El árbol de las revoluciones. Rafael Rojas
la Iglesia.
En la mayoría de los países latinoamericanos, ese programa, especialmente en la versión compacta del artículo 27, esto es, la reforma agraria comunal y la propiedad nacional sobre el subsuelo, circuló como emblema de la ideología revolucionaria. Emblema que, como sostienen los estudios de Guillermo Palacios, Pablo Yankelevich y María Cecilia Zuleta, lo mismo activó gestiones de solidaridad con México en tiempos de la dictadura de Victoriano Huerta y alentó peregrinajes o exilios como los de Manuel Baldomero Ugarte, Víctor Raúl Haya de la Torre, Julio Antonio Mella y Aníbal Ponce, que propiciaron la instalación de la experiencia mexicana como paradigma del cambio social.25 Los populismos de mediados del siglo xx también echaron mano de aquel paradigma, pero en la mayoría de los casos desecharon el sentido comunal del agrarismo mexicano.
La idea de la revolución viajó de México al Brasil de Vargas y a la Argentina de Perón, arraigó en el aprismo peruano y su poderosa influencia en las izquierdas no comunistas de los Andes y el Cono Sur, y articuló los movimientos nacionalistas revolucionarios en Centroamérica y el Caribe hasta 1959. Lo mismo por vía insurreccional, como en los casos de Sandino y Farabundo Martí en Nicaragua y El Salvador, en los años veinte y treinta, o de las organizaciones vinculadas a la Legión del Caribe en los cuarenta, que a través de movimientos cívicos y electorales como los de Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz en Guatemala; Víctor Paz Estenssoro y el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en Bolivia; Jorge Eliécer Gaitán en Colombia, o Eduardo Chibás en Cuba, toda la ideología revolucionaria latinoamericana estuvo poderosamente endeudada con el México de la primera mitad del siglo xx.
Aunque coincidió temporalmente con el varguismo en Brasil y el arranque del peronismo en Argentina, el cardenismo mantuvo el efecto multiplicador de la cultura política revolucionaria hasta bien entrada la Guerra Fría. La reactivación del reparto ejidal, la nacionalización ferroviaria y petrolera, el voto femenino, la solidaridad con la República española y el asilo a León Trotski, a la vez que generaban no pocas tensiones con la izquierda comunista, alentaron el nacionalismo revolucionario, sobre todo en la región de Centroamérica y el Caribe, como se constata la experiencia guatemalteca y cubana de los años cincuenta.26 El varguismo y sobre todo el peronismo también ejercieron una poderosa atracción sobre la juventud latinoamericana a fines de los cuarenta y durante todos los cincuenta, como se observa en Venezuela, Colombia o Cuba.
de méxico a cuba
La Revolución cubana de 1933 fue uno de los tantos procesos inspirados por el México revolucionario. Sus líderes, Ramón Grau San Martín, Fulgencio Batista y Antonio Guiteras admiraban al gran país vecino. En sus viajes a México, Batista se reunía con Lázaro Cárdenas y se presentaba como defensor en la isla de las ideas de Querétaro. La influencia de la Revolución mexicana se constata hasta bien entrados los años cincuenta en Cuba, durante la etapa insurreccional de la lucha contra la dictadura. En la Constitución de 1940 y en los programas de los dos principales partidos de la oposición al régimen batistiano, el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) (PRC) y el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) (PPCO), la ideología predominante era un nacionalismo revolucionario muy parecido al del Partido Revolucionario Institucional (PRI). La cúpula de ambos partidos y sus juventudes, dentro de las que se encontraban líderes de las dos principales organizaciones revolucionarias de los cincuenta, el Movimiento 26 de Julio (M-26-7) y el Directorio Revolucionario Estudiantil (DRE), como Fidel Castro y José Antonio Echeverría, vivió exilios o breves residencias en México.27
Comparada con la mexicana, la cubana de los cincuenta fue una revolución menos heterogénea. El liderazgo de las guerrillas de la Sierra Maestra y el Escambray era fundamentalmente de clase media urbana, mientras que las bases de los pequeños comandos armados, que nunca rebasaron los tres mil hombres, eran campesinas. La Revolución cubana se vuelve un fenómeno de masas luego del triunfo de enero de 1959, cuando los sindicatos se vuelcan a las tareas revolucionarias, se crean las milicias, la reforma agraria involucra a la mayoría del campesinado y la Campaña de Alfabetización politiza a la pequeña burguesía que no intervino en la insurrección. Si la fase insurreccional de la Revolución cubana duró apenas dos años, entre enero de 1957 y enero de 1959 –en el Escambray, la guerrilla arrancó en febrero de 1958, luego del desembarco de las tropas de Faure Chomón en Nuevitas–, el periodo de construcción del Estado socialista puede enmarcarse entre 1960 y 1976.28
