Una historia del movimiento negro estadounidense en la era post derechos civiles (1968-1988). Valeria L. Carbone
el de la oposición segregacionista”12. Adoptaron una perspectiva “moralista” y restringida (al no abarcar “toda la experiencia sureña”) que permitiera entender los notables cambios que este proceso produjo en las relaciones raciales y socio-culturales. Sus interpretaciones fueron “positivas”, sus análisis generalizados y obvió observaciones críticas a líderes, objetivos, tácticas o estrategias de lucha. Dado que la historiografía es parte de la cultura de una época y forma parte de la historia de esa época13, la participación directa e involucramiento personal de académicos e intelectuales influyó decisivamente en sus escritos, y en sus inicios no dio lugar al surgimiento de escuelas de interpretación alternativas. Estas primeras producciones dieron lugar a dos tendencias que dominaron la historiografía sobre el movimiento: la Master Narrative y la History from the Bottom Up.
La Master Narrative, también referenciada como la “Escuela de los Grandes Hombres”, constituye el relato más popular y difundido. Se perfiló como la perspectiva tradicional, y centró su análisis en el rol desempeñado por los líderes que “hicieron historia al actuar en formas consistentes con valores considerados típicamente estadounidenses”.14 Con un enfoque netamente político-institucional, esta corriente se estructuró a partir de relatos biográficos de sus principales líderes, y en el rol de liderazgo desempeñado por las más destacadas y tradicionales organizaciones de derechos civiles.
Para esta escuela, el movimiento se presenta como un fenómeno homogéneo caracterizado por una seguidilla de momentos e hitos claves, y presenta al racismo y a la segregación como un problema moral exclusivo de la sociedad blanca del sur de los Estados Unidos, y no como un problema estructural inherente a las instituciones políticas, sociales, culturales y económicas estadounidenses. Asimismo, ignora la historia de violenta lucha y resistencia de los negros en distintas regiones del país, se enfoca especialmente en las demandas y objetivos no-económicos, y en las victorias legislativas que los hicieron posibles.
Para esta Master Narrative existe una clara distinción entre “el Movimiento” y el Black Power (Poder Negro). El “Movimiento” fue ese victorioso proceso de lucha signado por actos de desobediencia civil, guiado por la filosofía de la no-violencia de Mahatma Gandhi, del socialista Bayard Rustin y del clérigo pacifista A. J. Muste, transformada en tácticas de resistencia pasiva por Martin Luther King, Jr., y puesta en práctica en el sur contra el sistema legal de segregación racial conocido como Jim Crow. El Poder Negro, por su parte, se trató de una derivación irracional, violenta y radical del Movimiento, característica de los guetos urbanos del norte. Bajo la égida de líderes religiosos, carismáticos, primordialmente masculinos y de tendencias moderadas, fue el Movimiento el que alcanzó los objetivos primarios que permitieron cambiar el balance de poder político entre las razas: la sanción de las leyes de Derechos Civiles de 1964 y 1965. Dentro de esta corriente, algunos autores han destacado el accionar individual de algunas mujeres, dejando en un segundo plano su rol de líderes, organizadoras y militantes políticas. La más reciente historiografía se ha enfocado en la lucha encabezada por mujeres como Séptima Clark, Ella Baker, Jo Ann Robinson, Hazle Palmer o Fannie Lou Hammer; y los conflictos y obstáculos que debieron superar como consecuencia de la tendencia jerárquica y predominantemente masculina de las organizaciones de derechos civiles.15
En esta historiografía dominante pueden identificarse dos perspectivas. Una caracterizada como King-Céntrica16, que se convirtió en central para lo que Nikhil Pal Singh denominó “la mitología cívica del progreso racial en la segunda mitad del siglo XX”17; y otra que se enfocó en el rol desempeñado por los poderes ejecutivo, legislativo y judicial del Gobierno Federal, y – en un segundo plano – por las organizaciones de derechos civiles, que prepararon el camino para las victorias legislativas obtenidas.18 El historiador Steven F. Lawson considera que esta interpretación tradicional ha caducado, que la historia ya no se entiende ni lee de esa manera, y que ningún historiador que haya estado en contacto con las producciones bibliografías de las últimas tres décadas podría adherir a esta corriente19. Sin embargo, podemos asegurar que luego de haber recorrido incontables artículos, libros y material de lectura, esta narrativa se encuentra vigente y cuenta con numerosos adeptos, tanto dentro como fuera del ámbito académico. La razón, como observó Jaqueline Dowd Hall, es que esta forma de interpretar y divulgar la historia, “que surgió de grupos de reflexión intelectual (think tanks) de derecha, muy bien financiados y para ser difundida al gran público, tuvo un gran atractivo. Por un lado, porque se ajustaba a los intereses de la clase media blanca y respondía a sus vanidades nacionales, y por otro porque resonaba con ciertos ideales de esfuerzo y mérito individual, colectivamente compartidos”.20
En la década de 1980, el revisionismo comenzó a ganar espacio. De la mano de la History from the Bottom Up (Historia desde abajo) se centró la atención en la cotidianeidad de las luchas e iniciativas llevadas a cabo por grupos locales, instituciones y organizaciones de base que dieron lugar a múltiples movimientos con identidad y características propias. Encabezada por sociólogos como Aldon Morris, Francis Fox Piven, Richard A. Cloward, Doug McAdam, Charles Payne21, y por historiadores como John Dittmer, Clayborne Carson y Adam Fairclough22, esta corriente orientó su interés hacia los movimientos de base, teniendo en cuenta los procesos de lucha fuera del sur, y el rol desempeñado por instituciones locales como iglesias negras, sindicatos, cooperativas y organizaciones políticas, de pobres y de asistencia social.
El trabajo de estos autores permitió ampliar las consideraciones de la Master Narrative, que veía al movimiento como un proceso protagonizado por los sectores medios y profesionales de la comunidad negra. Destacaron el activismo de la clase trabajadora y de las mujeres23, aunque viéndolo aún como una extensión (si bien innovadora) de preexistentes esfuerzos institucionales de redes y organizaciones sociales.
Dentro de esta corriente identificamos dos perspectivas. Por un lado, la de los autores que se enfocaron en el análisis de los legados, siguiendo la dicotomía “éxito-fracaso” tanto del Movimiento por los derechos civiles como del Poder Negro. Si bien en su mayoría coinciden en que la población negra estadounidense mejoró su situación socio-económica y política a partir de 1960, entienden que esto no puso fin al problema racial, cuestionan el alcance de los logros obtenidos, y debaten en qué medida se lograron preservar las conquistas alcanzadas. Sus partidarios ven a la comunidad afro-estadounidense sumida, desde mediados de 1970 en un proceso de desmovilización y letargo interno que, sumado a la contraofensiva conservadora en el ámbito político y económico, dio lugar a un proceso de estancamiento y declive en la capacidad de respuesta, movilización y reacción de parte de organizaciones de derechos civiles, de sus líderes y de las bases.
La segunda perspectiva es la que, compartiendo la premisa de una disminución del activismo político negro hacia fines de la década de 1960, busca sus razones más profundas. Entiende que hacia 1965 ya se habían alcanzado los objetivos primarios del movimiento – léase, la destrucción legal del sistema de Jim Crow, la supuesta “victoria ideológica” sobre los supremacistas blancos, y la incorporación de los negros al sistema político-electoral–, por lo que la continuidad de la lucha no tenía razón de ser. Las marchas de protesta, actos de resistencia y manifestaciones eran innecesarias para superar los obstáculos