Filosofía y estética (2a ed.). Johan Gottlieb Fichte

Filosofía y estética (2a ed.) - Johan Gottlieb Fichte


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en mantenerse fieles a lo que consideran el discurso genuinamente filosófico. Sus desavenencias se refieren, en primer lugar, a la forma expositiva del ensayo fichteano y, por extensión, de la filosofía en general. En segundo lugar, aquí está involucrado el par conceptual espíritu y letra, lo que exige una elucidación de su significado en ese contexto cultural, por un lado, y de los afectos y desafectos entre el espíritu filosófico y el estético, por otro.

      Gadamer acierta al aquilatar filosóficamente y, por ende, hermenéuticamente la disputa entre Fichte y Schiller, pero al mismo tiempo subestima el papel del estilo e incluso de la estética en ese debate. Según el autor de Verdad y método,

      con los criterios estéticos empleados por uno y otro no acaba de verse una salida a la disputa en cuestión. Y es que en el fondo el problema no es el de la estética del buen estilo, sino el de la cuestión hermenéutica. […]. El «arte» de escribir, igual que el de hablar, no representan un fin en sí y no son por lo tanto objeto primario del esfuerzo hermenéutico.8

      La controversia entre estos «dos grandes escritores filosóficos alemanes» pone de relieve una distinta a la vez que necesaria coyunda entre hermenéutica, estética y arte de escribir. El modo de entrelazar esos ingredientes, todos ellos de gran calado a pesar de la desigual valoración gadameriana, configura paradigmas diferentes. Hemos de escrutar los entresijos de esa diversa imbricación.

      Schiller puede permitirse su rudo proceder al amparo de las directrices programáticas esbozadas en el Anuncio de Las Horas de diciembre de 1794. Ellas contienen inequívocas instrucciones sobre la «forma» de los artículos candidatos a ser publicados:

      Se perseguirá hacer de la belleza una intermediaria de la verdad, y darle a la belleza, a través de la verdad, un fundamento más duradero y una dignidad más elevada. En la medida en que sea factible, se liberará a los resultados de la ciencia de su forma escolástica y se intentará hacerlos comprensibles al sentido común en una envoltura atractiva, o por lo menos sencilla. […]. De esta manera se cree contribuir a la superación de la barrera que separa el mundo bello del académico y erudito para desventaja de ambos, a fin de introducir así conocimientos básicos en la vida social y gusto en la ciencia.9

      No cabe confundir este desiderátum con una vulgarización del conocimiento riguroso mediante una presentación rudimentaria y trivial, sino con la tentativa de unir saber y arte, de enlazar la escritura científica y la bella. El incumplimiento de ese desiderátum por parte de Fichte es especialmente grave, por pertenecer éste al consejo de redacción y tener que velar, con el resto de sus miembros, por el acatamiento de todas las colaboraciones a las normas vinculantes aquí enumeradas.10 El mensaje que ha de transmitir ese órgano es la necesidad de rescatar un ensanche de la kalokagathia, la hermandad de lo verdadero, lo bueno y lo bello, bajo cuyo estandarte se debe «unir de nuevo el dividido mundo político». La ontología política de la Revolución Francesa es incapaz de «promover auténtica humanidad», y tan sólo es fuente de desgarros. El «demonio persecutorio de la crítica al Estado» en que ha degenerado una Ilustración obtusa ha ahuyentado a «Musas y Gracias», a las que es menester invocar y convocar otra vez, ha abocado al tumulto social y desencadenado la guerra (op. cit, pp. 149-150).

      Ese mensaje de rescate de la comunión triádica de verdad, belleza y moral no puede engalanarse con formas escolásticas, pues sería entonces malversado. Tal malversación fulminaría la divisoria entre el ganapán y el filósofo, entre el sabio mercenario y el inspirado por el amor a la cultura –no sólo del entendimiento, sino también del gusto. Schiller acusa a Fichte de cultivar un estilo obsoleto y connivente con el espectro de violencia revolucionaria, de permanecer encallado en sus formas vetustas y beligerantes. La tarea de quien todavía le rinde culto consiste en

      exponer a la vista sus tesoros memorísticos acumulados y procurar que éstos no disminuyan su valor…; cada innovación importante le espanta, ya que rompe las viejas formas escolásticas que tan penosamente había intentado aprender y le pone en el peligro de perder todo el trabajo de su vida anterior. […]. Lucha con malicia, con rabia, con desesperación, porque junto al sistema de escuelas defiende al mismo tiempo toda su existencia (op. cit., p. 3).

