Dulce dueño. Emilia Pardo Bazán
aprendió idiomas para leer a los autores europeos en su lengua original —inglés, francés, alemán e italiano—; pasó largas temporadas en París y en Madrid, lugar al que se trasladó definitivamente en 1891. En las dos capitales europeas dividía los días entre sus constantes investigaciones, las tertulias y la vida social de los salones. Emilia Pardo Bazán fue cosmopolita, moderna, comprometida, con una curiosidad que no tenía límite.
Aunque su situación económica le permitía vivir holgadamente, trabajó a conciencia para lograr beneficios económicos con su carrera literaria, algo inusual en el siglo XIX, especialmente para una mujer. En 1884 pasó a formar parte de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles, convirtiéndose en la socia número 1120. Ejerció de novelista, editora, dramaturga —único género en el que no triunfó—, ensayista, cronista, empresaria cultural, periodista, crítica, traductora y conferenciante.
Mantuvo correspondencia con personalidades destacadas de su tiempo, tanto de España como de Europa y de América. Estuvo muy vinculada al krausismo y a la Institución Libre de Enseñanza, a la que apoyó económicamente. Intentó acceder en repetidas ocasiones a la Real Academia Española de la Lengua, y en todas ellas le fue denegado el acceso con argumentos que nada tenían que ver con su calidad como escritora.
Pionera en múltiples facetas, Pardo Bazán se convertiría en la primera mujer en presidir la sección de literatura del Ateneo y, en 1916, fue nombrada catedrática de Literatura Contemporánea de la Universidad Central de Madrid.
Uno de los aspectos más destacables de la trayectoria vital y literaria de la autora gallega es su «radical feminismo», como ella misma lo definió. Convencida de la igualdad entre hombres y mujeres, no quiso un trato distinto, sino el derecho a acceder a la vida académica y pública como cualquier otra persona con sus mismas capacidades.
Pardo Bazán tuvo un pensamiento feminista más acorde con el momento actual que con el que le tocó vivir. Entendía que, para desarrollar un pensamiento libre y evolucionar como sociedad, era fundamental un acceso igualitario a la educación, tal y como le había enseñado su padre. Y mientras los hombres habían entrado en la modernidad, a juicio de la escritora, las mujeres seguían sumidas en viejos modelos patriarcales. Para Emilia Pardo Bazán, de profundos sentimientos nacionalistas, el atraso de la mujer suponía el atraso del país, y la lucha por el desarrollo de ambos se convirtió en un compromiso personal.
Con el objetivo de dar a conocer obras no publicadas hasta entonces y lograr, tal vez, un movimiento feminista unificado —inexistente en aquel tiempo en España—, Pardo Bazán fundó la editorial Biblioteca de la Mujer. El primer título de la colección fue La esclavitud de las mujeres, del filósofo inglés John Stuart Mill, libro que también tradujo y prologó.
Como explica la escritora coruñesa en el prólogo, el respeto profesado a Stuart Mill no se debía exclusivamente a su labor literaria, había también una profunda admiración por la relación de igualdad y respeto que el pensador mantenía con su esposa, Harriet Taylor. Una relación de igualdad intelectual y de reconocimiento mutuo que Pardo Bazán tuvo como modelo con los que fueron los hombres de su vida, siempre vinculados al mundo de la literatura, compañeros de inquietudes y debates, además de amantes.
La condesa de Pardo Bazán, como firmó en sus últimos años —el título le fue otorgado a su padre en 1871—, falleció en Madrid en 1921, tras algunos años de una salud cada vez más precaria y de una pérdida de protagonismo al que le costaba rendirse.
Dulce dueño es la segunda entrega de la trilogía Triunfo, amor y muerte, tres temas sobre los que la autora reflexiona en cada uno de los títulos. El proyecto inicial incluía todo un ciclo: «el ciclo de los monstruos». Después de La quimera, primer título que vería la luz en 1905; Dulce dueño, en 1908 y La sirena negra, en 1911, la intención era continuar con La sirena rubia, La esfinge y El dragón, pero no llega a concluirse y se queda en los tres libros iniciales.
