Universidades, colegios, poderes. AAVV

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palabra escuela, la escribe en mayúscula, sin importar el contexto, quizás alterando el sentido del texto. Más aún, si aduce un pasaje del latín, amolda un tanto la versión española para adecuarla mejor a su empeño por aplicar una concepción de escuela del siglo XX a las circunstancias vigentes tres o cuatro siglos atrás. Un examen de su rico «Apéndice de textos», con setenta y ocho piezas documentales o extractos datados de 1512 a 2003, con varios que se contradicen o difieren entre sí, confirmaría la inconsistencia de las fuentes y argumentos compilados justo para defender la «irrebatible» existencia de la Escuela.36 Tanta heterogeneidad, lejos de aportar una imagen sólida de esta, la diluye entre opiniones dispares. El anexo documental y el desarrollo del libro, antes que responder, obligan a plantear qué se entendía por escuela en el Medievo y la primera modernidad.

      LA VOZ ESCUELA EN LA HISTORIA

      Expresiones como «La Escuela de Frankfurt» ¿tienen correlato en el siglo XVI, susceptibles de aplicarse con validez a Salamanca? Para los estudiosos del vocabulario académico medieval, la voz schola significaba, sin otra implicación, el espacio físico convertido en aula por las lecciones de un maestro a sus alumnos. De ahí, escolar y escolástico.37 El regente podía darle su nombre: la escuela de Abelardo en París, la de Irnerio en Bolonia; pero si el maestro se ausentaba o moría, el local perdía ese carácter, a menos que en él enseñara un nuevo profesor, cuyo nombre la escuela adoptaba. Podía recordarse con veneración a un maestro antiguo, pero solo se decían discípulos sus oyentes de viva voz. Así se desprende de un pasaje de un alumno de Vitoria, sucesor suyo en la cátedra de prima: Melchor Cano. El discípulo recuerda al maestro al evocar algo ocurrido después de dejar su escuela: «postquam ab illius schola discessi». Acto seguido, alaba magistro meo por varias razones, pero lamenta que aquel, de haber querido, «gravissime et copiossisime potuisset scribere. Sed quoniam nulla eius ingenii monumenta mandata littteris, nullum opus eruditionis, nullus doctrinae manus extat».38 A falta de testimonios escritos, quien no lo oyó se privó de su doctrina. Quizás el discípulo ignoraba la aparición de las Praelectiones en Lyon (1557), pero ni siquiera insinúa que él, heredero de su cátedra, hubiese tomado la estafeta de la Escuela de Vitoria, al menos según pretenden estudiosos actuales.39

      Puesto que toda universidad era una societas, un gremio de estudiantes y/o maestros, el plural «las escuelas» aludía al aulario, conjunto de espacios físicos donde los miembros de la corporación universitaria enseñaban y aprendían. Una locución corriente en Salamanca y México. En las escuelas se impartía una o varias ramas del saber: gramática, artes, derechos, teología, medicina o cualquier otra disciplina; se las llamaba «mayores» o «menores» según el rango atribuido a las disciplinas impartidas. Como en las escuelas universitarias los lectores se sucedían unos a otros con regularidad, las aulas dejaron de evocar a un titular concreto y remitían a cierta facultad o a la universidad como tal.

      En el Renacimiento, Aristóteles dejó de ser El Filósofo por antonomasia, al difundirse otros, algunos recién traducidos al latín, como Platón. Los humanistas relativizaron el cuasi monopolio aristotélico y retomaron el sentido clásico de schola como escuela filosófica, «secta» o familia. Emulando a Cicerón y Séneca, entre otros, hablaron de las «sectas» o escuelas platónicas, aristotélicas, epicúreas o cínicas.40 Luis Vives publicó un temprano esbozo histórico intitulado De initiis, sectis et laudibus philosophiae (1519).

      A finales del siglo XVI, el término escuela se aplicó también a lo que en el Medievo se llamaba via: nominal, tomista o escotista. En 1531, el valenciano Juan de Celaya, doctor por París, siguió el uso tradicional en sus Scripta sobre el segundo de las Sentencias, secundum triplicem viam: Diui Thome, Realium et Nominalium.41 De modo gradual y casi imperceptible –como Ramis muestra–, el lugar de los nominales, sin caudillo definido, terminó siendo ocupado por los jesuitas.42 Inicialmente se habló de «doctrina»: en 1624, el dominico Domenico Gravina lamentó que ya nadie siguiera la pura doctrina tomística, escotista o nominalista, sino una mezcla de todas, incluidas las «Vazquez Suaristicam, Suarez Vazquiticam».43

