Estética del ensayo. Josep M. Català
Política de la superficie, superficie de la política
La moda: de aquí a la eternidad
Geografía de los rostros y paisajes del cuerpo
El hombre visible
El orden visible de la Mirada
José Luis Guerín: el ensayo como escritura automática
La mirada y el pensamiento
7. Basilio Martín Patino: sobre la verdad y nada más que la verdad
El principio de irrealidad
El pensamiento de lo falso
Imagen y libertad
Lo falso como verdad intempestiva
La cámara y la realidad
Agnès Varda: lo real como juego de espejos
8. Julián Álvarez: la retórica del cuerpo y la máquina
Pensar con el cuerpo
Técnica y biografía
Lo siniestro como estética de combate
Vicisitudes del sujeto
Técnica y pensamiento
9. Alan Berliner: metáfora y archive
Mosaico y montaje
Miopía e hipermetropía
Vida en familia: la mirada autobiográfica de Ross McElwee
10. Jean Luc Godard: el efecto (Anne-Marie) Miéville
Un espacio pas comme les autres
Pensar mediante el desprecio
Pre-reflexiones
Texto, voz, imagen
Las formas de la historia
Música, tiempo, pensamiento
Ensayo y senectud
PRÓLOGO
L’imagination est l’oeil de l’âme.
JOSEPH JOUBERT
Cuando el hombre hable de las ilusiones como si fueran realidades, estará salvado. Cuando todo le sea igualmente esencial y él sea igual a todo, entonces dejará de comprender el mito de Prometeo.
CIORAN
Así como la miseria vuelve inventivo, el crédito vuelve empresario.
PETER SLOTERDIJK
Una de las definiciones más precisas del ensayo literario se puede encontrar, sorprendentemente, en el prólogo de una antología de ensayos norteamericanos. Según su autor, los ensayos son «autobiográficos, autorreflexivos, estilísticamente seductores, intrincadamente elaborados y promovidos más por presiones literarias internas que por situaciones externas».1 Digo que es una sorpresa ver surgir de la cultura norteamericana una delimitación tan acertada del ensayo no porque esta cultura no haya producido ensayistas notables, sino porque la simple enumeración de los múltiples registros que intervienen en la forma ensayo apunta hacia un grado de complejidad que no parece ser el rasgo más destacado de los intereses culturales norteamericanos. La mentalidad norteamericana, si es que podemos hablar de manera tan general (y nos da derecho a ello nuestra intensa relación con la misma), tiene un don y una predilección por la síntesis. Por el contrario, la europea tiende, también por lo general, a complicar las cosas para desesperación de los pragmáticos estadounidenses. Creo que si contemplamos a grandes rasgos la historia del siglo XX y observamos con atención las respuestas que los acontecimientos de todo tipo han obtenido a cada lado del Atlántico, comprobaremos que en estas apreciaciones que acabo de hacer hay una gran dosis de verdad. Sin embargo, para ello deberemos comprender que no estamos hablando solo de situaciones geográficas, sino también mentales: el Atlántico es un océano que cumple sus funciones discriminatorias en el propio seno de ambos continentes e incluso también en el de los restantes. Por ello es un deber moral del estilo de pensamiento europeo ejercer un tipo de presión centrífuga sobre el proverbial funcionamiento centrípeto de la mentalidad anglosajona. Lo que para unos es punto de llegada para los otros constituye, o debe constituir, el punto de partida. Ambos estarían un poco perdidos si una de las partes renunciase a cumplir con sus obligaciones. El modo ensayístico, y en especial el ensayo fílmico, forma parte esencial de esta respuesta que transita a la vez por los territorios de la imaginación y la epistemología, y con la que la cultura europea puede ser capaz de equilibrar la tendencia hacia lo simple y lo práctico que la norteamericana acostumbra a exportar al resto del mundo. Digamos que el ensayo es la forma precisa para emprender la necesaria tarea global de repensar el mundo precisamente ahora en que este parece renunciar a los ropajes europeos que tanto costaron de fabricar.
No digo que el impulso ensayístico no sea prácticamente universal, pero sus raíces y en particular la preocupación por su forma son genuinamente europeas. Estamos hablando, como digo, de espacios mentales, de estilos de pensamiento y también de una ética y una estética del conocimiento, si bien no deja de ser cierto que la geografía y las mentalidades se entremezclan muy fácilmente y no siempre de forma equilibrada. Lo prueba el hecho de que los síntomas más conspicuos del reemplazo modernista del pensar por la acción –un rasgo típico de la cultura norteamericana pero que ahora Sloterdijk ha detectado por todas partes como sustancia de un alambicado siglo XX–2 no aparecieron en Estados Unidos, sino en la Europa de principios del siglo anterior. La diferencia es que lo que allí fue luego sencillamente actuado, aquí fue objeto desde el principio de una profunda reflexión.
En la alambicada Viena imperial, la nueva arquitectura se convirtió en la alegoría más efectiva de la modernidad, como lo sería también, medio siglo más tarde y en Las Vegas, de la posmodernidad, aunque fueran dos arquitecturas contrapuestas. La criminalización del ornamento arquitectónico efectuada por Adolf Loos en 19083 tendrá a continuación su equivalente filosófico en el intento de aniquilación de la metafísica por parte de Wittgenstein, quien quiso reducir la filosofía a un conjunto de acerados aforismos. Y para cuando Paul Valéry afirme finalmente que es preciso ignorar muchas cosas para poder actuar, el sol de Norteamérica ya estará muy alto en el horizonte. Pero las ideas no son eternas, ni siquiera las buenas ideas. Y si para Loos la falta de ornamento era equivalente a poderío intelectual y moral, un siglo más tarde no cabe duda de que esa idea, en su momento vigorosa, ha expirado asfixiada por la atmósfera enrarecida que su propia respiración acabó provocando, de la misma manera que las ideas bienintencionadas de Le Corbusier acabarán plasmándose en los degradados suburbios de las grandes ciudades.
Delito podría considerarse ahora la falta de voluntad para pensar agudamente a la que nos ha llevado el revolucionario supuesto de que menos es más, aquel que Mies van der Roe aplicaba a la estética mientras su compatriota Henry Ford lo empleaba calladamente en sus cadenas de montaje, sin que nadie viera en ello ninguna contradicción ni todo lo contrario. Mientras tanto, la metafísica que Wittgenstein extirpaba triunfalmente de la filosofía iba trasladándose con efectividad y rapidez al aparato burocrático de los estados y las instituciones, donde han ido apareciendo con presteza toda clase de ornamentos procedimentales cuya exuberancia hace palidecer ahora al más grande de los pasados delirios vieneses, como en su momento auguraba Kafka con la proverbial parquedad de la época. Pero el pensamiento generado por este escolasticismo de nuevo cuño era, como denunció Horkheimer, de carácter burdamente instrumental: «el pragmatismo refleja