8 Pecados. Pepa López Sevilla

8 Pecados - Pepa López Sevilla


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y después de un cuarto de hora, aún no se ha decidido. Te exasperan su avaricia y su indecisión, y la facilidad con que se deja arrastrar por el ansia de acumular cosas, lo que sea. Comienzas a morderte las uñas y piensas que quizás venir haya sido un error después de todo. Porque ¿qué harás si confirmas tus sospechas?

      A tu lado, una señora que huele a jazmín rancio habla con la dependienta en la caja. Te hace gracia el gesto involuntario que hacen sus ojos arrugados al sonreír. Está radiante, y sus dientes amarillentos contrastan con el carmín rojo de sus labios, que se mueven rápidos cuando comienza a hacerle preguntas a la dependienta, visiblemente irritada. Que sí, que tiene quince días para devolver la ropa si no se la ve bien en casa. Que sí, que solo basta con presentar el ticket. Que no, que no tiene que llevarse otra prenda, que se le devuelve el importe completo. Finalmente, la mujer decide llevarse todo lo que ha escogido. Cuando paga, se gira hacia ti y das un respingo; de nuevo el hilillo viscoso y granate que corre despacio por su barbilla, un poco más despacio que el de la joven de los vaqueros.

      Al fondo, tu madre sigue mirando etiquetas, seguramente buscando los precios más baratos. Le ha gustado una falda verde, grita, pero quiere ver más, quiere verlo todo, llevárselo todo, y cumplir así sus deseos. ¡Tiene tantos! No son caros, pero son muchos. Desde el mostrador, la dependienta la anima a que compre cualquier cosa que le guste. Por este dinero… Ella te mira buscando tu complicidad, pero no la encuentra. Y entonces hace ese gesto con los labios otra vez, ese gesto que ahora entiendes: ha visto tu desprecio, ¿acaso te crees mejor que ella? Finalmente, abandonáis la tienda con otra bolsa cuyo contenido ha costado la mitad de lo que costaba antes de las rebajas.

      —¿No te gusta nada? —pregunta con cierto retintín.

      —No —respondes sin sonar muy convincente.

      En realidad, sí crees que hay cosas preciosas, pero te resistes a ellas como te resistes al azúcar, y entráis en otro establecimiento, también de ropa bonita y barata. Quieres saber qué necesita ahora: nada y todo. No necesita nada, dice, pero con estas gangas le vendrá bien cualquier cosa. Es la mejor razón para consumir: los bajos precios. Ninguna otra es tan convincente. Todo es muy barato porque está hecho en un lugar mucho más pobre que el vuestro, por gente que apenas gana para poder comprar. Pero estáis muy lejos de ese lugar, ¿verdad? Muchos otros clientes dan vueltas en el establecimiento, llenos de deseos, supones. Y hay precios para todos ellos. Vuelves a mirar a tu madre, una hebra brillante y pegajosa le corre ahora por la comisura derecha de los labios. Igual que la otra vez.

      Entonces salís al pasillo. Un escaparate llama tu atención. Te acercas y miras dentro. De un falso techo cuelga un gran corazón hecho de trocitos de papel de colores, sujeto por una delicada cinta de raso azul eléctrico. Una constelación de planetas de lana se balancea suavemente a su lado. Pero no son solo móviles lo que ves a través del cristal. Reflejada en el escaparate, tu madre te observa, inmóvil, como si fuera un robot. No es la única; hay un pequeño grupo de gente a su lado. Todos sostienen varias bolsas y babean delgados hilos de saliva escarlata. Por primera vez sientes miedo —aún no sabes de qué, aunque lo sospechas— y te refugias en el interior de la tienda. Lo que ves ahí te atrapa y te hace olvidar por un momento. El establecimiento no tendrá más de treinta metros cuadrados, suficientes para cumplir pequeños deseos como el tuyo. Debe de haber cientos de móviles colgantes y son bellísimos, todos ellos. De piedra y papel, de conchas de almeja, de cuero y de alambre. Los más próximos al aire acondicionado tintinean y sientes la melodía que te trae a la memoria los caballos, el campo y el limonero, y también esa tarde perfecta. Examinas los precios, están en rebajas. Y tu alma sonríe ante la oportunidad de satisfacer ese deseo tan asombroso que surge de lo más profundo de tu espíritu, de tu yo niña de once años.

      —Están muy bien de precio —te dice el dependiente—, estamos liquidando.

      —¿Vais a cerrar?

      —No, nos trasladamos.

      Entonces coges una campana de paz y una cortinilla de láminas metálicas. Y cuando te diriges al mostrador sientes un dolor en el estómago que te hace dudar. Piensas en la yegua y su potro, y en la naturaleza viva. Y por un momento decides no comprar los móviles. Y miras a través del cristal y ves de nuevo a tu madre con sus bolsas. Ahora está sola, mirando hacia el escaparate mientras te espera, quizás con el deseo de confirmar que no eres mejor que ella, aunque lo intentes.

      Después de pagar sales de la tienda con una bolsa de plástico en la mano y una vergüenza que nace del recuerdo de tu propia casa adornada con incontables móviles colgantes; la culpa que sucede a la traición.

      —Hija, alegra esa cara. Solo es un móvil, un caprichito de nada —dice con evidente sarcasmo, como burlándose de tu presunta superioridad.

      La miras sin hablar y observas tu bolsita, que parece ridícula al lado de sus tres bolsas; pero el pequeño número de fragmentos robados a la Tierra no te hace sentir mejor. Tu madre se acerca y te coge del brazo, y camináis como si fuerais cómplices de un delito. Sonríe, parece contenta; supones que ahora tiene la hija que siempre ha querido tener. Tú también sonríes, y te acercas más a ella para darle un beso en la mejilla. Y acaricias con la yema de tu dedo índice la hebra roja que se desliza por las comisuras de sus labios. Entonces os dirigís a un almacén de ropa vintage, la que tanto te gusta. Ya no te resistes y decides pagar el precio de compartir un día de rebajas con ella. Y sigues adelante, excitada ante la idea de consumir, como un adicto ante una dosis inmediata. Antes de entrar, tu madre se te queda mirando la barbilla y sonríe de nuevo. Tú vuelves a contemplar tu bolsa y entráis en la tienda mientras te limpias de la boca algo viscoso que no es saliva. Dentro, la piel se te eriza y sientes frío; el aire acondicionado está muy alto. Afuera, la Tierra quema.

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