Sanos y seguros. David Powlison

Sanos y seguros - David Powlison


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CAPÍTULO 6: LA BATALLA CON LA SOMBRA DE MUERTE

       CAPÍTULO 7: EL CONFLICTO CON LAS CIENCIAS OCULTAS

       CAPÍTULO 8: LA BATALLA CONTRA EL ANIMISMO

       CAPÍTULO 9: LA GUERRA ESPIRITUAL SE ENFOCA EN LA PERSONA

       CAPÍTULO 10: LA ÚLTIMA BATALLA

       APÉNDICE: EL MODO MINISTERIAL DE JESÚS Y EL NUESTRO

      

ste libro trata sobre la guerra espiritual. Tú estás en una batalla. Yo estoy en una batalla. Además, todas las personas que aconsejamos viven (al igual que nosotros) en la niebla de la guerra, acechadas por un depredador mortal y enfrentando a un maestro del engaño. Cuando nuestros corazones nos engañan y nuestra cultura nos despista, estamos ante la acción de los deseos y propósitos de Satanás.

      ¿Qué te parece?

      Si eres como yo, tal vez te sea difícil notar que estás en esta guerra en el día a día. Como ocurre con todas las realidades espirituales, es fácil olvidar esta si no la ves con tus propios ojos. Escribí este libro porque quiero que estemos conscientes y alertas respecto a las verdaderas batallas que enfrentamos. Estos son días oscuros, y este libro trata de cómo tú, tus seres queridos y las personas que aconsejas pueden mantenerse firmes contra las huestes de las tinieblas. A medida que avancemos, seré personal. Compartiré historias para mostrarte cómo han sido algunas batallas de mi vida. Compartiré historias de las vidas de otras personas para que podamos aprovechar lo que ellas han aprendido sobre cómo debemos mantenernos firmes. Contaré historias porque este no es un tema en que podamos ser abstractos. La realidad de la gran guerra por nuestras almas se trata en la Biblia desde Génesis 3 hasta Apocalipsis 22. Somos gente real con un problema real. Esto es personal para todos nosotros.

      Por lo tanto, para partir, hablemos de mis inicios.

      Los primeros veinticinco años de mi vida, yo no tenía la conciencia de que estaba en medio de una batalla con fuerzas invisibles. Crecí en una iglesia de Hawái que no creía en el diablo ni tenía mucho que decir sobre Jesús. En verdad, no necesitábamos a un salvador porque realmente no éramos pecadores, al menos no muy grandes. Pensábamos que, en el fondo, éramos gente buena con algunos problemas que podíamos resolver por nuestra cuenta. Desde luego, tampoco pensábamos en el diablo ni hablábamos de él. Pero eso no cambiaba la realidad de que yo sí tenía enemigos: el mundo a mi alrededor, donde todos vivíamos sin pensar en Dios; mis propios deseos, que a fin de cuentas se centraban en mí mismo; la muerte y la sombra de muerte, y, por sobre todo, Satanás, el señor de las tinieblas.

      Cuando llegué a la adolescencia, empecé a sentir que no me estaban enseñando el panorama completo de lo que era la vida en mi iglesia. Podía ver que de verdad había mal en el mundo. Mi papá fue marino en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Después de la Guerra, enfrentamos la amenaza de ser aniquilados por una bomba nuclear. Hacíamos simulacros en la escuela, en los que todos nos escondíamos debajo de las mesas en caso de que se lanzara una bomba atómica. Ese era el mundo en el que yo vivía. Era un mundo en el que la religión con la que crecí parecía totalmente irrelevante.

      Cuando salí de mi hogar para ir a estudiar en la Universidad de Harvard, ya había perdido todo mi interés en la religión, pero mi mundo siguió expandiéndose. Ahora incluía un campus agitado por las protestas estudiantiles. Protestábamos contra la injusticia social en Cambridge, las reglas y políticas de Harvard, y la guerra de Vietnam.

