La mirada neandertal. Valentín Villaverde Bonilla
CULTURAL
INTRODUCCIÓN
Vivimos rodeados de imágenes. No solo acompañan la mayor parte de nuestra actividad diaria, sino que además las entendemos sin esfuerzo. Forman parte de nuestra cultura, y por esa misma razón nos comunican ideas, sensaciones e información que comprendemos de manera inmediata, o casi. En palabras de Gombrich (1987: 129), «hasta las imágenes de tiempos pasados o de países lejanos son más accesibles para nosotros de lo que nunca lo fueron para el público para el que fueron creadas». La imagen visual forma parte de nuestra existencia, y no solo generamos y usamos nuevas imágenes visuales, sino que, sin la más mínima vacilación, nos apropiamos de otras que no forman parte de nuestra cultura. Las descontextualizamos sin titubear, y al hacerlo prescindimos de su significado original, las transformamos y empiezan a transmitir una información distinta de la que transmitían en su contexto cultural de origen. Las «desculturizamos» en cierta medida. El gusto por las exposiciones del denominado arte tribal o étnico constituye un claro ejemplo de esa descontextualización al que se pueden añadir las visitas a monumentos antiguos o a las cuevas prehistóricas decoradas. De este comportamiento da cuenta R. A. Gould (1990) cuando refiere su visita a una exposición de arte tradicional de Nueva Guinea organizada en el Metropolitam Museum of Art de Nueva York el año 1982:
los diversos objetos expuestos, que incluían desde máscaras y postes hasta pequeñas esculturas, se identificaban con pequeñas etiquetas que daban cuenta de los materiales empleados, en ocasiones su uso, pero con muy escasa atención por los contextos sociales o culturales en los que esos objetos se habían producido. La idea dominante de esta exposición era la de que el «arte» es algo que afecta o comprende el conjunto de la humanidad, más allá de sus características culturales, y que transmite por sí mismo al visitante una experiencia que trasciende su propia experiencia social o cultural.
Las reacciones del público daban lugar a juicios fundamentalmente subjetivos y etnocéntricos sobre la calidad, la simetría o el primitivismo de las obras, algo que según este mismo autor se puede perfectamente caracterizar como el «efecto del Oh-Ah».
En contra de lo que intuitivamente pudiéramos pensar, las imágenes no hablan por sí solas. Cuanto más alejadas están temporal y culturalmente de nosotros, más opaco o inaccesible es su significado original. A veces es la fuerza expresiva de la forma la que ha favorecido su apropiación por las sociedades occidentales. No es un fenómeno reciente, pues algo similar ha ocurrido con el arte visual a lo largo de la historia. Pero es importante asumir que al apropiarnos de imágenes que nos son culturalmente ajenas transformamos su significado original. Pensemos en las imágenes más lejanas, en las que remontan al Paleolítico, a la larga etapa de la historia de la humanidad en la que los grupos cazadores-recolectores ocupaban el planeta. Las imágenes visuales de aquellas sociedades han pasado a formar parte, en un buen número de casos, del imaginario colectivo occidental moderno. Se han transformado en iconos que generan en multitud de personas la emoción de situarse ante las representaciones de animales, humanos o temas abstractos que provienen de un pasado remoto. Facilitan la sensación de vértigo que se asocia a la constatación de que se trata de figuras realizadas decenas de miles de años antes del presente. Evocan, por sí mismas, ese pasado lejano. Así sucede con los temas pintados en cuevas decoradas tan conocidas como Altamira, Lascaux o Chauvet. En algunos casos tanta ha sido la atracción despertada en la población que bien podemos decir que estas imágenes rupestres han estado a punto de sucumbir de puro éxito. La visita multitudinaria y poco controlada del gran público ha puesto en riesgo de desaparición aquello que despierta el interés de los visitantes. Ante esta situación alguno de estos yacimientos se ha tenido que cerrar al público, o reducir drásticamente el número de visitantes, afectadas las pinturas y grabados de sus paredes de hongos, musgos, líquenes u otros organismos que, incluso, han llegado a hacer peligrosa la presencia humana en alguna de esas cuevas, como es el caso de Lascaux. La alternativa a la hora de dar respuesta al interés por estas obras no ha podido ser otra que la cuidada reproducción de su decoración parietal en centros de acogida y explicación. Las llamadas neocuevas de los tres yacimientos antes citados concitan visitas multitudinarias atraídas por la llamada de imágenes que llegan a remontar en el tiempo a más de mil generaciones. En ocasiones, en los sellos, en los carteles turísticos, incluso en las cajetillas de tabaco de no hace muchos años, se han utilizado figuras del arte rupestre paleolítico. Igual que con el arte griego y romano clásico, o con el mesopotámico y el egipcio, estas imágenes se han incorporado al imaginario de la sociedad contemporánea. El fenómeno, con los medios de comunicación, internet y la globalización, ha alcanzado una dimensión antaño desconocida.
