Episodios republicanos. Antonio Fontán Pérez

Episodios republicanos - Antonio Fontán Pérez


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Maciá.

      Para completar el cuadro, examinemos brevemente las ideas y la acción del Gobierno, el programa que, desde el poder, se ofrecía a este pueblo dividido en todos los sentidos de la rosa de los vientos de la vida pública, la acción revolucionaria y el intento de vuelta a la normalidad política por la única vía de los comicios, en su versión frustrada —elecciones para diputados a las Cortes o en la etapa del Gobierno Berenguer— y en su versión final y liquidadora —elecciones municipales o Gabinete Aznar—.

      Como ya se ha dicho, el Gobierno Berenguer no hizo una declaración oficial de programa y de propósitos hasta el 18 de febrero, cuando algunas frases transmitidas por la prensa y los decretos que inundaron La Gaceta en los primeros días del mes habían indicado ya inequívocamente las metas a que aspiraba. La gran palabra del día era la pacificación de los espíritus, y el medio técnico que se empezó a aplicar a su servicio, la amnistía. Afectaba esta a los militares hasta liquidar definitivamente el pleito y las sanciones impuestas a los conspiradores de 1926 y 1929; pero afectaba también a los presos políticos, incluso a los autores de atentados que de algún modo pudieran tener carácter político.

      A estos propósitos morales se unían otros mucho más concretos. El Gobierno aspiraba a restablecer el orden jurídico manteniendo la paz pública, mientras se preparaba «la reorganización definitiva de los poderes del Estado». Se constituyeron ayuntamientos y diputaciones de notables hasta que el cuerpo electoral pudiera establecer la definitiva composición a estas corporaciones. Era también idea del Gobierno Berenguer restablecer la libertad de prensa y la plena vigencia de la Constitución del 76, con sus dos Cámaras y el libre juego de unas instituciones, cuyas deficiencias de funcionamiento o de adaptación a la realidad nacional habían determinado la dictadura en 1923.

      Es interesante considerar las dos perspectivas partidistas y erróneas desde las que se ha tendido a juzgar en la literatura política española la etapa de Berenguer. Unos, los partidarios incondicionales del general Primo de Rivera, solo ven en el Gobierno Berenguer un propósito deliberado de hacer «borrón y cuenta nueva» y destruir la obra de la dictadura. Otros, los panegiristas de la izquierda, consideran que se trata de un periodo de reacción enmascarada, tras cuyos actos hay que ver el espíritu absolutista del monarca o la pasión de poder de los militares, que no querían, en modo alguno, soltar los timones gubernamentales. En realidad, en el planteamiento del Gobierno Berenguer y en su gestión política hay un mayor espíritu de continuidad del que los primeros creen, y un más sincero propósito de «restablecer la legalidad» de lo que opinan los segundos.

      El teniente general Dámaso Berenguer y Fusté era un militar de carrera brillante que había hecho las campañas de Cuba y Filipinas y la de Marruecos y había alcanzado el empleo máximo de teniente general antes de los cincuenta años. Después de un complejo proceso por las eventuales responsabilidades en un desastre ocurrido en África bajo su mando, Berenguer fue declarado exento de culpa y honrado con el título nobiliario de conde de Xauen, precisamente en los tiempos del general Primo de Rivera. Después había desempeñado la Jefatura de la Casa Militar del Rey, sin intervenir en la política. Una vez, antes de la dictadura, en 1918, había sido —por pocos meses— ministro de la Guerra en un Gobierno liberal de concentración. Pero hombre de familia y educación castrense —tenía otros dos hermanos generales— había sido considerado siempre como un militar apolítico. Su nombre fue uno de los tres que el propio Primo de Rivera ofreció al rey como posible jefe de Gobierno para sucederle en aquel nervioso día 28 de enero, fecha de su dimisión.

      Berenguer, ciertamente, no quiso acceder a la petición de Primo de que quedaran en el Gobierno algunos de sus ministros técnicos —Economía, Fomento, Trabajo—, pero en el ambiente de la crisis esto probablemente era un imposible. En cambio, escogió otros de la lista de posibles ministros que Primo le había entregado al rey: el duque de Alba, Argüelles, Matos.

