Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
sobre todo en el tratado de Karl Köppen, Friedrich der Grosse, Leipzig, 1840. Cfr. McLellan, 1969, p. 16.
[40] Una exploración en detalle de algunos de estos temas religiosos en Brazill, 1970, pp. 48-70; y Toews, 1980, pp. 141-202.
[41] Strauss, 1841, III, p. 95.
[42] Creo que Brazill (1970, pp. 17-18) no tiene razón al afirmar que las divisiones entre los miembros de la escuela hegeliana no se debieron a la ambigüedad en la filosofía de Hegel. Infravalora los problemas interpretativos en torno al dictum de Hegel sobre la racionalidad de lo real.
[43] La distinción, en Hegel, 1989, §6.
[44] Marx y Engels, 1998-, XXI, pp. 266-268.
[45] McLellan, 1969, p. 24. La nueva evolución crítica de la década de 1840 está bien resumida en Stepelvich, 1983, pp. 12-15.
V
HISTORIADORES Y JURISTAS
Donald R. Kelley
DERECHO Y PENSAMIENTO POLÍTICO
¿Qué relación existe entre el derecho y el pensamiento político en la historia moderna europea[1]? Podemos dar tres respuestas diferentes. Una deriva de lo que cabría denominar el modelo legislativo o estatutario de la filosofía jurídica, que, siguiendo el buen precedente clásico, identifica a la ley con la voluntad del soberano, tanto si la forma de gobierno es monárquica como si es republicana. En el siglo XVIII el paradigma legislativo se aprecia en la teoría y práctica del despotismo ilustrado y, sobre todo, en el movimiento codificador que hubo en muchos estados europeos, incluidas Francia, Prusia y Austria (Tarello, 1976; cfr. Wisner, 1997). Con los códigos europeos, redactados según el modelo del Corpus Iuris Justiniani (529-533 d.C.), se pretendía organizar todo el derecho privado (sobre todo lo referente a las personas y la propiedad) en un único sistema para así politizarlo directa o indirectamente. La agenda se cumplió en el caso del famoso Código Napoleónico, como reconocen monárquicos del calibre de Joseph de Maistre, Louis de Bonald y Friedrich von Stahl, así como utilitaristas de la talla de Jeremy Bentham y John Austin, que definían a la ley simplemente como una orden del poder soberano.
La segunda de las respuestas tradicionales a nuestra pregunta está asociada al modelo judicial y sitúa a la política en el campo, más amplio, del derecho y de la jurisprudencia (en forma de ley pública), considerada una venerable tradición profesional y «científica». La Doctrina Pandectarum (1838) de C. F. Mühlenbruch, por ejemplo, que sirvió de manual a Karl Marx y a muchos otros estudiantes de derecho, empieza con un estudio introductorio sobre las fuentes autorizadas del derecho y con una historia de la tradición juridicista desde la Antigüedad. Prosigue hablando de la «ley general», de su definición, divisiones e interpretación para, finalmente, llegar a la parte «especial» del derecho, es decir, al derecho privado, dividido, al modo del derecho romano en derecho de personas, cosas, acciones y obligaciones en el seno de agrupaciones sociales o institucionales mayores, incluidas la familia, las corporaciones y otras «personas ficticias», cuyo culmen es el estado (civitas o respublica). En este modelo, la autoridad política se consideraba una parte (el nivel más alto y también el último) del sistema jurídico (Mühlenbruch, 1838; cfr. Cappellini, 1984-1985, II).
