Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
sin estar en contra de la Ilustración. Pero no todos los contrarrevolucionarios fueron tan moderados. En parte debido a su procedencia calvinista y en parte porque no defendía, como Montesquieu o Burke, la necesidad de mantener cuerpos intermedios, a Mallet du Pan no lo alteró especialmente el proceso de descristianización instigado por la Revolución. Si bien deploraba la «furia sin piedad» en la persecución a los clérigos, se mostraba menos contrario a su expropiación y a la abolición de los privilegios del clero (Godechot, 1972, p. 75). Según otros teóricos contrarrevolucionarios, en cambio, la religión, o la irreligiosidad, era el núcleo de todo lo malo de la Revolución; me refiero a esos pensadores de la década de 1790 a los que se suele denominar los «teócratas».
JOSEPH DE MAISTRE Y LOUIS DE BONALD: EL TRONO Y EL ALTAR
Joseph de Maistre (1753-1821) y Louis de Bonald (1754-1840) fueron contemporáneos y ambos reconocían que escribían cosas parecidas. «Nunca he pensado nada que tú no hubieras escrito antes, ni escrito nada que tú no hubieras pensado antes», escribió Maistre a Bonald (citado en Godechot, 1972, p. 101). Ambos iniciaron sus carreras políticas en la plataforma de la reforma pragmática. Maistre fue primero substitut y después senador en su Saboya natal, y en sus escritos prerrevolucionarios se revelaba como un adversario del despotismo y un defensor de la monarquía reformada. Esperaba, a la manera de Montesquieu, que el fortalecimiento de los cuerpos intermedios (los parlements en Francia y el Senado en Saboya) bastara para contrarrestar los abusos de las monarquías europeas y reforzarlas. «Hay que repararlo todo continuamente para que el edificio no se desmorone», explicaba (citado en Darcel, 1988a, p. 179). Bonald era más reformista. Como alcalde de Millau, una ciudad dedicada a la producción de queso Roquefort y de guantes, situada en la región francesa de Rourgue, Bonald pasó la década de 1780 intentando revitalizar el gobierno municipal y crear un espíritu rousseauniano de servicio público poco habitual en los rígidos gobiernos centralizados de los Borbones (Klinck, 1996, pp. 25-34). Apoyó tanto la revolución aristocrática de 1777-1778 como, inicialmente, la de 1789-1790, pues consideraba que era una buena oportunidad para los gobiernos locales. No rompió definitivamente con la Revolución hasta 1791, tras la controvertida decisión de la Asamblea Nacional de hacer jurar a los clérigos la nueva constitución. Huyó con sus hijos a Heidelberg, donde permaneció hasta 1795, escribiendo su Teoría del poder político, que publicó en 1796. Maistre, a quien desagradaban profundamente los cambios drásticos, había roto con la Revolución mucho antes que Bonald. Ya en junio de 1789, expresaba su terror ante la transformación de las instituciones políticas francesas. En septiembre de 1792 huyó de Chambéry al norte de Italia (primero a Aosta y luego a Turín), trasladándose a Lausana ese mismo año, donde organizó toda una red de espionaje para la Corona de Saboya y donde escribió el fino volumen que le dio reputación: las Consideraciones sobre Francia.
Ambas obras eran muy diferentes. En las Consideraciones, Maistre se refería explícitamente a la Revolución francesa, mientras que la Teoría de Bonald era mucho más abstracta y trataba de las leyes fundamentales que rigen la existencia humana desde el inicio de los tiempos. Pero en ambas obras se señalaba el vínculo inextricable entre política y religión. «Todos estamos atados al trono del Ser Supremo con una cadena que nos limita sin esclavizarnos» es la famosa primera frase de las Consideraciones (Maistre, 1994, p. 3). Para Maistre, la Revolución francesa era un suceso sobre todo «antirreligioso» que, por medio de sus ataques al cristianismo, no hacía sino confirmar que toda institución importante en Europa estaba «cristianizada». «[L]a religión está presente en todo, lo anima y sostiene todo» (Maistre, 1994, p. 42). Bonald estaba de acuerdo: para él, la sociedad civil era la unión de la sociedad religiosa y la política[4], lo que implicaba que había que unir una Iglesia renovada a una monarquía revitalizada.
