Nehemías. J. I. Packer
en mantener y nutrir que en la misión y el evangelismo, personas de esta clase constantemente son indiferentes, y en realidad con frecuencia contrarios, a cualquier interés activo por conversiones y por expresiones de fe no institucionalizadas, en una manera que las iglesias evangélicas encuentran preocupantes. Porque los evangélicos piensan de la iglesia en términos de la vida comunitaria que las formas institucionales existen para canalizar. Ellos ven la iglesia como el pueblo del Señor que se reúne regularmente para llevar a cabo las actividades de la iglesia -alabanza y oración, con predicación y enseñanza; practicar la comunión y el cuidado pastoral, con la motivación y responsabilidad mutua; exaltar y honrar a Jesucristo, específicamente mediante la palabra, el canto, y el sacramento; y el alcance, local y transculturalmente, con el propósito de hablar de Cristo a personas que lo necesitan. Aquí amor por la iglesia encuentra expresión en una búsqueda constante de la fidelidad, santidad y vitalidad -ardor que anima el orden- en la vida colectiva de comunión con el Padre y el Hijo a través del Espíritu que es la esencia verdadera de la iglesia. Es mejor aclarar aquí y decir directamente que la comprensión evangélica me parece de acuerdo con el Nuevo Testamento y se dará por sentada en todo lo que sigue.
Cristo edifica la iglesia
La propia centralidad de Cristo en la iglesia aparece claramente en la primera ocasión que lo escuchamos usar la palabra. Fue en un momento crucial de su ministerio, cuando Pedro como vocero de los discípulos acababa de contestar la pregunta de Jesús: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?” declarando “tú eres el Cristo,” el rey nombrado y ungido por Dios, el verdadero centro de la historia del mundo. La respuesta de Jesús fue: “Dichoso tú, Simón hijo de Jonás, porque eso no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en el cielo” (Mt. 16:15-18). Podemos pasar por alto las disputas acerca del significado exacto de Jesús, si la roca-fundamento de la iglesia debe ser la confesión de fe de Pedro como distinta de Pedro mismo, y si “las puertas del Hades” (alguna forma del poder de la muerte) debe entenderse como atacando la iglesia o resistiendo los ataques de la iglesia o ambas. Lo que nos importa es la declaración de Jesús de que él, en persona, edificará una iglesia que le pertenece, y que triunfará sobre todas las formas y poderes de la muerte.Tratemos de ver lo que eso significa.
Cuando en occidente hablamos de “nuestra iglesia,” normalmente nos referimos o bien al edificio (un salón techado, un auditorio o espacio para adorar, a veces con torre, a veces no) o a la denominación (una federación, floja o compacta, de congregaciones de igual forma de pensar o al menos de maneras parecidas para alguna forma de ayuda mutua). Decimos que estas entidades son “nuestras” porque hemos escogido ligarnos con ellas; “nuestras” significa identificación, no posesión. Pero cuando en Cesarea de Filipos, hace cerca de dos mil años, Jesús habló de “mi iglesia”, la idea de posesión era central en su significado. Porque lo que él tenía en vista era una comunidad unificada e identificada por una alianza compartida hacia él mismo -un reconocimiento común de sus reclamos y de su señorío sobre ellos, y un lazo común de amor, lealtad, y devoción a él.
“Iglesia” en el texto de Mateo es ekklesia, la palabra griega regular para una reunión pública, que el Antiguo Testamento griego de Mateo, la Septuaginta, usa regularmente por el hebreo qahal: “congregación.” Qahal significaba la reunión de israelitas en su carácter oficial como pueblo del pacto deYahweh. Yahweh había formado el Israel del Antiguo Testamento al redimir al pueblo de la esclavitud de Egipto y revelarles la realidad de su pacto. Jesús enseñó que él mismo formaría una comunidad unida por una comprensión común de la realidad que Simón Pedro acababa de confesar -es decir, que Jesús era el ungido Cristo, el Hijo de Dios oficial y personalmente, el creador y dueño de todas las cosas, el Señor de toda vida, el determinador de todos los destinos y el Salvador de todos sus siervos. Para él en su ministerio mesiánico su iglesia derivaría su identidad; para él en su gloria mesiánica le daría su lealtad. Sería su iglesia en todos los sentidos.
