Madrid cautivo. Alejandro Pérez-Olivares García
estatuas de los reyes de Castilla y León formando parte de los parapetos frente al Palacio Real. La célebre «Pasarela de la Muerte» convertida en el «Puente del Generalísimo» y, allí, en la Ciudad Universitaria, donde se escenificó la rendición de la ciudad, las trincheras renunciando a su vocación. Las ruinas igualaban el Hospital Clínico y la Facultad de Medicina con las casas más pobres de la periferia, con el cuartel de la Montaña o los raíles maltrechos de los tranvías. Junto a esas estampas, la voz en off también indicaba las intenciones de la propaganda: la ciudad, «una tumba que en nada recordaba al Madrid de otro tiempo», la «gran urbe parada, agarrotada, yerta». Las marchas militares y los pasodobles, sin solución de continuidad, formaban un paisaje sonoro en el que no faltaban las muestras de júbilo, los himnos entonados gravemente o las consignas repetidas, coreadas. De creer el reportaje «La liberación de Madrid», edición extraordinaria del Noticiario Español, la entrada en la ciudad suponía un tiempo nuevo. Las imágenes, los sonidos y la intención recuerdan a una película posterior de Edgar Neville: Frente de Madrid. Sin embargo, Madrid trascendió esa condición. Con apenas 32 meses de diferencia, la ciudad pasó de ser la capital del «¡No Pasarán!» a la capital de un nuevo Estado, el franquista, que empezaba a amanecer entonces. Madrid también había sido retaguardia, donde la propiedad, la vida y las relaciones sociales dieron un gran vuelco. Pero, ante todo, desde aquella mañana filmada por las cámaras, Madrid iba a ser la ciudad del miedo y de la alegría, del hambre y la opulencia, la ciudad del silencio y de los gritos, de la necesidad de esconderse y de la tranquilidad de mostrarse en público. La «liberación» convirtió a Madrid, que «era ya una ciudad moderna y cosmopolita», en muchas ciudades diferentes, contradictorias.2
Esa ciudad de contrastes parece fijada en el imaginario colectivo por otras imágenes, esta vez producidas por una literatura que, aun bajo la censura, logró describir el panorama social, cultural y moral de la posguerra. Madrid fue un conjunto de miradas bajas y el recuerdo constante de la autoridad, los serenos vigilando los portales, los estraperlistas huyendo de los guardias que se acercaban a las paradas del metro y los jefes de barrio, calle y casa de La colmena. También la miseria y la ruina de Tiempo de silencio, los secretos que llenaban la boca, las verdades que apenas podían salir de los labios o las desigualdades que era mejor no ver. Las vidas tristes, llenas de la angustia cainita de Los Abel. Madrid fue la ruptura provocada por la guerra, pero también la continuidad dibujada en perspectiva por el poema de Gloria Fuertes. Durante muchas décadas también fue la documentación imposible de consultar, lo que impidió profundizar en todas las imágenes procedentes de aquella época. Pero 80 años después de que la ciudad fuese «liberada», según el lenguaje de las nuevas autoridades, estas páginas se preguntan por los principios y las consecuencias de la ocupación y el control de Madrid. ¿Cómo se preparó y se efectuó la entrada en la ciudad? ¿De qué manera se desplegó el dominio sobre el espacio urbano y la población que lo habitaba? ¿Qué relación tuvo con la construcción de la dictadura franquista?
Para interpretar la complejidad de una ciudad ubicada entre la ruptura y la continuidad, sitúo la ocupación de Madrid y su control en un contexto que arranca el 17 de julio de 1936, con la sublevación militar contra la II República, y que termina el 7 de abril de 1948, con la comunicación que declaraba derogado el estado de guerra. Este libro trata de demostrar la relación existente entre la ocupación militar del mundo urbano y las políticas de control social desarrolladas a partir de entonces. Pero mientras la perífrasis «ocupación militar» parece bastante clara, ¿qué se puede entender por «control social» y por qué es una noción útil para esta historia? Algo más de un siglo después de que fuera acuñada por la sociología, puede afirmarse que el control social es una noción que apela tanto a las «dinámicas de criminalización, represión y punición» con el que se solventan los conflictos como a su carácter de regulación de las relaciones sociales. Aproximaciones críticas y funcionalistas que corren el riesgo de convertir el control en un concepto atemporal y, es necesario señalarlo, «historiográficamente amorfo». Sin embargo, no es menos cierto que también se debe recordar que por control social se han entendido muchas cosas en épocas muy distintas, al igual que se han utilizado múltiples herramientas a lo largo del tiempo para imponerlo. En el caso de «regímenes autoritarios, totalitarios, dictatoriales, en sentido genérico son precisamente aquellos que practican de forma indubitable la violencia política desde el Estado como elemento de control social» (Oliver Olmo, 2005; Aróstegui, 2012: 48).
