Economía política de los medios, la comunicación y la información en Colombia. Diego García Ramírez
aproximaciones siguen, de todas formas, aferradas al análisis sociológico y, por ende, a uno de sus objetos preferidos: la institución. Así que no son todavía, rigurosamente hablando, economía política.
Las industrias culturales no siempre hacen referencia al hecho económico de mercantilización e industrialización de la cultura. Parece que la primera referencia al tema en términos económicos tiene que ver más con la publicidad. En todo caso, es a partir del trabajo de Zallo (1988) cuando la economía política se ocupa de la comunicación y la cultura como un sector productivo relevante en el capitalismo. Explícitamente,
[s]e trata de concebir los mass media, no ya como aparatos ideológicos, sino, en primer lugar, como entidades económicas que tienen un papel directamente económico, como creadores de plusvalor, a través de la producción de mercancías y su intercambio, así como un papel económico indirecto, a través de la publicidad, en la creación de plusvalor dentro de otros sectores. (p. 10)
Para ello, Zallo (1988) hace un esfuerzo de descripción de los procesos de trabajo y valorización dentro de las industrias culturales:
Franjas crecientes de trabajo improductivo devienen productivo por extensión del modo de producción capitalista y de los marcos de valorización del capital de cara a la elevación de la tasa de plusvalor (…). Lo nuevo es que la información y la comunicación pasan a ser campos prioritarios de acumulación. (p. 9)
Con esto queda establecido, por lo menos en principio, un modo de abordar las industrias culturales en el cual la pregunta ya no es sobre los efectos de la propaganda y de la información de los países del norte sobre los del sur, o incluso sobre el valor pagado por esa información o sobre las ganancias obtenidas. Más bien, se ocupa de las características de la producción propiamente capitalista de comunicación y cultura, es decir, sobre la obtención de plusvalía.
Este proceso varía de unas ramas a otras. Con criterios puramente económicos capitalistas, es decir, según el grado de subsunción del trabajo al capital y según el control de este sobre la producción y la realización del valor, Zallo (1988) distingue los siguientes sectores: actividades preindustriales (espectáculos culturales de masas), edición discontinua (bibliográfica, discográfica, cinematográfica, videográfica), edición continua (prensa escrita), difusión continua (radio y televisión), segmentos culturales de las nuevas ediciones y servicios informáticos y telemáticos de consumo (programas informáticos, teletexto, videotex, bancos y bases de datos) (p. 71), además de la publicidad y algunas actividades de diseño.
Como se ve, está ya comprendida toda la gama actual de posibles industrias culturales, exceptuando tal vez las redes sociales. En esta concepción, las industrias culturales son ante todo capitalistas; son “simultáneamente un área de reproducción del capital y un área crecientemente dominante de reproducción social” (p. 192), esto es, del sistema. Pero además —diríamos nosotros— son un área de reproducción cultural.
En esta línea rigurosamente económica y después de hacer un recorrido por prácticamente todo el desarrollo de la economía política de la comunicación, tanto norteamericana como europea, Bolaño (2000) propone que hay que entender la industria cultural como la creación de dos clases de mercancía:
En la Industria Cultural el trabajo tiene un doble valor. Los trabajos concretos de los artistas, periodistas y técnicos crean dos mercancías de una vez: el objeto o el servicio cultural (el programa, la información, el libro) y la audiencia. (p. 222)
En este sentido, el trabajo cultural es un trabajo social como cualquier otro:
El trabajo del artista, del técnico o del periodista es un trabajo concreto que produce una mercancía concreta para llenar una necesidad social concreta (…). Pero para crear esa mercancía (el programa, el periódico, la película), esos profesionales gastan energía, músculos, imaginación, en una palabra, gastan trabajo humano abstracto. La subordinación de los trabajos concretos a las necesidades de valorización del capital los transforma en trabajo abstracto. Pero el trabajo cultural es diferente porque él crea no una, sino dos mercancías. (pp. 224-225)
Esta sería la especificidad del trabajo propiamente cultural: crear, no un valor de uso y un valor de cambio, sino dos valores de uso distintos, uno para la audiencia, que es el producto cultural, y otro para el anunciante, que es la audiencia. Pero aunque “la audiencia debe tener un valor de uso para el anunciante[,] [en] cuanto a la emisora, lo que interesa, evidentemente, es el valor de cambio de la audiencia” (p. 225). Efectivamente, como en toda producción capitalista, el valor de cambio se realiza en la medida en que el producto tiene un valor de uso para el consumidor. Lo decisivo es que el trabajador cultural crea los dos valores de uso.
Pero ¿cómo se produce ese tránsito entre un valor de uso y otro? En otras palabras, ¿cómo se convierte el valor de uso para la audiencia en valor de uso para el anunciante? En este caso, “[e]s la Industria Cultural (y la televisión muy especialmente) la que hace la articulación entre las estrategias de diferenciación de las firmas oligopolistas del sector de bienes de consumo y las estrategias de distinción del público” (p. 232). Es decir, la industria cultural tiene que jugar incesantemente el juego de la renovación aparente, algo así como cambiar para que nada cambie. A esta organización del cambio dentro de la continuidad, Bolaño la llama patrón tecnoestético y, según él, consiste en
una configuración de técnicas, de formas estéticas, de estrategias, de determinaciones estructurales, que definen las normas de producción cultural históricamente determinadas de una empresa o de un productor cultural particular para quien ese patrón es fuente de barreras a la entrada en el sentido aquí definido. (pp. 234-235)
Finalmente, este patrón permite mantener la fidelización de la audiencia, que es más que la lealtad a un programa o emisión cualquiera, pero también es menos que el consumo total de la producción o de la programación de una empresa: “El modelo tecnoestético es además el principal medio que cada emisora tiene para reducir al máximo el carácter aleatorio de la realización de los productos culturales, al garantizar la fidelización de una parte del público” (p. 239).
En otras palabras, la fidelización es algo así como un promedio que permite encajar dentro de previsiones razonables las pérdidas que necesariamente arrojan algunos productos cuando no logran convertirse en creadores de la segunda mercancía: la audiencia. Esta parece una muy razonable explicación, desde el punto de vista económico, de cómo funciona realmente la industria cultural.
Sin embargo, no todos los autores usan el mismo término ni hablan del mismo concepto. De hecho, hay una variedad de nombres para referirse a este, que implican una diversidad de actividades no necesaria ni estrictamente culturales y que lo han puesto en crisis, hasta el punto de que alguien incluso ya se ha atrevido a vaticinar la muerte de las industrias culturales (Aguirre, 2007).
En efecto, Bustamante (2009) da cuenta de las siguientes clasificaciones, cada una de las cuales tiene alcances distintos:
• Industria del entretenimiento y el ocio. Incluye información comercial, parques temáticos, casinos y deportes (p. 77).
• Copyright. Producción patentada de contenidos o derechos de autor (p. 77).
• Industrias de contenido digital. Solo bits. Incluye industrias culturales más hardware y software para grabadores y reproductores y mercado de contenidos generados por los usuarios (pp. 77, 99).
• Hipersector de la información. Solo hardware, software, telecomunicaciones e informática (p. 77).
• Industrias creativas. Creación inmediatamente rentable en cualquier sector económico (p. 78). Incluye patentes industriales de cualquier tipo. Las más ortodoxas se refieren a industrias culturales: prensa y libros, fonogramas, radio y televisión abierta y de pago.
• Media and entertainment
Como si esto fuera poco, Aguirre (2007) nos propone un nuevo nombre, el de industrias infomediáticas para la comunicación (IIC), definidas como aquellas que generan “productos simbólicos modularizados informacionalmente