La Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en la Valencia ilustrada. Autores Varios

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pero en contrapartida, los jesuitas ejercerían el magisterio de Gramática en las escuelas que construiría la ciudad. Era una exclusiva que vulneraba los Estatutos del Estudi General, y que produjo apasionadas polémicas y la ruptura de amistades como la de Mayans con los PP. de la Compañía. Por lo demás, es conocida la leyenda-historia de la traición de que Daubenton comunicó al Gobierno francés la noticia anticipada del deseo de Felipe V de renunciar al trono a favor de su hijo Luis I (Alcaraz, 1995: 42).

      Con la muerte del P. Daubenton en 1723 ocuparon el confesionario regio dos jesuitas menos enérgicos y, quizá debido a las circunstancias, menos intervencionistas en aspectos culturales. Alcaraz Gómez, que ha estudiado la actividad de los jesuitas confesores de los primeros borbones, escribe con claridad:

      A ello contribuyeron varios factores: el carácter del confesor de turno –enérgicos como Daubenton, Robinet, Fèvre y Rávago; acomodaticio y negligente en el caso de Clarke; poco relevante en Bermúdez, y apenas perceptible en el padre Marín, confesor de Luis I (1995: 48).

      De hecho, los dos confesores españoles (Bermúdez y Marín) se vieron inmersos en las intrigas políticas que acompañaron el breve reinado de Luis I y el retorno al trono de su padre Felipe V, con la decisiva intervención de Isabel de Farnesio. De ahí que apenas conozcamos actividad alguna de ambos confesores en relación con los ilustrados valencianos.

      En 1727 accedió al confesionario regio el P. Guillermo Clarke, jesuita irlandés, calificado por Alcaraz como «acomodaticio y negligente». Y Clarke sí tuvo que ver con los ilustrados valencianos por su larga y compleja relación con Mayans. En otras ocasiones he explicado la gran paradoja que, siendo don Gregorio un heredero de familia austracista, llegara a bibliotecario de Felipe V, y precisamente por el favor de los austracistas: del cardenal Cienfuegos, exiliado en Roma, y del embajador de la República de Génova (José Octavio Bustanzo). De hecho, el P. Clarke firmaba el nombramiento de Mayans como bibliotecario real el 6 de octubre de 1733. Pero una cosa era el nombramiento y otra muy distinta las posibilidades de acción de que don Gregorio disfrutó. Porque el intento del erudito de ganar la voluntad del secretario de Estado José Patiño, verdadero dueño del poder político, por medio de una conocida Carta pública con un ambicioso proyecto de reformas culturales, constituyó un fracaso.

      Patiño conocía personalmente la vinculación de la familia Mayans con el archiduque, puesto que era intendente en Cataluña durante la Guerra de Sucesión. Rechazó los planes del erudito y se opuso a que se le concediera la plaza de cronista de Indias e incluso la Secretaría de Estado para redactar cartas latinas, que le había prometido el P. Clarke. El P. Confesor, según su carácter, se acomodó al criterio del poder político y abandonó al joven bibliotecario real, que dejó la corte en 1739. Su intento de influir en la política cultural del Gobierno borbónico no encontró la acogida favorable (Mestre, 1999 y 2003). En cambio, el P. Clarke sí apoyó los intereses de la Compañía en el asunto de las escuelas de Gramática, contrarias a los Estatutos del Estudi General.

      A la muerte del P. Clarke, dos jesuitas de fuerte carácter e intervencionistas ocuparon el confesionario regio; mientras vivió Felipe V, el francés Jaime Antonio Fèvre, y en la primera etapa del reinado de Fernando VI, el cántabro Francisco de Rávago. Hay, dentro de las diferencias en su actividad, un punto común: su interés por aumentar el regalismo de la monarquía española en sus polémicas con Roma. Fèvre dirigió la política eclesiástica del secretario de Estado, Villarias, y, en las polémicas con el nuncio y con el mismo papa Benedicto XIV, se valió de los conocimientos históricos y jurídicos de Mayans. Claro que, muerto Felipe V y cambiado el equipo de gobierno, don Gregorio quedó sin premio y su actividad ignorada. La gestión de Rávago, que estaba apoyado por Carvajal y Ensenada, utilizó un instrumento cultural, creando una Comisión de Archivos, dirigido por el también jesuita Andrés Marcos Burriel.

