Tierra y colonos. José Ramón Modesto Alapont

Tierra y colonos - José Ramón Modesto Alapont


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supone en ocasiones una menor capacidad de iniciativa o mayores dificultades para introducir la innovación. Pero es un grado en esa amplia gama que separa el comportamiento pasivo del emprendedor. Es menos «empresarial» que la inversión directa, pero es igualmente una forma de implicación en el cultivo y una posible vía de incorporación de innovaciones a la agricultura, en la que el papel del cultivador gana protagonismo, pero que necesita la colaboración del propietario.

      Comprender el marco en el que actuaba el arrendamiento supone también adentrarse en un conjunto de comportamientos sociales que condicionan el funcionamiento del mercado. Hemos defendido que los contratos salvaguardaban la libre disponibilidad de las tierras. Pero este marco «legal» debe situarse en el sistema de relaciones de conflicto y cooperación que conforman el contexto social que lo rodea. El mercado y el entramado contractual no eran el único elemento regulador del arrendamiento. Este se desarrollaba en el seno de un complejo mundo de relaciones sociales que condicionaban las relaciones entre propietarios y colonos.

      Utilizando la terminología de E. P. Thompson (1979 y 1995), existía en las relaciones de arrendamiento una «economía moral». Ésta regulaba las prácticas que debían seguir propietarios y colonos, con normas de carácter ético y moral basadas en un amplio consenso. Las prácticas habituales en las relaciones mutuas de arrendatarios y dueños de la tierra hacía surgir entre los colonos una visión particular de cuáles eran las funciones y obligaciones de los diferentes agentes que concurrían en la relación. Este consenso en torno a unas costumbres generaba una concepción ética de lo que era legítimo o ilegitimo según unas percepciones sociales compartidas de lo que se consideraba equitativo y justo (Modesto, 1998a).

      Las relaciones entre los diferentes protagonistas del arrendamiento se regulaba por una concepción social de cómo debía discurrir la cesión de la tierra. Esta concepción de raíz ética se basaba en un conjunto de comportamientos recíprocos entre propietarios y colonos que ambos debían respetar. La relación se fundamentaba en el respeto mutuo de un conjunto de comportamientos considerados adecuados. No era un código formal de normas, sino un conjunto de principios consensuados entre las partes que debían regir los comportamientos de ambos y que las dos partes debían respetar. Con ello la relación de arrendamiento abandonaba el mundo estrictamente económico y se adentraba en el campo de las relaciones personales.

      A grandes rasgos la «economía moral» tenía una serie de principios básicos. La percepción ética de los colonos no cuestionaba la propiedad. Los propietarios eran los legítimos dueños de la tierra y tenían derecho a extraer su renta de ella, pero tenían que obtenerla permitiendo que los arrendatarios sacaran también los beneficios considerados equitativos y respetando una serie de «derechos» que los colonos obtenían con el trabajo dedicado a las tierras. La relación, por tanto, se basaba en la existencia de una cierta armonía en la relación, que permitía a cada parte beneficiarse de la cesión de la tierra. El propietario tiene derecho a su renta, pero el colono también tiene derecho a obtener los beneficios de su trabajo.

      El colono estaba obligado por esta «economía moral» a cultivar con esmero las tierras, realizando las labores adecuadas en los momentos clave y fertilizando la tierra constantemente, de forma que no se perdiera capacidad productiva y las tierras mantuvieran todo su valor. Además, debía de ser puntual en el pago, cumpliendo con su obligación sin retrasos, especialmente en los momentos más críticos. Cuando el colono se había comportado con diligencia durante años adquiría el derecho a ser tratado por el amo de una forma equitativa. Si además este comportamiento se verificaba a lo largo de varias generaciones los «derechos adquiridos» por el cultivador se iban consolidando. Lo mismo ocurría si al entrar en el arrendamiento se cubrían las deudas del anterior colono.

      La actuación adecuada del colono era correspondida, según esta regulación ética, con la actuación equitativa del propietario. Esto debía manifestarse fundamentalmente en cuatro comportamientos: la estabilidad sobre la parcela, el mantenimiento de una renta moderada, el trato igualitario y una cierta condescendencia en los momentos en que el impago no fuera responsabilidad del colono.

      Una de las demandas básicas de los colonos es que la renta tenía que ser «justa». Aunque existiera una fuerte presión por los arrendamientos, estos no podían elevarse por encima de unos máximos un tanto indefinidos, que permitían a los colonos un cierto margen de beneficio. Esta renta justa debía ser respetada por los propietarios. Frente al mecanismo de la subasta o la competencia entre colonos, los labradores defendían que se estableciera la renta en función de los precios más comunes en cada momento en las tierras cercanas de la misma calidad o según el precio que marcasen peritos neutrales. Pero no podía dejarse a la regulación estricta del mercado porque la excesiva competencia podía convertir a la renta en «injusta» al eliminar los márgenes de beneficio de los cultivadores.

      Por otro lado, el colono tenía derecho a mantenerse de forma prolongada sobre las parcelas y podía transferirlas a sus herederos o regular su explotación entre su familia, siempre que cumpliera con sus obligaciones con los propietarios. El propietario debía permitir que los hijos ocuparan el lugar de los padres al frente de las tierras. Pero además esto debía ser respetado por el resto de los labradores, que no debían inquietar al cultivador que respondiera a sus compromisos. La costumbre regulaba en este aspecto también las relaciones entre colonos.

      Así mismo, el propietario debía de tratar a todos los colonos por igual. Si a uno le condonaba a causa de la sequía, los demás debían de gozar de la misma condona. Y si uno tenía las tierras a un precio, no era «justo» que los demás lo tuviesen a un precio más elevado o inferior.

      Cuando un colono había trabajado bien, esforzándose e implicándose durante años, había pagado regularmente sin crear disputas y pasaba por algún momento problemático por situaciones familiares o por malas cosechas de las que no era responsable, el propietario debía tratarlo con fl exibilidad, permitiéndole en función de sus méritos aplazar o retrasar el pago. La pobreza no era un mérito, pero una situación de insolvencia después de años de cumplir con la renta merecía que el propietario se mostrara comprensivo y facilitara el pago o incluso condonara los atrasos.

      Esta «economía moral» que hemos intentado definir suponía un recorte a la libre disponibilidad de las tierras. El propietario quedaba limitado en sus derechos de propiedad por la obligación de conducirse según una serie de comportamientos y de respetar los derechos que supuestamente habían adquirido los colonos.

      Siguiendo las sugerencias de James C. Scott en torno a las concepciones de hegemonía social, las resistencias de las clases subordinadas puede ejercerse muchas veces a partir de la experiencia cotidiana aunque se asuma una cierta «sumisión pragmática» ante los imperativos de la realidad económica y la coerción. Este mecanismo no genera grandes conflictos, pero permite oponer resistencia desde el interior de la misma ideología hegemónica. En este caso los labradores no cuestionan la propiedad de la tierra y plantean unas relaciones armónicas donde asumen el papel de arrendatarios. Pero desde esa aceptación


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