La palabra facticia. Albert Chillón

La palabra facticia - Albert Chillón


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de Humboldt sobre el lenguaje.2

      Así pues, el lenguaje no es meramente el vehículo o la herramienta con que damos cuenta de las ideas previamente formadas en nuestra mente: estas se forman solo en la medida en que son verbalizadas. A la sombra de las revolucionarias ideas de Humboldt sobre la identidad entre lenguaje y pensamiento, la otra tradición lingüística a que aludíamos líneas antes —proseguida sobre todo por Nietzsche, pero también, en el siglo XX, por autores como Ernst Cassirer, Martin Heidegger, Ludwig Wittgenstein, Edward Sapir, Benjamin Lee-Worf, Mijail Bajtin, Hans Georg Gadamer, John L. Austin, George Steiner, Emilio Lledó o José María Valverde, entre otros— ha caído en la cuenta de algo esencial: que no hay pensamiento sin lenguaje, sino pensamiento en el lenguaje; y que, a fin de cuentas, la experiencia es siempre pensada y sentida lingüísticamente. De acuerdo con Valverde, se trata de

      La intuición fundacional de Humboldt fue perfilada y ahondada décadas más tarde por Nietzsche, quien añadió a la anterior una nueva intuición capital: que, además de inseparable del pensamiento, el lenguaje posee una naturaleza esencialmente retórica; que todas y cada una de las palabras, en vez de coincidir con las «cosas» que pretenden designar, son tropos, es decir, alusiones figuradas, saltos de sentido que traducen en enunciados inteligibles las experiencias sensibles de los sujetos. En los apuntes para el «Curso de Retórica» que impartió en 1872–1873, Nietzsche escribió:

      Llegado a este punto, a Nietzsche le fue posible abordar radicalmente el modo en que el lenguaje da cuenta de lo real. Eso que llamamos «realidad objetiva» no sería sino un lugar común, un acuerdo intersubjetivo resultante del pacto entre las realidades subjetivas particulares. Instalados en el ufano sentido común, convenimos en creer que existe una Realidad objetiva; y en seguida, sentada esa premisa de opinión (dóxa), nos apresuramos a convenir también que es posible conocerla inequívocamente, establecer la Verdad. Tal silogismo verosímil tiene en nosotros un efecto indudablemente consolador: separa objeto de sujeto, y afirma que este es capaz de alcanzar un conocimiento objetivo sobre aquel. Así reza la creencia habitual: ahí afuera existe una Realidad dada, objetiva, externa e inamovible, y aquí adentro, unos sujetos capaces de reproducirla mediante el pensamiento y de comunicarla a través del lenguaje.

      Pero Nietzsche, agudamente consciente de la identidad entre pensamiento y lenguaje y de la índole retórica de este, puso en entredicho la creencia vigente de «verdad». No, desde luego, negando la existencia de la realidad, sino afirmando que el conocimiento que de ella es factible alcanzar es siempre imperfecto, tentativo, borroso: se lleva a cabo partiendo de sensaciones que cobran sentido solo en la medida en que son transubstanciadas lingüísticamente. De manera que nuestro conocimiento de esas realidades externas y de nuestras realidades internas es siempre un tropismo, un salto de sentido, una genuina e inevitable traducción. En Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Nietzsche aplicó su bisturí a la disección de la idea vigente —vigente también hoy, quiero decir— de Verdad:


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