Los rostros del islam. Pablo Cañete Blanco
el mundo contemporáneo, a saber, la china o confuciana, la occidental, la japonesa, la latinoamericana, la hindú, la negro-animista, la eslava ortodoxa y el islam.
De los componentes objetivos que diferencian las civilizaciones, uno resultaba sobresaliente al teórico: la religión. «Personas pertenecientes a distintas civilizaciones consideran de distinta forma las relaciones entre Dios y el hombre, grupo e individuo, ciudadano y Estado, padres e hijos, esposo y esposa; y del mismo modo tienen un criterio diferente de la importancia relativa de derechos y responsabilidades, libertad y autoridad, igualdad y jerarquía». Para Huntington estas diferencias son mucho más determinantes que las ideológicas o las políticas y, además, van a ponerse de manifiesto en un mundo que se deseculariza, un mundo en el que Dios se toma su revancha.
A la hora de identificar líneas de ruptura entre diferentes civilizaciones, líneas que pueden provocar conflictos a veces violentos, Huntington reparaba muy especialmente en la interacción entre el islam y Occidente, aunque advertía que el islam planteaba esa misma línea a los pueblos negros del sur y a los ortodoxos del norte, a los hindúes y a los budistas, para concluir que «las fronteras del islam están teñidas de sangre».
No se trata ahora de prospectar las intenciones de Huntington, pero es evidente que sacaba del baúl una visión esencialista de las culturas como realidades irreductibles y antagónicas. Lo hacía a tiempo. Justo cuanto el posmodernismo lanzaba sus andanadas contra los relatos de la modernidad y en especial contra el universalismo, para sustituirlo por el relativismo cultural y el universalismo particularista. El nuevo culturalismo (relativista) renovaba al Spengler que anotaba que «las categorías del pensamiento occidental son tan inaccesibles al pensamiento ruso como las del griego al nuestro. Una inteligencia verdadera, íntegra, de los términos antiguos es para nosotros tan imposible como los términos rusos e hindúes para el chino o el árabe moderno, cuyos dialectos son muy diferentes al nuestro (…)».
El mundo, no, los mundos devinieron contenidos en el lenguaje, llevando al extremo la tesis de Sapir-Whorf según la cual los sistemas lingüísticos condicionan diferentes formas de percepción. Junto con las disciplinas lingüísticas y sígnicas, la antropología se convertía en la ciencia de moda, no tanto en su vertiente etnográfica, sino en su componente de rechazo al etnocentrismo. Metodológicamente, para algunos antropólogos el relativismo cultural consistía en una forma de empatía, en ponerse en la piel (cultural) del otro para entenderlo, para comprender la textura social o simbólica desde la que operaba. Pero, llevado al extremo, este relativismo supuso ahondar en el particularismo, obviar los mecanismos de comunicación intercultural y alejarse de las variables del cambio social para privilegiar la continuidad.
Lyotard lo expresó con claridad: «La posmodernidad se presenta como una reivindicación de lo individual y local frente a lo universal. La fragmentación, la babelización, no es ya considerada un mal sino un estado positivo (…)». Fragmentación, pues; la que Huntington revelaba para las civilizaciones: esos pedazos de Babel que veía chocar, enfrentarse y construir un nuevo comienzo de la historia tras el final de la historia. Es como si el mundo se subdividiese en subconjuntos gobernados por códigos redactados en la Edad del Hierro, y que por ellos el paso de la historia hubiese introducido modificaciones sustanciales, más allá de la reafirmación de sus fronteras.
Así las cosas, los discursos integracionistas, universalistas, racionalistas, notaron los empellones para su desalojo. Y aunque sería un desconsuelo utilizar aquí el argumento posmoderno según el cual los discursos construyen las realidades, lo cierto es que la realidad histórica ayudó a que el relato se consolidase. Siguiendo los derroteros del particularismo civilizatorio iba a ser bien difícil que el islam gozase de buena prensa en Occidente y viceversa. Con dificultad podían oírse las palabras del rey Hassan II de Marruecos en la cumbre que la Organización para la Conferencia Islámica celebró en Casablanca en 1994: llamó a la fraternidad y a la concordia, a la comprensión y a la cooperación, a corregir la mala imagen del islam en Occidente, condenó el extremismo religioso por doquier y para empezar, en la propia Umma o comunidad islámica, al decir que «nada divide a los musulmanes, ya que el islam ha unido los corazones».
