Cohesión social y Convención Constituyente 2021. Juan Ignacio Correa Amunátegui
Bill of Rights, es el lenguaje utilizado. Es una oración negativa que establece lo que no se puede hacer. La palabra operativa es “ningún”. No dice que algunos soldados se pueden albergar en una casa de familia, o que un número pequeño puede hacerlo, o que un destacamento de avanzada lo tiene permitido. No, lo que dice es que “ni uno solo” se alojará en casa particular si el propietario no lo consiente. Como se sabe, estas oraciones negativas son la tónica de la Declaración de Derechos Constitucionales de los Estados Unidos (Bill of Rights). La Primera Enmienda nos dice qué tipo de leyes el congreso no puede aprobar ―aquellas que restringen la libertad religiosa o el derecho de expresión― y la Segunda Enmienda establece que el derecho a portar armas no puede ser restringido, y así sucesivamente. Es por ello que estos derechos políticos ―muchos derivados de la Bill of Rights británica, adoptada luego de la Revolución Gloriosa en 1688― son conocidos como “derechos constitucionales negativos”.
El miedo también juega un rol central en el establecimiento de los “derechos constitucionales sociales”, a veces conocidos como “derechos de segunda generación” o “derechos positivos”. En su famoso discurso “Las Cuatro Libertades” de 1941, el presidente Franklin Delano Roosevelt dijo que era necesario ampliar los derechos de los ciudadanos de modo que estos pudieran gozar de cuatro libertades. Era necesario, apuntó FDR, que las personas tuvieran libertad de expresión y libertad de culto; debían liberarse de las necesidades (“liberty of want”, en inglés), y del miedo2. Esta idea fue la base de una serie de iniciativas legales y constitucionales, incluyendo el intento fallido, en 1944, por agregar a la constitución una segunda Declaración de Derechos, o Second Bill of Rights. Este proyecto incluía ocho derechos que, a través del tiempo, han sido incorporados en un gran número de constituciones en el mundo entero3:
• Derecho a un trabajo útil y remunerado.
• Derecho a una remuneración que provea una cantidad adecuada para alimentos, vestuarios y recreación.
• El derecho de cada agricultor de vender sus cosechas a precios que permita a su familia vivir decentemente.
• Derecho de todo empresario a trabajar en una atmósfera libre de competencia desleal y monopolios.
• Derecho de cada familia a una vivienda decente.
• Derecho a la salud y a la oportunidad una vida saludable.
• El derecho a la protección de los miedos de la vejez, enfermedades, accidentes y desempleo.
• Derecho a una buena educación.
La constitución chilena de 1980 (con su multitud de reformas posteriores) es, esencialmente, una “constitución del miedo”. Pero para entenderla es necesario reconocer que no todos los miedos son iguales. Los miedos, como tantas cosas, están circunscritos a su momento histórico. La constitución chilena actual es, por ponerlo de alguna manera, hija de la Guerra Fría. Fue diseñada para proteger al país de lo que sus redactores consideraban como la peor amenaza que se cernía sobre sus ciudadanos: el comunismo. Es, en sus orígenes, una constitución que pretendía proteger a los chilenos de un regreso al periodo 1970-73.
Aunque el proceso recién empieza, no es aventurado afirmar que la nueva carta fundamental chilena será una “constitución de esperanzas”, una constitución llena de aspiraciones y de metas loables y, por qué no decirlo, un poco ingenuas. De hecho, ya circula un documento elaborado por expertos cercanos al PS y al PPD que afirma que en la nueva constitución se “debe promover la igualdad de derechos y obligaciones entre mujeres y hombres dentro de la familia en relación con las tareas del hogar y el cuidado de los hijos”4.
Estados Unidos nunca aprobó la enmienda, impulsada por FDR, que hubiera consagrado los derechos sociales al nivel constitucional5. Pero su viuda, Eleanor, tomó el proyecto como propio y al terminar la Segunda Guerra lo promovió para que fuera adoptado en la recientemente creada Naciones Unidas. Un equipo de juristas y diplomáticos, entre los que se encontraba el chileno Hernán Santa Cruz, desarrolló la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Años después, la mayoría de los países miembros de la ONU suscribieron el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966. Estos dos documentos se convirtieron en las bases de otros acuerdos y tratados internacionales, y en el sustento jurídico y político de una serie de iniciativas tendientes a incorporar derechos sociales a un gran número de constituciones. Según la información recopilada en el Proyecto Constitute, en la actualidad 151 de las 202 constituciones analizadas establecen el derecho a la educación, 146 el derecho a la salud, y 128 el derecho de los ancianos a recibir apoyo financiero o material de parte del estado (derecho a pensiones).
Pero, como argumenta Juan Ignacio Correa en este importante texto, la incorporación de estos derechos de segunda generación no asegura que las prestaciones del caso ―se trate educación, salud, pensiones, vivienda u otras― sean provistas en forma eficiente y oportuna, y de una cierta calidad. Hay países con un impresionante catálogo de derechos que tienen condiciones sociales paupérrimas; muchos de ellos en la propia región latinoamericana. También hay naciones que no incluyen estos derechos en sus cartas fundamentales, y que proporcionan los servicios del caso de una manera más que adecuada. La historia sugiere que incorporar los derechos de segunda generación en la constitución no es condición ni necesaria ni suficiente para mejorar las condiciones sociales de los ciudadanos6. Sin embargo, hay en todo esto un nivel simbólico que no se puede ignorar. Incluso, podría decirse que en el tema constitucional hay una dimensión estética. No es lo mismo una constitución aprobada (aunque sea tan solo en su primera versión) en dictadura, que una discutida e implementada bajo democracia. Los dos textos pueden ser idénticos, pero el segundo es superior ―en lo estético y simbólico― que el primero.
Las preguntas centrales ―abordadas con elegancia, mesura y equilibrio por nuestro autor― son dos: cuál es el mecanismo para garantizar y hacer cumplir estos derechos, y cómo serán financiados. Desde luego, ambas preguntas se encuentran íntimamente relacionadas. El tema se hace más complicado si, además de incorporar derechos sociales, el nuevo texto incluye una cláusula sobre equilibrio fiscal o endeudamiento sostenible. ¿Qué pasa si para cumplir con un mandato constitucional relacionado con un derecho social, se termina violando la cláusula de la regla fiscal? ¿Cuál de los dos principios constitucionales tiene primacía? Desde luego, este es el tipo de dilema que los tribunales constitucionales han tenido que enfrentar desde tiempos inmemoriales. Pero el que sean casi rutina, no los transforma problemas de fácil resolución. Una solución posible, como ha indicado Cass R. Sunstein, es hacer como Sudáfrica, y establecer que los gobiernos harán el mayor esfuerzo posible, dentro de sus posibilidades presupuestarias, para cumplir con los derechos sociales7. Desde un punto de vista práctico, esto significa que en la medida que los países progresen, y sus capacidades financieras mejoren, podrán dar cumplimiento a estos derechos de una manera más completa.
Juan Ignacio Correa ha escrito una obra importante y necesaria para el momento chileno actual. Explica, comenta y ordena la discusión sobre derechos. La perspectiva es histórica y analítica a la vez. Desmenuza las opciones con una imparcialidad asombrosa para los tiempos que estamos viviendo. Estas notas/reflexiones/apuntes debiera ser lectura obligatoria para todo aquel que quiera participa en el proceso constituyente próximo. Pero no deben leerlo solo los postulantes a la Comisión Constituyente, sino que también quienes sigan el proceso en los márgenes.
Sebastián Edwards
Henry Ford II Distinguished Professor, UCLA
Los Ángeles, California
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