La formación de los sistemas políticos. Watts John
ideas, pero también señalaremos, a continuación, algunas de sus limitaciones. Un problema inmediato es la importancia causal otorgada a la guerra, cuando, como acabamos de indicar, las guerras del periodo fueron tanto la causa como la consecuencia del desarrollo político y constitucional. El papel de los conceptos legales y judiciales y de las instituciones, que se desarrollaron en muchas partes de Europa con bastante anterioridad al periodo 1280-1360 y seguramente guiaron muchos de sus conflictos, merece más atención en la explicación del progreso de los estados: de hecho, un lamento particular de Tilly era que las instituciones judiciales no habían sido tenidas en cuenta por su equipo de investigadores de la década de 1970.48 Igualmente, no puede ser suficiente decir que los gobernantes de finales del siglo XV tenían la obligación de imponer tributos más altos y reunir ejércitos más grandes por la presión de las guerras que se esperaba que mantuvieran: necesitamos saber por qué la escala de la guerra estaba en expansión y de qué manera los gobernantes fueron capaces de incrementar las peticiones sobre los recursos que estaban bajo su jurisdicción. La guerra puede ser una de las formas más drásticas en que los recursos políticos humanos se implementan y coordinan, pero está muy lejos de ser la única, de modo que una explicación de los procesos políticos centrada en la guerra implica tanta distorsión en la causación política como las que se centran en la lucha de clases.
Otros problemas provienen de la preocupación de estas obras por el nacimiento del estado moderno. Ha sido una preocupación de la historia académica desde sus orígenes en la cultura nacionalista del siglo XIX, cuando la historia política y constitucional se centraba en la evolución de los estados nacionales por entonces existentes. Dicha empresa conllevó toda una serie de sesgos y distorsiones: la imposición de las fronteras modernas en un mundo que estaba dividido de una manera distinta, o totalmente distinta; un énfasis en la singularidad nacional, a costa de obviar el extenso patrimonio común de los pueblos europeos, y un relato del desarrollo histórico que se centraba en la forja de la unidad política nacional. Esto último, en particular, significó que los actores que parecían trabajar en favor de los objetivos de los estados del siglo XIX (típica pero no exclusivamente reyes y ministros) fueran extensamente estudiados y celebrados, mientras que los actores, fuerzas y grupos que parecían actuar en contra de aquellos objetivos –municipios y magnates particularistas, imperios e iglesias universales, rebeldes, cortesanos o facciosos– fueron obviados y despreciados. La nueva bibliografía sobre el surgimiento de los estados escapa en gran parte a la vieja inevitabilidad nacionalista: presta mucha más atención que en el siglo XIX a ciertos sistemas políticos, como el ducado Valois de Borgoña, la Liga Hanseática o las ciudades y los estados territoriales de Italia; está dispuesta a hablar de «transformación» más que de «creación», y se muestra tan inclinada a examinar ideologías, gobiernos locales o relaciones entre regímenes y repertorios de protestas como a centrarse en la guerra y la fiscalidad.49 Un espíritu igualmente revisionista ha prevalecido en el tratamiento de los desarrollos políticos y gubernamentales de cada país: generalmente también se ha prescindido de los paradigmas del siglo XIX y ahora existen una gran cantidad de interpretaciones altamente sofisticadas y persuasivas que incorporan el crecimiento de las instituciones en los mecanismos de la sociedad política. Pero a veces el trabajo comparativo de la tradición Genet-Blockmans revela antiguos presupuestos. Dado que su relato central es el surgimiento de estados étnicos nacionales, dicha clase de narrativa tiende a observar el resto de formaciones de poder –la Iglesia y el Imperio universal, las otras iglesias, los principados, los estamentos, los municipios, las comunas rurales o las ligas– esencialmente en relación con aquellos Leviatanes emergentes. Incluso Guenée, que notablemente no mostraba interés por el camino hacia la modernidad, refleja esta tendencia a privilegiar el ámbito nacional, o «regnal» según el término utilizado por Susan Reynolds.50 El problema con esta interpretación es que diversas formas de poder europeas, como las jurisdicciones de tamaño considerable que existían por encima y por debajo de los estados, estaban experimentando