Al igual que en La quimera, Emilia Pardo Bazán nos invita a ser testigos de la profunda transformación que experimenta la protagonista a lo largo de la novela. En este caso, el personaje principal será una mujer, Lina Mascareñas. La joven, huérfana y pobre, ve cómo su vida cambia súbitamente al recibir una cuantiosa herencia de una tía con la que apenas tenía relación.
En su nueva posición colmada de privilegios, Lina busca sentido a su existencia. Sin embargo, el arte, los viajes y el lujo no le aportan la felicidad deseada. Ante la insistencia de los que la rodean —el apoderado de su tía, un sacerdote y un viejo amigo con vocación de escritor—, decide aceptar el consejo de casarse. Tal vez la entrega al sentimiento amoroso, el dulce dueño, pueda aportar sentido a su vida.
Su comportamiento es el de una mujer que no quiere renunciar a tomar sus propias decisiones, que no deja de preguntarse si eso que siente con cada uno de sus pretendientes será amor. La duda, el desasosiego, el desaliento están muy presentes en la joven que busca el amor como respuesta, como vía de conocimiento y —¿por qué no?— como trascendencia ante la muerte.
La historia da un giro trágico y las consecuencias del suceso hacen que la protagonista abandone su nueva vida de comodidades. Lina comienza entonces un auténtico peregrinaje con intención de redimirse, pues se siente responsable de lo sucedido. Cede su herencia a un primo lejano, comienza como criada para una familia miserable, se entrega a la oración y, finalmente, se interna en el manicomio.
Emilia Pardo Bazán hace una apuesta arriesgada en Dulce dueño. Y aunque el desenlace pueda parecer conservador y moralizante, un tributo al catolicismo al que era tan fiel, las reflexiones que suscita no van en esa línea.
En la última parte se suceden imágenes cargadas de gran impacto, violentas, incluso esperpénticas, con una clara intención provocadora y de denuncia. Desde la prostituta a la que Lina paga para que la pisotee y la castigue; la familia a la que sirve, compuesta de dos mujeres que malviven en una chabola, una anciana ciega y su nieta, que enfermará de la viruela, dolencia deformante y altamente contagiosa; sus constantes visitas a la iglesia a altas horas para no coincidir con las religiosas; y el internamiento voluntario en un manicomio: todos parecen escenarios que la escritora señala como destinos fatales propiamente femeninos.
Lina, a quien la presión social no permitió ser independiente, a quien se le exigió un matrimonio que controlara su gran fortuna, hace una inmersión en escenarios de dolor y de olvido, de desigualdad y de maltrato, de fracaso de una sociedad incapaz de avanzar, atascada en la injusticia que supone un trato desigual entre hombres y mujeres.
No todo es oscuridad en el cierre de Dulce dueño. Emilia Pardo Bazán invita a la reflexión, alza la voz a modo de denuncia, pero finaliza con un guiño de complicidad a la protagonista y a quienes la acompañamos en la lectura, dejando un final abierto y una vida llena de posibilidades para una mujer que había sido profundamente libre, incluso en su estado inicial de pobreza.
No resulta difícil imaginar a Lina en un nuevo comienzo, al igual que la modelo de El despertar de la mañana, el cuadro que ilustra esta edición. La obra, de 1876, pertenece a la pintora impresionista Eva Gonzalès, que tomó como modelo a su amiga y también pintora, Jeanne-Eva. Gonzalès, francesa de origen español, no tuvo el reconocimiento merecido, y la crítica francesa no consideró sus logros artísticos. Como un gesto de sororidad y justicia poética, su obra protagoniza la portada de este título de la Colección clásicos Mujeres escritoras.
Ela Alvarado
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