La formación de los sistemas políticos. Watts John
Este libro tiene dos objetivos principales. El primero, escribir sobre la Baja Edad Media en un lenguaje diferente al de los valores predominantes de «declive», «transición», «crisis» o «desorden». Esto, tal vez, sea empujar una puerta ya abierta –pocos de los bajomedievalistas actuales ven realmente el periodo en dichos términos– pero, por razones que examinaremos a continuación, siguen siendo los términos que manejan los principales manuales. El segundo objetivo, quizás más ambicioso, es ofrecer una interpretación analítica de la política del periodo, explicando qué contenía dicha política, de dónde procedía y cómo se fue desarrollando con el paso del tiempo.1 Cuando miramos a los siglos XIV y XV, entramos un periodo sin una narrativa política y constitucional que tenga significado. Es cierto que hay un sentido general de que los reinos nacientes del siglo XIII se sumergieron en la «crisis» del XIV y emergieron con la «recuperación» de finales del XV. También encontramos la tradicional visión del declive de la Iglesia universal desde su cénit con Inocencio III hasta el desastre de 1517. De manera más reciente, se ha dado el relato de los «orígenes del estado moderno», en el que la fiscalidad en expansión de nuestro periodo juega un papel central. Y está la perspicaz síntesis de Bernard Guenée, que propone que el desarrollo de las burocracias reales fue frustrado por la guerra, la caballería y la democracia a partir de la década de 1340, siendo reanudado a finales del siglo XV cuando aquellas volátiles fuerzas se habían agotado a sí mismas.2 Pero estas narrativas no explican nada, ni tan solo se ocupan en su mayor parte, sobre el curso general de los hechos políticos del continente. «Crisis» y «recuperación» son conceptos demasiado generales y vagos como para explicar lo que sucedía: dichos términos se convierten, pues, en sustitutos del análisis, en vez de ser un modo para enfocarlo. La historia de la Iglesia cuenta con una rica historiografía, pero la tendencia a tratarla como un tipo específico de institución, en tensión dialéctica con «el estado», ha establecido límites innecesarios a todo aquello que nos puede explicar sobre la política en general. Las narrativas del crecimiento estatal, a su vez, tienen poco que decir sobre el curso de los acontecimientos; tienden a obviar el frecuente y espectacular derrumbe de la autoridad central en este periodo, dando una solidez inapropiada a los ampulosos, diversos y titubeantes esfuerzos de los gobernantes, restando importancia a la complejidad de un mundo en el que las instituciones continuaban funcionando e ignorando las estructuras menos parecidas al poder estatal que también se esparcían por toda Europa. Incluso el brillante esquema de Guenée comparte algunas de estas carencias y sus tres fases son expuestas en poco más de una página.
En este escenario, los procesos políticos del continente restan opacos: según un historiador fueron «una masa de insignificantes conflictos poco dignos».3 Otro escribe perspicazmente que «los actores en este drama europeo raramente estuvieron en posesión del argumento» y que, de hecho, «no hubo un solo argumento sino muchos», pero aunque dichas y otras obras relaten debidamente ciertos detalles de dicho argumento (o argumentos), sus dinámicas internas permanecen considerablemente inexploradas.4 Para Jacques Heers, al tratar vívidamente sobre la vida política de las ciudades italianas medievales, parecía que era casi imposible escribir su historia política. Sus palabras, de hecho, se podrían aplicar en conjunto a la política de la Europa bajomedieval:
Establecer una simple cronología... parecería un ejercicio terriblemente tedioso y fútil. Desenredar la asombrosa confusión, la madeja de múltiples relaciones, unidas a la flexibilidad y una sorprendente fragilidad de las alianzas entre grupos políticos e individuos, entre pueblos o incluso entre poderes soberanos, sería una empresa monumental. El analista, movido al principio por los más nobles motivos, se siente al final invadido por un irresistible deseo de abreviar y simplificar... Toda presentación remotamente clara de los acontecimientos, ordenada, seleccionada, sujeta a causas bien definidas, motivada por una serie lógica de acontecimientos, acaba pareciendo, en cierta manera, una construcción artificial.5
No era de extrañar, creía Heers, que los historiadores se hubieran refugiado en el relato de la historia de las instituciones, mucho más manejable, aunque no permitiera «captar las realidades de la vida política desde el punto de vista social». Como gran parte de los autores de su tiempo, y desde entonces, Heers pensó que las respuestas podían estar en la prosopografía –una biografía colectiva detallada de los actores políticos de la época y su miríada de interconexiones–. Este libro propone, en cambio, otra aproximación, una que remarca las consonancias y patrones compartidos –las estructuras– de la vida política europea y trata de reseguir sus interacciones y progresos. Comencemos con algunos ejemplos de comportamiento político estructurado.
