El sueño de Texas. Alberto Vazquez-Figueroa

El sueño de Texas - Alberto Vazquez-Figueroa


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¿No se llevan nada?

      –Todo lo que tenemos, sed, hambre y recuerdos, nos los llevamos puesto. El resto son harapos.

      –Hay algo que sí quisiera llevarme, padre –le interrumpió su hija–. La piedra de moler. Vayamos donde vayamos habrá millo, y sin «gofio» los canarios nunca seremos nada.

      Matías Curbelo pareció comprender que tenía razón e hizo un gesto con la cabeza indicando a sus hijos que fueran a buscarla.

      Desaparecieron en el interior de la cuadra y al poco regresaron cargando la piedra.

      ***

      El Teide, blanco y majestuoso, se recortaba contra el cielo e iba ganando en tamaño a medida que la nave se aproximaba.

      En la cubierta de la «San Telmo», una balandra pequeña, hedionda y miserable, se apiñaban medio centenar de infelices, que contemplaban con ojos, en los que se mezclaban el temor y la esperanza, la verde isla y el gigantesco volcán que se alzaba ante ellos.

      María Curbelo, sentada sobre un rollo de cuerdas, tenía sobre el regazo a un niño que debía haber sufrido una pésima travesía, puesto que se le advertía pálido y ojeroso. Pese a ello, su voz se animó al inquirir:

      –¿Qué es eso blanco que cubre la montaña?

      –Nieve.

      –¿Y eso qué es?

      –Agua sólida.

      –¡Tú eres tonta! ¿Cómo puede haber agua sólida?

      –No lo sé, pero dicen que así es.

      El chiquillo meditó largamente y al poco, con absoluta inocencia, aventuró:

      –Y si es agua sólida, ¿por qué no nos la llevamos a Lanzarote? ¿Crees que los tomates crecerían si cubriésemos con ella los campos?

      –Tampoco lo sé, pero a lo mejor por eso Tenerife se ve tan verde. –Tras unos momentos de duda añadió–: Pero no creo que nos dejasen quitarles su nieve.

      –Si yo tuviera «agua sólida» no dejaría que nadie me la quitara.

      –Parece que les sobra.

      –¿Y no podríamos quedarnos? Tenerife se ve bonito.

      –Aceptamos que nos llevaran a Texas y no nos dejarán quedarnos por el camino. Pero no te preocupes; América es aún más bonita.

      El mocoso lanzó una larga ojeada a la enorme montaña y a las verdes laderas y por último negó convencido:

      –Lo dudo.

      ***

      En una amplia y destartalada sala que tal vez fuera la antigua capilla se amontonaban cuarenta o cincuenta emigrantes, entre hombres mujeres y niños, dado que ese era el hospedaje que se había proporcionado a las familias que se habían ido reuniendo a la espera del día del en que tuvieran que embarcar.

      Las condiciones de vida eran ciertamente deplorables puesto que ni siquiera tenían camas sino tan solo colchonetas tiradas en el suelo, mientras que la separación entre las distintas familias se había hecho a base de raídas mantas que colgaban de cuerdas tendidas de una pared a otra.

      Todo tenía el aspecto de un campo de refugiados, y los rostros mostraban desesperación y hastío, a la par que hambre.

      En un rincón, no lejos de un semiderruido altar presidido por un deteriorado crucifijo, el padre Ruiz, un franciscano de aspecto bondadoso, había improvisado una especie de primitiva aula donde con ayuda de una rústica pizarra trataba de enseñar a los niños –y a los que no lo eran tanto– las primeras letras.

      –¡A ver...! La eme con la i, mi. La eme con la o, mo. La eme con la u, mu…

      La totalidad de los miembros de las familias Curbelo y Leal atendían a las explicaciones repitiendo la lección como niños y así continuaron mientras un sordo rumor les obligaba a alzar más y más la voz, hasta que de improviso y a través de los innumerables huecos de la techumbre, comenzaron a caer gruesas gotas, lo que hizo que Juan Leal alzara el rostro, al tiempo que exclamaba:

      –¡Llueve! ¡Llueve! ¡Dios bendito; está lloviendo!

      Como si semejante revelación fuera algo inaudito y portentoso, la mayoría de los hombres, mujeres y niños corrieron hacia la salida, dejando estupefacto al padre Ruiz, que se volvió hacia el único alumno –un hombretón de aspecto rudo– que no se había movido de su sitio.

      –¿Pero qué ocurre? –quiso saber.

      –Llueve.

      –¿Y qué? ¿Es que nunca han visto llover?

      –La mayoría no. Son lanzaroteños y está cayendo más agua en un minuto que en toda su isla en cinco años...

      –Entiendo. ¿Y tú no vas a verlo?

      –Yo soy gomero.

      Fue a añadir algo pero se interrumpió al advertir que un niño entraba, recogía un cazo de latón, salía de nuevo y regresaba al instante con él lleno a rebosar.

      –Padre… ¿lo que cae del cielo es del primero que lo coge?

      –Sí, hijo, sí... Naturalmente.

      El chiquillo se encaminó directamente al crucifijo y colocó el cacharro a sus pies.

      –En ese caso, pídale que lo convierta en nieve.

      El desconcertado religioso se aproximó al rapazuelo y, colocándole la mano en el hombro, inquirió:

      –¿Qué has dicho?

      –Que convierta el agua en nieve. No se la estoy quitando a nadie, y me la llevaré a Lanzarote cuando vuelva.

      –Pero bueno, hijo, eso no es tan sencillo; el agua no se convierte en nieve así, sin más.

      Se interrumpió porque advirtió que se le estaban mojando los pies debido a que por la puerta penetraba agua a raudales empapando los colchones y amenazando con transformar la estancia en una piscina.

      –¡Pero bueno…! ¿Qué es esto?

      Corrió a la salida y lo que vio le dejó estupefacto; el enorme patio del convento semejaba un inmenso estanque en el que medio centenar de mujeres y niños chapoteaban bajo la lluvia mientras los hombres corrían de un lado a otro afanándose en taponar los desaguaderos con piedras, sacos y todo cuanto encontraban a mano.

      –¡Que se va…! ¡Que se va!

      –¡Allí, Juan! Por aquel agujero.

      –En la esquina, Torano. Trae piedras, que se marcha.

      –¿Pero qué demonios hacéis? –se horrorizó el pobre cura–. ¿Os habéis vuelto locos? ¡Lo vais a inundar todo!

      Quiso apartar a los dos hombres que tenía más cerca quitando la piedra que cubría el desagüe, pero trataron de impedírselo.

      –No lo haga, padre, que es agua. ¡Es agua!

      ***

      María Curbelo descendía por un empinado camino con un pesado haz de leña en la cabeza.

      A sus espaldas se perfilaba la inmensa silueta del Teide y al doblar un recodo distinguió una pequeña casa de piedra ante cuya puerta una anciana sentada tras una rústica mesa se afanaba desgranando maíz por el sencillo procedimiento de frotar una mazorca contra otra.

      La muchacha aspiró profundamente el aroma que manaba de la chimenea y se detuvo al tiempo que señalaba las piñas que se encontraban en un cesto, todas idénticas y repletas de granos.

      –¡Qué lindo luce ese millo, cristiana! Nunca vi otro tan limpio y tan parejo. ¡Enhorabuena!

      –¡Gracias, mi niña! Todo el mundo sabe que el millo de seña Eufrasia es el mejor de las islas.

      –¿Y cómo lo consigue?


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