      Los nuevos ministros eran, en su mayoría, conservadores u hombres sin partido. Entre los primeros estaban Estrada, Matos, Montes Jovellar (ministro desde noviembre y antes subsecretario de Gobernación), Argüelles y algunos otros. Entre los segundos, el duque de Alba y los militares Tormo y Waiss.

      El nuevo Gobierno de 1930 se proponía sencillamente algo de lo que siempre había hablado Primo de Rivera: «Volver a la normalidad». Solo que intentaba hacerlo por la vía de la vieja Constitución, suspendida en 1923, en vez de soñar con producir otra nueva, como —inútilmente— había intentado el dictador. El hecho de que el conde de Xauen no lograra el restablecimiento de la normalidad ansiada por todos los políticos se debió, quizá en parte, a ciertas lenidades en la gestión del Gobierno, pero fundamentalmente a que esta normalidad era un sistema que había agotado su vigencia ya antes de 1923, incapaz de despertar ilusión en los sectores más dinámicos de la sociedad. También era consecuencia de que los demonios de la pasión andaban ya sueltos por el cuerpo de España, prontos a estallar en cuanto desaparecieran las coacciones del gobierno autoritario y de la censura, levantada por Berenguer en septiembre, y se restablecieran de algún modo las libertades públicas de asociación y de palabra.

      Los antiguos políticos se hallaban divididos y desorientados en la forma que hemos repasado brevemente. Frente a la agitación revolucionaria de republicanos, socialistas y sindicalistas, que pronto formaron un único frente antimonárquico, los partidarios de la Corona se hallaban infinitamente troceados en grupos, camarillas y personalidades sueltas. Muchos de ellos emprendieron una carrera demagógica de ataques a la dictadura que el Gobierno habría querido evitar a toda costa. Pero, en definitiva, el proyecto de Berenguer era casi lo único posible entonces para intentar sostener la paz pública y la monarquía. La otra solución alternativa hubiera sido una nueva dictadura, o un régimen antidemocrático, que ningún grupo político y ningún sector social estaba entonces dispuesto a aceptar en España.

      Una prueba de ello es lo ocurrido con el proyecto de convocatoria de elecciones a diputados a Cortes. Su fracaso determinó la caída del Gobierno Berenguer, en febrero de 1931. El proceso de anuncios de abstención que determinaron su abandono fue el siguiente: primero los republicano-socialistas, unidos ya definitivamente desde agosto, anunciaron su abstención, después los sindicalistas, más tarde los monárquicos llamados constitucionalistas, un grupo procedente de todos los partidos antiguos que propugnaba unas nuevas Cortes constituyentes y nada más, y, por último, los desmantelados restos del partido liberal —el conde de Romanones y García Prieto—. O sea, precisamente las fracciones que tenían algunas posibilidades de salir beneficiadas del resultado electoral. Estas abstenciones hacían técnicamente imposible la celebración de los comicios, ya que, retirados los partidos, no era concebible la presentación de personalidades sueltas. Berenguer, en sus Memorias, ha publicado las conclusiones a las que llegó el Ministerio de la Gobernación en sus sondeos electorales.

      Esta tarea, propiamente política, fue encomendada al subsecretario de Gobernación, Montes Jovellar, luego ministro de Justicia. Berenguer elogia este trabajo y es el único que publicó los datos. Las cifras no han sido desmentidas por nadie: anunciaban que solo en ocho distritos, de un total de casi cuatrocientos, aparecía como previsible la victoria de un candidato republicano-socialista, mientras que parecía seguro que podría triunfar un centenar de conservadores.

      Una vez que se decidió prescindir de la convocatoria de Cortes ordinarias, Berenguer dimitió para dar paso a un Gobierno de concentración, calificado de pintoresco por uno de sus miembros, el duque de Maura, tejido por la mente inquieta del conde de Romanones, al frente del cual se colocó a un anciano almirante, descendido de improviso sobre la presidencia, procedente —como se ha dicho— «políticamente de la luna y geográficamente de Cartagena». Este Gobierno anunció las elecciones municipales: un panorama completamente distinto del que planteaban las legislativas, con las que solo tenían de común la desorganización y las rivalidades mutuas que distinguían a los monárquicos de entonces.

      Las palabras habían comenzado con el discurso de Sánchez Guerra en la Zarzuela, y, antes aún, con el de un ateneísta poco conocido del público general, antiguo reformista de Álvarez,


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