Desde un punto de vista ideológico, los programas del M-26-7 y el DRE no se diferenciaban sustancialmente de los de los partidos PRC y PPCO. La radicalización socialista o marxista-leninista también es un fenómeno posterior a la victoria de enero de 1959, en medio de la confrontación con Estados Unidos, que se intensifica a partir de la primavera de 1960, luego del acuerdo comercial entre Fidel Castro y Anastás Mikoyán de febrero de ese año. Una vez asumida la identidad socialista del proyecto cubano, en los días de playa Girón, el gran dilema al que se enfrentará la dirigencia revolucionaria será el de sumarse o no al bloque soviético y al modelo de los socialismos reales de Europa del Este. Las mayores resistencias a ese designio, impulsado por el viejo Partido Comunista, provendrán, después de la crisis de los misiles, del guevarismo y, en menor medida, del nacionalismo revolucionario no comunista del M-26-7 y el DRE.29
Las diversas purgas y polémicas de los años sesenta en Cuba, que se asocian con los llamados procesos del “sectarismo” y la “microfracción”, ilustran las fisuras del campo revolucionario en el poder.30 Vistas en el espejo mexicano, aquellas fisuras fueron menores, si se recuerda que aquí los principales líderes de la revolución se enfrentaron entre sí por medio de las armas. La primera oposición al poder revolucionario, clandestina o armada, fue ante todo anticomunista o específicamente católica, como se observa en organizaciones como el Movimiento de Recuperación Revolucionaria, el Movimiento Revolucionario del Pueblo o en las guerrillas contrarrevolucionarias del Escambray que subsistieron hasta 1967. La concentración del máximo liderazgo de la revolución, tanto en la etapa insurreccional como en la de la construcción socialista, en la persona de Fidel Castro dio al proceso cubano una mayor unidad política, pero también restó solidez y retardó la institucionalización del nuevo Estado en su primera década.
Esa ralentización no impide hablar, por supuesto, de un “poder revolucionario”, en términos de Juan Valdés Paz, que se constituye y evoluciona a lo largo de varias fases (1959-1963, 1964-1974, 1975-1991, 1992-2008, 2009-2019), que corresponden a periodos concretos de la política doméstica e internacional del Estado cubano y su interacción con la sociedad de la isla.31 Si bien en esa evolución hay una continuidad institucional evidente, entre la Constitución de 1976 y la de 2019, basada en el partido comunista único, los órganos del poder popular o la economía planificada, fuertemente orientada al gasto público en derechos sociales, los largos liderazgos de Fidel y Raúl Castro aseguran una unidad o cohesión de mando que impacta desde el nivel de la gobernanza hasta el de los afectos.
Aquella unidad se tradujo en una rápida mutación del concepto de revolución en Cuba, que todavía asombra por su capacidad de reproducción simbólica. Durante los años de la lucha pacífica o armada contra la dictadura de Batista, en los años cincuenta, revolución significaba restauración del orden constitucional de 1940 y lealtad a las ideas republicanas de José Martí. La Revolución, aunque pensada, dicha y escrita con mayúscula, era entendida como un cambio violento y efímero que daría paso a una nueva república. El republicanismo del lenguaje político del periodo insurreccional mantenía a raya a los actores y voces más jacobinos o socialistas. Después de 1961, revolución será otra cosa: un proceso permanente de cambio del sistema capitalista en Cuba y en el mundo, especialmente en el tercer mundo, encabezado por Fidel. En el lenguaje fidelista, el concepto de revolución alcanzó su más plena metaforización en América Latina.
La revolución no solo era eterna, sino omnipresente. La revolución veía y escuchaba, pensaba y hablaba. La revolución creía y sabía o aconsejaba y recomendaba. Eran recurrentes las alusiones de Fidel a la revolución en tercera persona, a veces para autocriticar medidas adoptadas por él mismo. En esa sutil complementariedad, por la cual revolución significa lo mismo que nación y patria, socialismo y nacionalismo, Gobierno y Estado, pueblo y sociedad y, a la vez, algo distinto o superior a todas esas entidades, radica