Durante la Restauración y después, tras la publicación de su libro Du Pape (1819), Maistre se labró una reputación de católico ultramontano, de defensor ortodoxo del papado contrario a las «libertades galicanas» de la Iglesia de Francia. En Du Pape, Maistre decía esperar sinceramente que los ateístas se convirtieran a la fe y que el resto de las confesiones volvieran a la fe de Roma. Había pasado varios años en la corte del zar Alejandro I (1803-1817), donde quiso convertir al catolicismo, con cierto éxito, a muchos amigos ortodoxos rusos. El objetivo principal de Maistre en Du Pape era devolver al papado la gloria de la que gozaba en la Edad Media, antes de que lo debilitaran la Reforma y las críticas ilustradas del siglo XVIII. En su opinión, el papa era el auténtico arquitecto del esplendor europeo, y Francia una nación designada por la Providencia para ayudar a Roma en el ámbito secular (Armenteros, 2004, pp. 103-109; Maistre, 1852). Maistre lamentaba que los reyes franceses se hubieran infectado de jansenismo y de galicanismo, porque eso había causado incertidumbre y les había impedido cumplir su vocación. Afirmaba que los gobernantes políticos debían redescubrir aquello que tenían en común con el papa; una entidad que «gobierna y no es gobernada, juzga y no es juzgada» (Maistre, 1843, p. 16). Carl Schmitt denota la influencia de Maistre cuando escribe que el soberano es «la instancia de decisión última por su propia naturaleza» (Schmitt, 2007, p. 43; cfr. asimismo Spektorowski, 2002 sobre las similitudes y diferencias entre Maistre y Schmitt). «La infalibilidad en el orden espiritual y la soberanía en el orden temporal son sinónimos», escribió Maistre en su Lettre sur le Christianisme (citado en Lebrun, 1965, p. 135).
Pero el apego a la infalibilidad no quería decir ortodoxia. Tanto Maistre como Bonald asumieron la defensa de la utilidad social de la religión más allá del dogma católico estándar. Las ideas de Maistre debían mucho a su inmersión juvenil en escritos (y prácticas) masónicos e iluministas, que le influyeron al menos tanto como las enseñanzas ortodoxas de la Iglesia, aunque nunca pareció tomar nota del problema (cfr. Buche, 1935; Dermenghem, 1979). El enemigo real era la falta de fe. En las Consideraciones predijo «una lucha a muerte entre el cristianismo y el filosofismo», siendo así que el resultado sería un cristianismo «rejuvenecido» (Maistre, 1994, p. 47). Bonald también imaginó que, tras medio siglo de irreligiosidad creciente, surgiría un cristianismo reforzado con algunos elementos poco ortodoxos. Los philosophes se equivocaban al considerar a la religión un asunto privado, pues era lo que mantenía unida a la sociedad. Bonald suscribía el sueño de Rousseau de hallar una religión cívica similar al paganismo romano, pero, al contrario que el ginebrino, creía que se podía remodelar el catolicismo hasta convertirlo en esa religión. En su Teoría del poder político, Bonald propuso erigir un gran edificio piramidal, símbolo gigantesco de un poder triádico, donde se celebrarían grandes rituales nacionales como enterramientos o coronaciones: un templo a la Providencia (Klinck, 1996, p. 76).
Providencia y sacrificio eran elementos esenciales de la política de Bonald y Maistre. «Con el hombre surge la religión: con la religión empieza el sacrificio», escribió Bonald (Bonald, 1864, I, p. 493). Tomó la fe de Condorcet en la infinita perfectibilidad del hombre y la convirtió en la perfectibilidad infinita de las instituciones sociales: lo denominó la «religión de la sociedad» (Klinck, 1996, pp. 97, 78). Para los individuos, en los que Bonald había perdido la fe, esto suponía la subordinación progresiva del yo al conjunto de lo divino. «Los hombres son infelices porque son mortales; todos son castigados; son culpables; de manera que la voluntad, el amor y la fuerza evidentemente han degenerado y están sin regular» (citado en Quinlan, 1953, p. 52). A Maistre también le preocupaba el problema del mal. Opinaba, como los philosophes, que el universo funcionaba con precisión newtoniana, y se refería a Dios como el «Eterno Geómetra», un cliché del siglo XVIII. Pero, al contrario que ellos, creía tanto en la providencia particular como en la general. Maistre recurrió a la imagen deísta ilustrada de Dios como relojero (Maistre, 1994, p. 3), sin perder la feroz convicción antideísta de que Dios podía interferir en la historia secular siempre que quisiera y donde deseara: «La Providencia quiso que los septembristas dieran el primer golpe para que la justicia misma acabara envileciéndose» (Maistre, 1994, p. 6).
Esto agravaba el problema del mal. «El mal existe y no puede proceder de Dios», escribe en su Examen de Rousseau, pero ¿cómo puede entonces no proceder de Dios, dada Su omnipotencia? (citado en Lebrun, 1965, p. 31). Maistre respondía que se trataba de un «castigo» y escribe en sus Veladas que el mal no es necesario, pero, teniendo en cuenta la naturaleza corrupta del hombre, es permanente. El hombre clava