muchos de los procesos que también experimentaban esos mismos estados en formación. En concreto, aquellas diversas formas de poder interactuaban directamente entre sí y no solo a través de mecanismos «regnales», por lo que hablar simplemente de «diálogo» puede resultar una simplificación drástica de la multiplicidad de relaciones políticas que había en un determinado territorio. Durante mucho tiempo, además, estas otras formas de poder tuvieron legitimidad objetiva y credibilidad para extenderse de manera similar a como lo hacían las autoridades «regnales», que fueron las que finalmente triunfaron. El propio Blockmans, como cabría esperar de un historiador de los Países Bajos, es altamente sensible a esta cuestión, pero incluso en su obra es difícil encontrar una vía de desarrollo entre el primer surgimiento de la negociación entre las autoridades principescas y urbanas a principios del siglo XIV y el triunfo de los «estados consolidados» a finales del XV; sin embargo, necesitamos saber por qué los marcos «regnales» fueron capaces de prevalecer, finalmente, sobre las otras estructuras estatales. El surgimiento de los estados nacionales ofrece, ciertamente, una ruta para navegar por los complejos procesos políticos de la Baja Edad Media, pero necesita ser entendido en relación con la política del periodo y compensado con el reconocimiento de otras clases de estados –y otras clases de crecimiento estatal– que configuraron dichos procesos políticos. Como mínimo, los desarrollos institucionales en otros niveles políticos deben ocupar un papel principal en la explicación de los conflictos del periodo: los états intermédiaires de Genet no solo propagaron una familiaridad con el estado del rey, sino que al mismo tiempo también facilitaron la resistencia a sus pretensiones y excesos.51
Existen también otros problemas. Genet, como la mayoría de los analistas modernos del estado, destaca lo mucho que los poderes seculares tomaron prestado de la Iglesia en la evolución de sus propios regímenes; no obstante, en su modelo la Iglesia es presentada como un tipo diferente de institución, un «otro» junto al que inevitablemente existía el estado secular en tensión, hasta que lo absorbió de manera efectiva a final de nuestro periodo. ¿Merece «la Iglesia» esta cualidad distintiva entre las muchas otras estructuras de poder que existieron junto al estado regio? Parece dudoso. Por más que hubiera legitimaciones y prácticas peculiares de las estructuras de poder eclesiásticas, muchísimas de ellas se compartían con otras formas políticas del periodo. Siguiendo a Maitland, Sir Richard W. Southern presentó a la Iglesia universal, como es sabido, como un «estado»; por otra parte, muchos historiadores se han preocupado igualmente por las pretensiones espirituales, incluso taumatúrgicas, de los reyes y otras autoridades.52 Southern procedió a señalar que las estructuras y mentalidades eclesiásticas cambiaron junto a las del resto de la sociedad y, en efecto, la política de la Iglesia papal –de hecho, de todas las iglesias– recuerda durante los siglos XIV y XV a las políticas laicas, incluso cuando interactuaba con ellas. Nuevamente, necesitamos distanciarnos de todo énfasis indebido sobre el estado «regnal»/nacional, reconociéndolo como una forma entre otras muchas del periodo: las estructuras de tipo estatal no derivaban necesariamente de él, ni eran suyas en exclusiva. De hecho, siguiendo este punto, podemos enfatizar que las prácticas de tipo estatal no eran la única manera, ni incluso la manera normativa, a través de las que gobernaban los reyes. La gracia era el medio característico a través del que se expresaba la autoridad personal, al menos en el contexto cara a cara en el que buena parte de la actividad política medieval se gestionaba todavía: justicia flexible, misericordia e ira, regalos, sobornos y compromisos, acuerdos tácitos o recompensas –a veces muy vagamente definidas– en expectativa de futuros servicios o de un beneficio inmediato, etc. Esta clase de poder tenía que ser ejercida a menudo –cada vez más– y tenía que ser justificada en ocasiones en contextos públicos, pero era una forma diferente de poder a la del «estado» y descansaba frecuentemente en legitimaciones, escenarios y medios diferentes. Cuando los reyes la ejercían con éxito, como hacían frecuentemente, es muy fácil confundirla con el avance del estado, pero la libertad que caracterizaba dicho modo de gobernar no encajaba a menudo con las expectativas y formalidades que acompañaban