próximo café con leche y qué vaqueros más caros que mi alquiler se iban a comprar. Solía ir a unas diez casas o así, las justas para conseguir dinero para cerveza. Luego me sentaba en el bordillo, fumaba hierba y bebía. Y luego rellenaba las encuestas con direcciones y nombres falsos.

      La tercera cosa que pasó es que me quedé embarazada. Todavía no tengo claro cómo, porque tomaba la píldora. Y JT y yo cada vez hacíamos menos el amor, qué sorpresa. Pero un espermatozoide logró subir y, contra todo pronóstico, entrar. Se me partió el puto corazón.

      Mira, sin rodeos. Dejando a Philip al margen, mi yo de entonces habría abortado. Pero algo en él y algo aún más profundo dentro de mí, como una piedra azul lisa escondida, hizo que me fuera imposible elegir. Y, aun así, no era viable seguir fingiendo que la vida que teníamos juntos no era más que una canción country triste, así que cuando mi barriga empezó a transformarse en una montaña hice lo único que podía hacer teniendo en cuenta el Frankenstein que llevaba dentro. Llamé a mi hermana, que vivía y trabajaba en Eugene como profesora de Estudios Ingleses en la Universidad de Oregón, y le pregunté si podía irme a vivir con ella. A pesar de que me dejó sola cuando era pequeña; a pesar de los muchos años que nos llevábamos, y a pesar de su fructífera vida académica y de mi vida, una bola de fuego temeraria, lo cierto es que ambas nos habíamos convertido en mujeres adultas que tenían vidas de mujer adulta. Y eso significaba que teníamos algo en común: la tiranía de la cultura diciéndoles a las mujeres cómo deberían ser.

      No es posible explicar con palabras la rapidez y la seguridad con la que dijo que sí. Quizá llevara tiempo esperando a que volviera con ella, a cuestas con mi enorme barriga, para traer al mundo y criar juntas a un niño, para formar una familia atípica. Esa era la única historia que me veía capaz de vivir. Y a pesar de que se marchó y me dejó sola para poder sobrevivir, supo cómo hacer hueco para la hermana, el bebé y ella. Pero también sé que para ella fue un sacrificio acoger a una hija como si nada.

      Philip acabó yéndose a Eugene también, pero vivía en la otra punta de la ciudad. Apenas nos veíamos. Encontró trabajo en la librería Smith Family, y yo me puse a estudiar lengua y literatura. A veces nos topábamos y nos clavábamos la mirada, y a mí me costaba respirar. Me llevaba la mano al vientre para sentir lo que había entre nosotros. Era lo único que podía ofrecerle.

      Y esa es la razón por la que no quise contarlo antes. Yo era el problema. Yo soy la razón por la que lo dejamos. No podía con su amabilidad y su bondad. Pero tampoco podía cargármelas.

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