Novelas ejemplares. Miguel de Cervantes Saavedra

Novelas ejemplares - Miguel de Cervantes Saavedra


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con las gitanillas, que quería que las oyese doña Clara su mujer.

      Hízolo así el paje, y la vieja dijo que sí iría. Acabaron el baile y el canto, y mudaron lugar; y en esto llegó un paje muy bien aderezado a Preciosa, y dándole un papel doblado, le dijo:

      —Preciosica, canta el romance que aquí va, porque es muy bueno, y yo te daré otros de cuando en cuando, con que cobres fama de la mejor romancera del mundo.

      —Eso aprenderé yo de muy buena gana —respondió Preciosa—. Y mire, señor, que no me deje de dar los romances que dice, con tal condición que sean honestos; y si quiere que se los pague, concertémonos por docenas, y docena cantada docena pagada, porque pensar que le tengo de pagar adelantado, es pensar lo imposible.

      —Para papel siquiera que me dé la señora Preciosica —dijo el paje—, estaré contento; y más, que el romance que no saliere bueno y honesto, no ha de entrar en cuenta.

      —A la mía quede el escogerlos —respondió Preciosa.

      Y con esto se fueron la calle adelante, y desde una reja llamaron unos caballeros a las gitanas. Asomó Preciosa a la reja, que era baja, y vio en una sala muy bien aderezada y muy fresca muchos caballeros que, unos paseándose y otros jugando a diversos juegos, se entretenían.

      —¿Quiérenme dar barato, zeñores? —dijo Preciosa, que como gitana hablaba ceceoso, y esto es artificio en ellas, que no naturaleza.

      A la voz de Preciosa, y a su rostro, dejaron los que jugaban el juego, y el paseo los paseantes, y los unos y los otros acudieron a la reja por verla, que ya tenían noticia della, y dijeron:

      —Entren, entren las gitanillas, que aquí les daremos barato.

      —Caro sería ello —respondió Preciosa— si nos pellizcasen.

      —No, a fe de caballeros —respondió uno—: bien puedes entrar, niña, segura que nadie te tocará a la vira de tu zapato; no, por el hábito que traigo en el pecho.

      Y púsose la mano sobre uno de Calatrava.

      —Si tú quieres entrar, Preciosa —dijo una de las tres gitanillas que iban con ella—, entra enhorabuena; que yo no pienso entrar a donde hay tantos hombres.

      —Mira, Cristina —respondió Preciosa—, de lo que te has de guardar es de un hombre solo y a solas, y no de tantos juntos; porque antes el ser muchos quita el miedo y recelo de ser ofendidas. Advierte, Cristinica, y está cierta de una cosa: que la mujer que se determina a ser honrada, entre un ejército de soldados lo puede ser. Verdad es que es bueno huir de las ocasiones; pero han de ser de las secretas y no de las públicas.

      —Entremos, Preciosa —dijo Cristina—, que tú sabes más que un sabio.

      Animolas la gitana vieja, y entraron. Y apenas hubo entrado Preciosa, cuando el caballero del hábito vio el papel que traía en el seno, y llegándose a ella, se lo tomó, y dijo Preciosa:

      —Y no me lo tome, señor, que es un romance que me acaban de dar ahora, que aún no le he leído.

      —¿Y sabes tú leer, hija? —dijo uno.

      —Y escribir —respondió la vieja—, que a mi nieta la he criado yo como si fuera hija de un letrado.

      Abrió el caballero el papel, y vio que venía dentro dél un escudo de oro, y dijo:

      —En verdad, Preciosa, que trae esta carta el porte dentro. Toma este escudo que en el romance viene.

      —Basta —dijo Preciosa—, que me ha tratado de pobre el poeta. Pues cierto que es más milagro darme a mí un poeta un escudo que yo recebirle. Si con esta añadidura han de venir sus romances, traslade todo el Romancero general, y envíemelos uno a uno, que yo les tentaré el pulso, y si vinieren duros, seré yo blanda en recibillos.

      Admirados quedaron los que oían a la gitanica, así de su discreción como del donaire con que hablaba.

      —Lea, señor —dijo ella—, y lea alto. Veremos si es tan discreto ese poeta, como es liberal.

      Y el caballero leyó así:

      Gitanica, que de hermosa

      Te pueden dar parabienes:

      Por lo que de piedra tienes

      Te llama el mundo Preciosa.

      Desta verdad me asegura

      Esto, como en ti verás;

      Que no se aparta jamás

      La esquiveza y la hermosura.

      Si como en valor subido

      Vas creciendo en arrogancia,

      No le arriendo la ganancia

      A la edad en que has nacido;

      Que un basilisco se cría,

      en ti, que mata mirando,

      Y un imperio, que, aunque blando,

      Nos parezca tiranía.

      Entre pobres y aduares,

      ¿Cómo nació tal belleza?

      ¿O cómo crio tal pieza

      El humilde Manzanares?

      Por esto será famoso

      A par del Tajo dorado,

      Y por Preciosa preciado

      Más que en el Ganges caudaloso.

      Dices la buenaventura

      y dasla mala contino;

      Que no van por un camino

      Tu intención y tu hermosura.

      Porque en el peligro fuerte

      De mirarte o contemplarte,

      Tu intención va a desculparte,

      Y tu hermosura a dar muerte.

      Dicen que son hechiceras

      Todas las de tu nación;

      Pero tus hechizos son

      De más fuerzas y más veras;

      Pues por llevar los despojos

      De todos cuartos te ven,

      Haces, ¡oh niña!, que estén

      Los hechizos en tus ojos.

      En sus fuerzas te adelantas,

      Pues bailando nos admiras,

      Y nos matas, si nos miras,

      Y nos encantas, si cantas.

      De cien mil modos hechizas,

      Hables, calles, cantes, mires,

      O te acerques, o retires,

      El fuego de amor atizas.

      Sobre el más exento pecho

      Tienes mando y señorío

      De lo que es testigo el mío,

      De tu imperio satisfecho.

      Preciosa joya de amor,

      Esto humildemente escribe

      El que por ti muere vive

      Pobre, aunque humilde amador.

      —En pobre acaba el último verso —dijo a esta sazón Preciosa—: ¡mala señal! Nunca los enamorados han de decir que son pobres, porque a los principios, a mi parecer, la pobreza es muy enemiga del amor.

      —¿Quién te enseña eso, rapaza? —dijo uno.

      —¿Quién me lo ha de enseñar? —respondió Preciosa—. ¿No tengo yo mi alma en mi cuerpo? ¿No tengo ya quince años? Y no soy manca, ni ronca, ni estropeada del entendimiento. Los ingenios de las gitanas


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