El tercer modelo considera que el derecho es la expresión de la voluntad popular y, evidentemente, se ha asociado a la voluntad general de Rousseau (Riley, 1986). El concepto tenía raíces filosóficas y religiosas, y se veía reforzado por la antigua regla de la jurisprudencia: Salus populi suprema lex esto, recogida en las Doce Tablas romanas; pero también tenía una expresión más concreta, a saber, la tradición medieval del derecho consuetudinario (Kelley, 1990, pp. 131-172, 1991, cap. 6). En 1789 el corpus de costumbres en Francia pereció junto con el Antiguo Régimen, pero su espíritu sobrevivió en la Revolución de diversas formas. Los académicos alemanes solían distinguir la ley estatal (Staatsrecht) de la ley hecha por el pueblo (Volksrecht) y de la ley basada en una decisión judicial (Juristenrecht) (Beseler, 1843). Era la segunda la que, no sólo despertaba la nostalgia del viejo orden, sino que, además, suscitaba sueños de justicia social e incluso de un futuro «socialista», en el que el derecho no sería ni una creación política ni una acumulación de derechos individuales, sino más bien expresión de las necesidades e ideales sociales por las que deberíamos juzgarlo y a las que, en último término, debería estar sujeto. Esta idea del derecho se asociaba sobre todo a críticos radicales como Marx y Proudhon, aunque más tarde se infiltraría en el ámbito de la abogacía francesa adoptando la forma de droit social y dando lugar a la jurisprudencia sociológica (Gurvitch, 1932).
Estos tres paradigmas del derecho –el legislativo, el judicial y el social– son tres tipos ideales ya que, en la práctica, sobre todo desde el punto de vista de los académicos del derecho y de la historia, pocos gobiernos, ni siquiera el de Bonaparte, se habían regido o se regían exclusivamente por un modelo. La vieja y aún controvertida teoría del «gobierno mixto» se basaba en un concepto del derecho surgido de múltiples fuentes. Según la historia del derecho, el derecho romano había recurrido a fuentes populares, judiciales, senatoriales e imperiales hasta que Justiniano decidió (en vano, nos dice la historia) recopilarlo por deseo imperial. Sólo en teoría (en las teorías de Ulpiano, Bodino, Austin o Stahl) se aunaban ley y legislación de forma lógica y no ambigua (Hinsley, 1986).
Estos tres enfoques corresponden a las tres sedes de la autoridad en el siglo XIX: el Estado omnicompetente, el establishment judicial independiente y la «sociedad civil» en sentido amplio. No se corresponden con la práctica jurídica o política, pero muestran los argumentos y razones de las posturas enfrentadas en el pensamiento político, jurídico e histórico del siglo XIX. También reflejan un debate triangular que sigue siendo de actualidad en la arena pública: la cuestión de si la autoridad debería residir en el Estado, en el pueblo o en una elite de expertos que habla en nombre de ambos.
Lo que imprimió a estas cuestiones cierto carácter de urgencia e inmediatez en el siglo XIX fue la experiencia de la Revolución francesa, que se convirtió en el foco de atención de todo debate jurídico o histórico. Los liberales y socialistas la consideraban el inicio de un glorioso futuro en nombre de la perfectibilidad y el progreso, y los conservadores y reaccionarios la denunciaron como la fuente de todo mal en el mundo. Pero, tanto si se la contempla como la culminación de las fuerzas de la nación como la despótica némesis de la independencia nacional, la Revolución sigue siendo un gran reto para los historiadores, un modelo para la teoría política y una prueba para los metarrelatos políticos a gran escala (Lucas, 1988).
En el siglo XIX, el concepto general de «revolución» tuvo gran importancia en el pensamiento político, no sólo como fenómeno, un rasgo peculiar de la historia moderna desde la Guerra Civil inglesa, sino también como núcleo de cuestiones sobre la estructura social y el cambio político. Para los historiadores, la revolución era un conjunto de acontecimientos extraordinarios y dramáticos que suponían un reto para su capacidad de interpretación. Para los juristas era una ruptura de la continuidad que no sólo amenazaba a la legitimidad de las instituciones existentes, sino asimismo a sus presupuestos y viabilidad. Para los pensadores políticos, un punto de intersección entre el ejemplo más duro para la ciencia política y el juicio de valor político más fundamental. Tras 1815, el debate sobre la naturaleza de la revolución tuvo lugar entre dos extremos. Uno de ellos consideraba que el año 1789 era la fuente de todos los problemas del momento, y el otro lo alababa como la gran esperanza para el futuro de la humanidad. En cierto modo, fueron los historiadores y los juristas quienes intentaron mantener este diálogo a un nivel cívico y práctico.
A largo plazo, la sociedad europea que había surgido de los calamitosos