      Aspectos curiosos en estas polémicas. Mayans no quiso, escarmentado por el fracaso anterior, participar en la Comisión, aunque, una vez firmado el Concordato de 1753, colaboró en la redacción de las Observaciones, encargadas por el marqués de la Ensenada, y quedó de nuevo sin premio y éstas inéditas (Mestre, 1968 y 1999). En contraste, Pérez Bayer participó en la Comisión y, como premio, recibió por gracia del Gobierno (es decir, del P. Confesor Rávago) un canonicato en la catedral de Barcelona y una beca para ampliar estudios en Roma.

      LA CONQUISTA DE LA CORTE POR LOS VALENCIANOS

      La exposición anterior demuestra la gran influencia cultural de los jesuitas, en gran parte debida, menester es decirlo, a los favores de los borbones por medio de sus diferentes gobiernos. Por eso, resulta tan sorprendente el decreto de extrañamiento, sin duda el acto más despótico del reinado de Carlos III.

      No hay duda de que la influencia cultural de la Compañía era grande y así lo reconocían amigos y enemigos. Burriel, al recibir el encargo de dirigir la Comisión de Archivos, redactó un ambicioso proyecto, que tituló «Apuntamientos de algunas ideas para fomentar las letras» (Echánove, 1967). En él confesaba sin rubor y con sincera convicción que sin los jesuitas no se podía llevar a cabo ninguna reforma cultural seria en España.

      Influencia confesada, asimismo, por sus émulos manteístas. Cerdá y Rico escribía a Mayans el 7 de abril de 1767, apenas expulsados los jesuitas:

      Ahora es la ocasión más a propósito para que levanten la cabeza las letras, pues se ha quitado el mayor estorbo... Ninguna ocasión mejor que ésta para reformarse los estudios en España (Mayans, 1998).

      Más explícito todavía fue Mayans en carta al ministro Roda:

      Aquí la juventud está animosa para llenar el vacío que han dejado los de la Compañía que, aunque estava vanamente ocupado, por fin era grande, i toda la habilidad consiste en que los maestros que pueden aver suplan con la facilidad del método y solidez de la enseñanza lo que les falta saber (5-V-1767, Mayans, 2000: 225).

      Queda claro el deseo de los manteístas de llenar, con el favor del Gobierno, el vacío cultural dejado por los jesuitas. También en el caso concreto que nos ocupa. Era la hora de los tomistas. Era la hora de Pérez Bayer.

      Los trabajos de Enrique Giménez (1990; 2006) han demostrado que, durante las primeras décadas posteriores a la Guerra de Sucesión, los gobiernos de Madrid siempre miraron a los valencianos como rebeldes y peligrosos. Ese concepto se extendía a los hombres de letras. Hubo una excepción: Jorge Juan. Como guardia marina realizó trabajos al servicio del Estado: viaje a América para medir un grado del meridiano terrestre, espía industrial o tareas diplomáticas (A. Alberola, 2006). Otros intelectuales, cuya actividad quedaba dentro de nuestros límites territoriales (Tosca, Corachán o Miñana), no sufrieron discriminación alguna. Pero cuando nuestros hombres de letras se acercaron a la Corte y al centro del poder, fueron rechazados sin contemplaciones. Así, el deán Martí, que vio impedido su acceso a bibliotecario mayor del monarca, por considerársele austracista y enemigo de los jesuitas. Y a Gregorio Mayans, que fue nombrado bibliotecario del rey por el favor de los austracistas (¡extraña paradoja!), no se le permitió desarrollar actividad cultural alguna (Mestre, 1999).

      Sin embargo, a mediados de siglo, la actitud de los gobernantes respecto a nuestros hombres de letras cambió. En el verano de 1751, el catedrático de medicina jubilado, Antonio García y Cervera («García el Gran»), fue llamado a la Corte para atender a la reina Bárbara de Braganza. Y todos los testimonios manifiestan la buena acogida recibida: «Su santa sinceridad y su habilidad le han granjeado en Palacio el aplauso» decía Asensio Sales a Mayans el 6 de octubre de 1751 (Peset, 1975: 325, 8). Blas Jover, Fiscal de la Cámara del Consejo de Castilla, escribía el 28 de agosto de 1751:

      El Dr. García está muy bien admitido en esta corte, y saliendo todos los días la Reina nuestra Señora me parece que con su conocido alivio no dejará de conseguir sus ventajas y la de su universidad.

      Poco pudo gozar el Dr. García de su éxito, pues, dada su avanzada edad, murió pronto. Pero, como pronosticaba Jover, su faena favoreció al Estudi General, y su discípulo Andrés Piquer fue llamado a la Corte. El mismo Jover confirma esa conexión y las razones de la llamada de Piquer a Madrid:

      Es cierto que nuestro Dr. García está bien admitido en toda la Corte, lo cual no es poco,


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