      Además, la muerte se volvió real para mí. Mi abuelo falleció mientras yo cursaba el primer año en la universidad. Lo vi tratar de encontrarle sentido a su vida en presencia de la muerte. No tenía respuestas, y yo tampoco tenía respuestas que compartir con él. El año siguiente, estudié un semestre en Francia. Una noche, iba en el asiento trasero de un auto cuando un joven, en evidente estado de ebriedad, se cayó a la calle delante de nosotros. Lo miré a los ojos antes de que el vehículo lo arrollara, provocándole la muerte. Una vez más, me vi ante la muerte sin tener respuestas. ¿Cómo era posible darle sentido a una vida que podía acabar tan repentina y absurdamente en la muerte?

      Además, yo tenía deseos, pensamientos e intenciones. Quería tener relevancia, entender a la gente, vivir una vida que importara, servir de algún modo a los demás y tener una relación con una chica agradable. Con esos fines, decidí estudiar psicología, les llevaba agua y vendas a los lesionados en los disturbios y tuve una serie de relaciones monógamas. También había cosas que no quería. No quería estar cerca de los cristianos. Pensaba que los cristianos eran retrógrados y conservadores. Si conocía a alguien que dijera ser cristiano, me mantenía lo más lejos posible.

      Aun así, tenía dudas espirituales sin responder, pero no estaban en el primer plano de mi vida. Luego de unos años en la universidad, mi cosmovisión empezó a agrietarse muy lentamente. Dios irrumpió a través de Bob Kramer, un amigo que conocí en Harvard, donde los dos participábamos juntos en las protestas. Él viajó a Europa para estudiar un año y terminó en L’Abri, donde conoció a Francis Schaeffer y se convirtió al cristianismo. Cuando volvió a la universidad, se dio la coincidencia de que teníamos espacio en nuestro apartamento y se mudó a vivir conmigo.

      Ese año, Bob y yo empezamos una conversación sobre Jesús que se extendió por cinco años. Fue la primera persona con una actitud reflexiva respecto a su fe que yo conocí. Podía esgrimir una defensa intelectual muy convincente del cristianismo, pero el motivo por el que nuestra conversación duró cinco años era que yo no quería un salvador. No quería un señor. Quería estar a cargo de mi vida y mis decisiones. Nuestra amistad perduró ―incluso fui testigo en su boda con Diane―, pero yo no cambié. Seguía sin querer ser cristiano.

      Sin embargo, el 31 de agosto de 1975 pasó algo diferente. Nuestra conversación empezó en la misma línea, con Bob explicándome las razones filosóficas y existenciales a favor del cristianismo, las que tenían perfecto sentido para mí. Entonces, él dejó de defender el cristianismo y sencillamente me abrió el corazón. Dijo: "Diane y yo te queremos mucho y te respetamos. Pero por lo que crees y por cómo estás viviendo… te estás destruyendo".

      Bob se había ganado el derecho de decirme eso, y el Espíritu usó esas palabras en mi vida. De inmediato sentí una intensa convicción de pecado. Mis pecados destellaron ante mis ojos: actitudes, pensamientos y acciones en las que apenas unos minutos antes no veía nada malo. Pero lo más fundamental de todo fue que me impactó el hecho de que no había creído en el amor de Dios por mí.

      Me quedé sentado allí. Bob tuvo la valentía y la sabiduría de seguir en silencio. Al fin, dije: "¿Cómo puedo ser cristiano?". Su respuesta fue graciosa porque empezó a hablar de apologética otra vez. Tuve que detenerlo y decir: "No, no. No me importa nada de eso. ¿Qué tengo que hacer para ser cristiano?".

      Fue ahí cuando Bob me compartió la promesa de limpieza y de un nuevo corazón que se encuentra en Ezequiel.

      "Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne"

      (Ezequiel 36:25-26).

      Esa oferta de limpieza, renovación, transformación… era todo lo que yo quería, y por primera vez entendí que la necesitaba. Pero entonces, Satanás, que todo


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