Argumentos. Tomás Miranda Alonso

Argumentos - Tomás Miranda Alonso


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de someter a juicio las razones que los participantes en el diálogo utilizan para defender sus puntos de vista.

      Vamos a empezar el trabajo colectivo discutiendo sobre todas las preguntas que se presentan a continuación, como un ejercicio de precalentamiento y de abrir boca. Se trata de establecer un primer diálogo para romper el hielo y para que os vayáis acostumbrando a dar razones para justificar vuestras respuestas. No os recomiendo que los temas de este cuestionario se discutan hasta el agotamiento, pues volverán a surgir a lo largo del curso.

      2. El juego de la argumentación

      ¿Quién tiene razón?

      Cuando un estudiante viene a mi despacho a revisar un examen, espera que yo le indique sus errores y aciertos y le exponga los criterios que he utilizado para calificarlo. Cuando un hijo pregunta a sus padres el porqué de una norma que debe cumplir, les está pidiendo las razones que hacen que esa norma sea razonable o justa. Cuando un juez dicta una sentencia, la ha de apoyar en unas razones, las cuales constituyen su fundamento. Cuando el médico emite un diagnóstico, lo ha de hacer basándose en unas pruebas que se han de interpretar teniendo en cuenta los conocimientos científicos del momento. Pero imaginemos, por un instante, que los seres humanos, tanto en nuestra vida cotidiana como en el ejercicio profesional, mantuviéramos opiniones y actuáramos sin criterio alguno: viviríamos, entonces, en medio del caos. ¿Qué pasaría si los profesores pusiéramos las notas aleatoriamente, si los padres y las madres propusieran normas de funcionamiento familiar de un modo arbitrario, si los jueces emitieran sus sentencias en virtud tan solo del humor con que se hubieran levantado aquella mañana, si las opiniones de la gente se basaran no en razones, sino en caprichos y gustos particulares? En un mundo así no podríamos orientarnos, pues la conducta de sus habitantes sería impredecible y, por lo tanto, no sabríamos nunca a qué atenernos. Supongo que todos hemos tenido la experiencia de conocer a alguien que se dejaba llevar en su relación con los demás más por las fluctuaciones de sus caprichos que por decisiones basadas en la razón.

      Los seres humanos necesitamos, pues, razones para vivir, pues son ellas las que ponen orden en nuestro mundo y lo convierten en un cosmos (totalidad ordenada conforme a leyes y reglas y, por ello, bella), es decir, en un hogar habitable por el ser humano. A diferencia del resto de animales, nos hemos de «buscar la vida», pues esta capacidad no nos viene dada genéticamente; nuestra constitución biológica no nos proporciona pautas fijas de acción para resolver el problema de la vivienda, para saber cómo educar a los hijos, para organizar nuestras sociedades, ni para adaptarnos a un medio determinado. No nacemos ajustados biológicamente a un medio, pero somos capaces de ensayar y de elegir entre diferentes formas de ajustamiento. Y si podemos elegir, hemos de responder de nuestras elecciones. En esto consiste precisamente la responsabilidad, que no es sino la capacidad y necesidad que tiene el hombre de poder dar cuenta y razón –responder– de sus decisiones. Y el conjunto de razones que se entrelazan para justificar una opinión o una acción se denomina argumento. Por eso, dice Aristóteles, la naturaleza ha dado al ser humano el don de la palabra (logos, lenguaje, razón), para poder buscar, junto con el resto de hombres y mujeres, conocimientos basados en la verdad y para poder elegir en la asamblea normas justas que posibiliten la convivencia en la ciudad.

      Pero la razón no es como un objeto que puede ser poseído en exclusividad por su dueño. El logos, es decir, la razón-lenguaje, tiene una naturaleza volátil y polimorfa. Se parece más bien al aire que respiramos, que, sin ser de nadie, puede ser compartido por todos. Y es que la razón humana es una razón lingüística, y es mediante la palabra como los seres humanos podemos buscar razones para dotar de sentido nuestra vida. Pero esas razones se construyen colectivamente, mediante el diálogo. Nadie puede creerse el portador único de la razón, pues esta trasciende a cada uno de nosotros y, cuando la queremos asir para «poseerla», se nos escapa entre los dedos, como el aire, pues es en la apertura al otro mediante el diálogo como únicamente podemos encontrarnos con ella. Y estos encuentros siempre son provisionales, nunca definitivos, pues el diálogo, donde la razón reside, y donde se va formando a lo largo de la historia, es un juego siempre abierto de intercambio de razones en el que debe participar cualquier persona que tenga algo que decir argumentativamente.