      La actitud del auténtico sabio, de la mente filosófica, es muy otra;

      él ha amado la verdad más que a su sistema, y cambiará con gusto la forma antigua y defectuosa por una nueva y más bella. Si ningún trazo del exterior sacude los cimientos de su edificio de ideas, obligado por una tendencia eternamente activa hacia el perfeccionamiento, él mismo es el primero que lo desmonta completamente para volver a construirlo de manera más perfecta. A través de formas intelectuales siempre nuevas y siempre más bellas avanza el espíritu filosófico a una mayor altura, mientras el sabio a sueldo, el ganapán (en una eterna inactividad de espíritu), protege la unicidad estéril de sus conceptos escolásticos (op. cit., p. 5).

      Schiller, a la vez que aspira a encamar de manera eminente el modelo de la «mente filosófica»,11 oficia de férreo custodio de lo desgranado en el Anuncio de Las Horas, amén de exhibir algunas de las hebras con las que ha ido tejiendo en su correspondencia con Körner de 1792 y 1793 el proyecto nunca consumado de Kallias o Diálogo sobre la belleza (NA XXVI, 170-171). En el borrador de la carta del 24 de junio de 1795 le dice a Fichte:

      De una buena presentación exijo por encima de todo igualdad del tono y, si debe tener valor estético, una acción recíproca (Wechselwirkung) entre imagen y concepto, y no una alternancia (Abwechslung) entre ambos (GA III/2, 334-335).

      La mención al «valor estético» no es baladí, pues desvela el objetivo de Schiller, la educación estética, a cuyo servicio está el estilo elegido. Sólo el halo de la belleza bendice y une a los otros dos miembros de la trinidad, verdad y moralidad.12 Fichte, en cambio, pone su estilo al servicio de la transmisión del saber. En un ensayo contemporáneo a esta polémica –en su origen puede sospecharse la tensión creciente entre ambos–, aparecido en Las Horas a finales de 1795, con el elocuente título «De los necesarios límites de lo bello, en particular en la exposición de verdades filosóficas (Von den notwendigen Grenzen des Schönen, besonders im Vortrag philosophischer Wahrheiten)», el artista distingue varios tipos de exposición. La implicada en nuestro litigio es la que denomina el «modo verdaderamente bello de escribir» (wahrhaft schöne Schreibart) (NA XXI, 8). Esta escritura consigue reflejar una síntesis del pensamiento y de la intuición, una armonización de las fuerzas sensibles e intelectuales del hombre. Aquí se incoa un proceso contra la antropología kantiana13 –de la que se hace partícipe a Fichte.

      El agraviado se defiende atacando. Schiller cifra el carácter popular de sus escritos en el «inmenso caudal de imágenes» que emplea

      casi por doquier en lugar de conceptos abstractos. […]. Para mí –prosigue Fichte en el borrador de su carta del 27 de junio de 1795– la imagen no ocupa el lugar del concepto, sino que viene antes o después del concepto, como un símil del mismo. […]. Tengo primeramente que traducir todo lo que decís antes de que pueda entenderlo, y eso mismo les ocurre a otros (GA III/2, 338-339).

      Luego esa presunta popularidad es falaz, ya que la comprensión de los escritos schillerianos precisan de una onerosa traducción para su comprensión. Fichte se inclina por la necesaria alternancia entre imagen y concepto en aras de la claridad y el rigor que reclama a sus lectores u oyentes. Bajo el palio de una reconciliación entre el entendimiento y la sensibilidad, mediante la estrategia expositiva de Schiller se disimula un fárrago de dos aspectos distintos. El fracaso de la tentativa de expresar conceptos con signos –que designan aquello habitualmente aprehendido por vía sensible– lo ilustra en su artículo «Sobre la capacidad lingüística y el origen del lenguaje», que vio la luz en el Philosophisches Journal en 1795, con la noción –su elección no es casual– de «espíritu»:

      La transferencia (Übertragung) de signos sensibles a conceptos suprasensibles es, sin embargo, causa de una ilusión (Täuschung).


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