Bien podría pensarse que el valor comunicativo de las imágenes resiste el paso del tiempo y de la cultura de la que forman parte y que esa es la razón por la que despiertan tanto interés, pero no es así. Y no lo es en absoluto. Las imágenes no hablan por sí solas, podemos ser sensibles a la apreciación estética de las formas, puede estimularnos la complejidad de los temas, pero la significación de esas imágenes en el mundo en el que se crearon queda fuera de nuestro alcance, y no solo del gran público, sino también del especialista. En el arte visual confundimos con mucha frecuencia la estética y la forma con el significado. Nada más lejos de la verdad. Como nos dice Descola en la introducción al volumen publicado con motivo de la exposición «La fabrique des images», organizada en París en el año 2010, basta echar un vistazo a la variedad de interpretaciones que ha generado el arte paleolítico desde su descubrimiento, o las vivas controversias que genera su significado entre los especialistas que se dedican a su estudio, para comprender inmediatamente que las imágenes no hablan por sí mismas de su significado. La razón es fácil de entender, las imágenes facilitan una información que se sustenta en la cultura que las produce. Con la experiencia que le proporciona el conocimiento de imágenes propias de grupos cazadores-recolectores de diversos ámbitos del planeta, Descola entrevé con rapidez las diversas interpretaciones que pueden asociarse al dibujo, por ejemplo, de un mamut paleolítico. ¿Hace el animal representado referencia a un episodio de caza? ¿Se trata de una imagen de un mito perdido que evoca un tiempo en el que los humanos y los animales vivían en armonía? ¿Se trata de una imagen vinculada a un ritual que debe favorecer la adquisición de presas en la caza? ¿O se trata de la glorificación de un animal que se considera el origen del grupo humano que lo representó?
Cuando tomamos como elemento de comparación lo que en el campo de la antropología algunos estudiosos han venido a denominar «sociedades simples», caracterizadas por sistemas sociales de pequeña escala y formas de ver el mundo tan distintas de la nuestra, todas esas explicaciones son posibles: el éxito de la caza de un animal peligroso, el fracaso de esa misma acción con las consecuencias negativas para el cazador y el grupo, el mito de origen o de creación. Pero se trata de explicaciones notablemente distintas, unas referidas a la narración de actos cotidianos, otras con un profundo significado metafísico. Y ni siquiera a través de un estudio estadístico detenido, atento a las frecuencias de los temas, sus ubicaciones y las asociaciones en las que se integran las distintas especies representadas, resulta fácil dilucidar cuál de todas esas interpretaciones podría ser la adecuada (Sauvet et al., 2006).
Las imágenes tienen un componente formal y estético, atraen nuestra atención por su aspecto, por su ambigüedad o por su belleza, incluso por el tema que representan, pero su fuerza no está en la forma, sino en lo que comunican o, como propone David Freedberg (1992), en la respuesta que provocan en el espectador. El componente estético –o visual– no hace más que reforzar la capacidad comunicativa porque, como más adelante veremos, la imagen