La fundación de ella no sería en ningún sentido un rompimiento del pasado. Al contrario, la iglesia de Cristo iba a ser, y es, nada más y nada menos que la comunidad del pacto del Antiguo Testamento misma, en una forma nueva y completa que Dios había planificado para ella desde el comienzo. Es Israel internacionalizado y extendido globalmente en, mediante, y bajo el dominio unificador de Jesús, el Salvador divino quien es su Rey. Es la familia de Dios el Padre, como aparece del hecho de que Jesús enseñó a sus seguidores a pensar y hablar de su Padre celestial como Padre de ellos también. Es el cuerpo y la esposa del Cristo resucitado, destinada para la intimidad final con él y la participación de su vida. Es la comunión del Espíritu Santo, el invisible pero poderoso facilitador que nos muestra que Jesús el Cristo es real hoy en día, que sustenta nuestra confianza en él y nuestro amor por él, quien da forma y reconstruye nuestro carácter en su semejanza, y que nos da habilidades para el ministerio mutuo que a veces llamamos “vida del cuerpo.” (“Comunión del Espíritu Santo” en 2 Corintios 13:14 parece que significa “asociación con el Espíritu” y “asociación con otros...”
En una palabra, la iglesia es la comunidad que vive en y por medio de la comunión del pacto entre el Dios trino y ella. Como el real Sumo Sacerdote en el reino de Dios de salvación y santidad, Jesús puso el fundamento para esta relación por su muerte expiatoria, ahora él realmente media la comunión de pacto a la comunidad corporativamente, y a cada participante individualmente, a través del Espíritu Santo y el poder de su vida resucitada. Tal, entonces, era la realidad que Jesús tenía en mente cuando habló de “mi iglesia.”
No es probable que Simón Pedro entendiera mucho de esto cuando confesó que Jesús era el Cristo. Los exegetas judíos en ese tiempo no percibieron que las profecías del Antiguo Testamento respecto a Cristo se fundían en una figura en quien el real sacerdocio, el sufrimiento de siervo y la muerte que condujo a la resurrección y la entronización todas se combinaban, y ninguno de los discípulos de Jesús pareció haber entendido esto hasta después que resucitó de la muerte. Pero Jesús, leyendo el corazón de Pedro mientras escuchaba sus palabras, discernió verdadera confianza y compromiso -verdadera fe, que es- al lado de la comprensión de Simón del papel oficial de Jesús. Era como si Simón hubiese dicho: “Tú, Jesús, eres el que va a traer la historia del mundo a su meta final, cualquiera que esta sea; tú eres también el que va a traer mi historia personal a su meta final, aun cuando no sé todo lo que puedas hacer; así que te reconozco como el Cristo y me uno a ti en consecuencia.” A lo que Jesús respondió declarando que sobre ese fundamento de fe él edificaría su iglesia.
¿Qué quiso decir él?
Cuando hablamos de edificar una iglesia, nuestra mente usualmente se centra en los ladrillos y el mortero de los cuales se construirá la nueva estructura, y decimos que está siendo edificada por el arquitecto que la diseñó, o la congregación o denominación o el benefactor que la financió, o la firma constructora que la levanta. Pero cuando Jesús habló de edificar su iglesia, él no estaba pensando en estos términos. Él pensaba, en cambio, en el proceso complejo por el cual la verdad acerca de sí mismo es recibida, la respuesta de sus recipientes a ello (o, mejor, responderle en términos de ella, como Pedro lo hacía), y los que responden son conformados cada vez más a él a medida que participan en las cosas que la iglesia hace en obediencia a la palabra de Jesús, bajo su liderazgo y en dependencia de su poder. Como la iglesia consiste de individuos que al venir a la fe y asociarse como creyentes han llegado a ser el pueblo del Señor (su viña, su rebaño, su templo, su nación), así que la edificación de Cristo de su iglesia tiene que ver con el cambio que él opera en su pueblo en el interior -en sus corazones, como decimos- que arrepentimiento, fe y obediencia llega a ser cada vez más el modelo de su vida, y celo por Dios que vemos en Jesús, y cumple el llamado de Jesús a la adoración, el trabajo y el testimonio en su nombre. Y hacen esto, no como individuos aislados (¡llaneros solitarios!) sino como compañeros parientes en la familia de Dios, ayudándose y animándose unos a otros en la apertura y cuidado mutuo que es la marca de “amor fraternal” (Filadelfia: vea Rom. 12:10; 1 Ts. 4:9; Hb. 13:1; 1 P 1:22; 2 P 1:7). Por este medio ellos entran cada vez más en la vida que constituye auténtico cristianismo, la vida de comunión con su Padre celestial, su Salvador resucitado, y cada uno; y al hacer esto ellos “También ustedes son como piedras vivas, con las cuales se está edificando