      La argumentación es, pues, un juego de lenguaje en el que los participantes buscan colectivamente y mediante el diálogo llegar a acuerdos válidos intersubjetivamente. Esta validez intersubjetiva se apoya en la fuerza de las razones ofrecidas. Los que argumentan se comprometen a usar la razón como único medio para buscar y justificar la verdad de los conocimientos adquiridos o la rectitud de las normas propuestas para regular una conducta. No quiero decir con esto que, a veces, no haya que dejarse llevar por los sentimientos para fundamentar nuestras creencias y decisiones; quizá no siempre sea necesario tener buenas razones para mantener una creencia o iniciar una acción; posiblemente, en ocasiones, un sentimiento pueda resultar una buena razón para comprometerme con alguien. Pero el mundo de los sentimientos debe estar transido de racionalidad y esta debe haber sido fertilizada y enriquecida por aquellos. Es simplemente cuestión de prudencia, es decir, de inteligencia práctica, que ha de tener en cuenta la complejidad de los contextos en que vivimos y en los que se producen nuestras acciones. Todos valoramos muy positivamente la capacidad de sintonizar con el sufrimiento del otro, y consideramos plausible un comportamiento solidario que se apoya en este sentimiento; pero, sin embargo, no desearíamos ser operados por un cirujano cuyos sentimientos se vieran tan alterados por nuestro dolor que afectaran negativamente a su eficacia profesional. Nadie te puede obligar a participar en el juego de la argumentación, pero en el momento en que pretendes explicar o justificar tu posición ante ti mismo o ante los demás, no tienes más remedio que seguir las reglas del juego, es decir, las leyes de la lógica del diálogo, que constituyen los criterios razonables para evaluar los argumentos. Quizá en una ocasión determinada sea prudente que tú sigas la «corazonada» que acabas de tener, pero no puedes pretender convencer a los demás de que hacer lo mismo que tú es razonable por el hecho de haber tenido tú tal corazonada.

      Una ola de misología nos invade

      Nunca se ha escrito y hablado tanto como en nuestros días sobre el diálogo y la argumentación. Pero creo que, paradójicamente, vivimos en una época de misología, es decir, de odio a la razón y a los razonamientos. Basta con abrir el periódico para observar que aún sigue siendo la guerra el medio utilizado por muchos pueblos para resolver sus conflictos; que el terror es el instrumento que bastantes grupos emplean para intentar imponer sus ideas y sus proyectos; que el genocidio sigue siendo la herramienta utilizada para eliminar al otro, al diferente; que las alianzas militares y las campañas bélicas son presentadas como cruzadas que tienen por objeto conseguir una justicia infinita o una libertad duradera; que las mujeres continúan siendo víctimas de la violencia de género; que el llamado (des)orden internacional, asentado en la racionalidad de la civilización liberal de mercado, está produciendo el hambre, la pobreza y la exclusión de millones de víctimas. Por otro lado, es cada vez más frecuente el espectáculo de muchos de nuestros representantes públicos que, en vez de buscar con argumentos lo que conviene al bien común, se dedican a insultarse, a descalificarse mutuamente, a actuar solo pensando en la rentabilidad partidista, y a oponerse a cualquier proyecto que provenga de otro grupo por el simple hecho de no haber sido propuesto por ellos. Incluso en mis clases del instituto cada vez cuesta más que los estudiantes respeten disciplinadamente las reglas del diálogo argumentativo: razonar supone un esfuerzo riguroso que pocos están dispuestos a hacer. Y junto a esto, la extendida creencia de que en cuestión de opiniones cada uno tiene la suya y que todas merecen ser respetadas: «Es mi opinión, y merece respeto» es una expresión que se repite con frecuencia, sobre todo cuando le pides a alguien que justifique por qué piensa de determinada manera sobre un tema. Pero si fuera verdad que todas las opiniones valen lo mismo, entonces no tendría sentido dialogar, ni buscar buenos argumentos para descubrir y apoyar las mejores. La persona que se implica en un diálogo argumentativo parte del supuesto de que merece la pena esforzarse por conseguir conocimientos verdaderos o verosímiles y por establecer normas de convivencia que puedan ser calificadas como correctas o justas, aunque, por supuesto, siempre de un modo provisional. Los que consideran que no se puede llegar a conocimientos verdaderos o los que creen que la verdad solo está de su parte no pueden participar en un diálogo argumentativo sincero.


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