El 12 julio de 1469, el duque de Clarence, el arzobispo de York y el conde de Warwick se amotinaron contra el gobierno del rey Eduardo IV de Inglaterra (1461-1483), indicando en una carta abierta que, por «el honor y el provecho de nuestro citado señor soberano y el bien común de todo su reino», proponían la unión con otros señores para presentar al rey una serie de protestas y peticiones que les habían sido entregadas por sus «verdaderos súbditos de diversas partes de su reino de Inglaterra».6 Estas protestas enumeraban la manera en que ciertos reyes anteriores habían sido alejados del consejo de los grandes señores por hombres únicamente interesados en «el lucro singular y el enriquecimiento de sí mismos y de sus linajes». Así, dichos reyes se habían empobrecido y habían acabado imponiendo tributos extraordinarios y desorbitados sobre el pueblo, en especial sobre los enemigos de aquellas «personas sediciosas»; habían permitido a aquellos hombres suspender la acción de la ley y de la justicia, y habían favorecido a sus amigos y seguidores en las disputas. Como consecuencia de todo ello, el reino se había reducido al desorden, la división y la pobreza. También en aquellos momentos parecía que Eduardo IV estaba rodeado de un grupo de personas similares, que habían despojado al rey de sus tierras, le habían obligado a alterar la moneda, imponer impuestos desorbitados y exigir préstamos forzosos que no se devolvían, malgastar la tributación pontificia, suspender la ejecución de las leyes contra sus clientes y apartar a los verdaderos señores de su propia sangre del consejo. Teniendo esto en consideración, los «verdaderos y fieles súbditos y comunes de la citada tierra, por el gran bien y seguridad del rey, nuestro señor soberano, y el bien común de la tierra», pedían que dichos hombres fueran castigados y que el rey recuperara los bienes perdidos mediante el consejo de los señores espirituales y temporales, con el fin de liberar al pueblo de una tributación innecesaria, como había prometido en su último parlamento.
Cinco años antes, el 28 el septiembre de 1464, el marqués de Villena, el arzobispo de Toledo, el almirante de Castilla y otros señores se habían amotinado de manera similar contra el gobierno del rey Enrique IV de Castilla (1454-1474), expresando su preocupación por el «bien de la cosa pública de vuestros regnos e señoríos», afirmando hablar «en voz é en nombre de los tres estados».7 En una larga carta, dichos señores recordaban el buen consejo que los magnates habían dado al rey al inicio de su reinado, instándole a regirse a sí mismo y a su pueblo conforme a las leyes y las costumbres, de la misma manera que habían hecho sus gloriosos ancestros y como, de hecho, tenía la obligación de hacer. El rey, alegaban, no había seguido este consejo y, por el contrario, se había rodeado de enemigos de la fe católica y de hombres de fe sospechosa, a quienes había recompensado de manera abundante, prefiriendo su consejo al de los grandes señores. Como consecuencia, la Iglesia y el pueblo habían sido castigados con impuestos y extorsiones. La tributación pontificia para las cruzadas se había aplicado de forma inapropiada y la moneda se había alterado y devaluado. Como la ley solo actuaba en favor de los hombres que rodeaban al rey, los súbditos no se atrevían a poner demandas ante sus tribunales y grandes zonas del reino habían quedado destruidas por la falta de justicia. El rey no recibía las peticiones