      Al cabo de unas décadas, el término escuela se impuso a los de doctrina o vía. En 1662, el jesuita Miguel de Elizalde deploró las demasiadas «scholas Theologorum vel Philosophorum» entre católicos: tomistas, escotistas, nominales, suaristas, vazquistas, vel mixti.44 Paso a paso, se empezó a hablar de la schola societatis, concepto que, al cabo de un complejo proceso, terminó por identificarse con Suárez. Pronto, varias universidades de España y América le abrieron cátedra, privilegio excepcional para un autor moderno. En ese marco, dado que los salmantinos (y más los dominicos) tenían a gala su tomismo, más aún, su «auténtico» tomismo, habrían juzgado un desatino imaginar una «Escuela de Salamanca», o «de Vitoria»; y menos, con mayúsculas. En el siglo XVI el término escuela aún no se aplicaba a la doctrina de las «sectas» teológicas. Y cuando la denominación «escuela jesuítica» se consolidó, la tríada o cuarteta salmantina de «maestros mayores» estaba ya olvidada, o casi, al menos por los impresores, y nadie los reivindicó como adalides de una escuela específica. En contraste, los escritos de Suárez, y en general de la llamada escuela jesuítica, se difundían masivamente por el orbe católico, en franca rivalidad con la tomista.

      LA ESCUELA DE SALAMANCA. DIFUSIÓN Y RECEPCIÓN

      Como se sabe, Francisco Suárez (1548-1617) escribió una ingente obra; a la vez, gozó de excepcional fortuna editorial que se mantuvo hasta el siglo XIX. De ahí, en parte, su aura como jefe de la escuela de su orden. Pasó de su natal Granada, donde estudió Latín y Retórica, a Salamanca, para cursar Derecho (1561-1564). Sin graduarse, ingresó en la compañía, y cursó en esa universidad Filosofía y Teología (1564-1570). En adelante, su vida fue una errancia como polemista y profesor en los colegios de Segovia, Valladolid, Roma, Alcalá y Salamanca (1593-1597), donde defendió las tesis de su orden en la controversia De auxiliis contra los dominicos. En Coímbra ocupó la cátedra primaria de Teología, pero en 1603 viajó a Roma, a defenderse de la condena papal debido a unas tesis suyas denunciadas por fray Domingo de Báñez, lector jubilado de prima en Salamanca. Volvió a Coímbra, y murió en Lisboa, en 1617.45 Empezó a publicar en 1590, pero alcanzó veintiuna ediciones en el siglo XVI; al menos ciento treinta en el XVII; treinta y tres en el XVIII, y todavía cuarenta y seis en el XIX.46

      ¿Qué ocurría entre tanto con los catedráticos teológicos de prima, todos dominicos en el siglo XVI? En abierto contraste con Suárez, Vitoria (1483-1546), lector de 1526 a 1546, no superaría, en total, diez ediciones de sus Relectiones theologicae: en Lyon, la príncipe (1557), más las de 1586 y 1587; una en Salamanca, 1565; una segunda española, en Madrid, 1765. En Ingolstadt se editarían tres veces: 1580, 1585 y 1696. Están, finalmente, la romana de 1614 y la veneciana de 1626.47

      Tampoco Melchor Cano (1509-1560), sucesor de Vitoria en la cátedra por un escaso quinquenio (1546-1551), se compara con la fortuna del jesuita. Sus relecciones sobre los sacramentos y sobre la penitencia salieron tres veces cada una en el siglo XVI. Sus famosos Loci theologici, luego de la príncipe salmantina (1563), solo reaparecen en España dos siglos después, en sus Opera, Madrid, 1760. Entre tanto, ganaba terreno en el exterior. En el XVI, aparecieron los Loci en Lovaina, Venecia (dos veces), Milán y Colonia. Estos se incorporan a sus Opera en Colonia, en 1668 y 1675. El siguiente siglo marca su verdadero auge, con unas dieciséis ediciones desde los treinta; todo indica que su método fue bienvenido por el iluminismo católico. En España, se le asocia con las reformas borbónicas en el campo teológico.

      El auge editorial de Soto (1495-1560), sucesor de Cano por otro cuatrienio (1552-1556), rebasó con mucho al de Vitoria, pero fue efímero: se le atribuyen sesenta y cuatro impresiones en el XVI, sobre todo el De iustitia et iure y otros escritos jurídicos, así como siete en el siglo siguiente, cuando cae en el olvido editorial. Como se verá, también fue el más citado de los salmantinos.

      El siguiente titular de prima, Pedro de Sotomayor (1511-1564), leyó un cuatrienio, de diciembre de 1560 hasta su muerte. No publicó obra. Tampoco Mancio de Corpus Christi (inicios del siglo XVI-1576), lector por más de


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