Esta apuesta tiene dos implicaciones principales. Por un lado, supone profundizar en lo que se definió, en torno al cambio de siglo, como los «efectos no contables de la represión» o el llamado «salto cualitativo». Por otro, significa alejarse del «recuento de atrocidades» para comprender la dictadura franquista a partir de las lógicas de la violencia que desplegó (Rodrigo, 2002; Gómez Bravo y Pérez-Olivares, 2014). En este sentido, comprendo la violencia como una herramienta plural que se concreta en sus prácticas, un fenómeno relacional que incluye «acciones de fuerza, coerción o intimidación […] que en última instancia persiguen el control de los espacios de poder político». La proyección de la violencia hacia el espacio, percibido en un sentido amplio, es particularmente interesante para vincular el control con la ocupación de Madrid, que dio paso a la dictadura franquista en la ciudad (Eisner, 2009; Aróstegui, González Calleja y Souto, 2000). Así, entendiendo el control social como una forma de violencia, mi interés se extiende a las acciones relacionadas con la ocupación que trataron de asegurar la gobernabilidad de la sociedad de posguerra en Madrid, «a base de moldear voluntades, ofrecer o vetar oportunidades o marcar los umbrales de lo permitido» (Capel, 2014). Un enfoque, de otro modo, que apuesta por plantear el ejercicio del control social más allá de su relación con los espacios en que tradicionalmente se ha estudiado para el franquismo, como las cárceles. De este modo, el ejercicio del control desde la amenaza del castigo, pero también desde la identificación de los comportamientos consentidos, permite explorar las diferentes formas en que se expresan los valores de una sociedad o se hacen efectivas las normas de cualquier régimen (Melossi, 1992; Garland, 1991).
Es importante insistir en la proyección de estas preocupaciones sobre un marco urbano. La historia de Madrid durante la Guerra Civil y el primer franquismo se ha escrito muchas veces a partir de un conjunto de «fechas clave» y estudios de caso. El destino de la sublevación y las razones de la resistencia al asalto frontal en julio y noviembre de 1936, respectivamente; el hundimiento de la retaguardia y la rendición de las autoridades republicanas en marzo de 1939; la represión desde una perspectiva de género o el despliegue carcelario de posguerra son algunos de esos jalones. Investigaciones importantes y necesarias todas ellas, pero este libro se sitúa en una nueva senda que intenta desarrollar un acercamiento integral a Madrid, potenciando su dimensión urbana en todos y cada uno de los conflictos que experimentó después de tres años de asedio y guerra (Gómez Bravo, 2018). El militar fue el más rotundo, por supuesto, pero eso no puede hacer olvidar la importancia de los conflictos sociales, culturales o simbólicos que se dieron cita entonces. Incluso las imágenes de propaganda del Noticiario Español captaron los efectos de la guerra en las casas, en las calles y en las plazas, en la movilidad urbana y el abastecimiento. Pero las ciudades son mucho más que el conjunto de sus edificios, y el conflicto también tuvo consecuencias en las relaciones vecinales, entre compañeros de trabajo y conocidos del bar o algún otro espacio de sociabilidad, entre quienes abandonaron la clandestinidad con la ocupación y aquellas personas que la iniciaron con la «liberación», deseando proclamar su sufrimiento o esconder su compromiso. Por eso la posguerra de Madrid no puede comprenderse como una tabula rasa respecto a la ciudad de preguerra, ni la década de 1940 como un «tiempo sin historia», como un contexto cuyas claves residen en el comportamiento frente a la sublevación, el «Alzamiento», la «dominación roja» o el «Glorioso Movimiento Nacional» según el lenguaje que empezó a imponerse. Lo que sucedió a partir de la ocupación fue tanto el intento de imponerse sobre el mundo urbano como el de implantar una forma de vida concreta en él (Wirth, 1962; Oviedo Silva y Pérez-Olivares, 2016).
Rupturas y continuidades, una vez más, que evaluaré a la luz de la herencia interdisciplinar de los estudios posconflicto. Un enfoque que desde el comienzo del nuevo siglo se ha mostrado muy útil para reflexionar sobre la reconstrucción de las sociedades