Sin duda, en dicha conferencia también podría haberse hablado de la mala imagen de Occidente en los países de tradición islámica. En muchos se sigue llamando a los occidentales frany (expresión que sonará a los lectores del magnífico libro de Amin Maalouf Las cruzadas vistas por los árabes), la palabra con la que los árabes de Palestina designaron a los conquistadores europeos que durante la Edad Media levantaron el estandarte de la Cruzada. Maalouf adujo que «Oriente sigue viendo a Occidente como un enemigo natural. Cualquier acto hostil contra los occidentales –sea político, militar o relacionado con el petróleo–no es más que una legítima revancha». En todo caso, los estereotipos incrustados en la tradición cultural pueden ser manejados con facilidad por yihadistas que invocan nuevas guerras santas.
Las «guerras de religión» que hoy suceden tienen como actor privilegiado al islam, pero ni mucho menos suponen conflictos entre civilizaciones, tal y como la visión particularista o spengleriana ha venido afirmándolas. Son al menos tres las formas de esa conflictividad. En primer lugar, la que sucede en estados en los cuales existen grupos (con definición religiosa) que amenazan su supervivencia. Pueden observarse ejemplos recientes en Pakistán, Turquía, Argelia, Marruecos, Siria, Egipto o Arabia Saudí. Por extensión, se produce un efecto de derrame de esta realidad en países occidentales, donde los grupos terroristas (con definición religiosa) no pretenden asaltar el Estado, pero sí introducir elementos de miedo y coerción en la ciudadanía. Los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid o el atentado contra el semanario Charlie Hebdo en París el 7 de enero de 2015 –mientras escribo esto–pueden citarse a modo de ejemplo.
En segundo lugar, en su forma de enfrentamiento con otra fe, el conflicto religioso tiene su espacio privilegiado en el conflicto árabe-israelí, traducido como confrontación entre el islam y el judaísmo. Ahora bien, la más violenta y conflictiva de todas las formas de guerra religiosa es la tercera: es la guerra civil dentro de la Umma entre sunitas y chiitas. Esa no es una confrontación que se adecue a la tesis del choque de civilizaciones, no es una confrontación interreligiosa, sino una línea de fractura dentro del islam en la cual musulmanes son víctimas y verdugos.
Sin embargo, cuando se escribe sobre el islam desde Occidente a principios del siglo XXI, con la sugestión de los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York y otros que precedieron y siguieron a este, se tiende a vincular islam con violencia. Con demasiada frecuencia la confusión terminológica es la norma y la expresión islamista se vincula a sustantivos como peligro, miedo o amenaza o a adjetivos como fanático o radical. Esta terminología evita análisis de mayor calado y profundidad. Evita penetrar en la complejidad, en la textura histórica, sociológica, política y cultural que se esconde, de manera diferenciada, bajo el manto de la religión.
Este libro es útil para empezar a disipar las brumas. Para que nadie se apoltrone en la satisfacción de la diversidad cultural y de la impermeabilidad comunicativa de las supuestas civilizaciones. Este libro es útil para quien pretenda hablar con un mínimo conocimiento de causa. «El conocimiento del “otro”supone un salto mental para las personas», dice en un momento dado Pablo Cañete en estas páginas. El autor, graduado en Periodismo y máster en Relaciones Internacionales, sabe que los medios de información despachan, con demasiada frecuencia, asuntos complejos sin el rigor que estos merecen. Este libro debería estar sobre la mesa de los buenos informadores y de los que pretenden estar bien informados.
Porque del mismo modo que con harta frecuencia se asocia islam y violencia, también se puede –se debe–recordar que la «civilización» occidental no podría ser, en absoluto, como es si no hubiese sido por el contacto que mantuvo con él durante la Edad Media. Como dice Juan Vernet, «el mundo árabe no remite ni a una etnia ni a una religión, sino a una lengua, la que emplearon los árabes, los persas, los turcos, los judíos y los españoles (se podría añadir también los bereberes) en la Edad Media y que fue el instrumento para la transmisión de los saberes más diversos de la Antigüedad –clásica y oriental–en el mundo musulmán. Del árabe pasaron a Occidente gracias a los traductores en latín y en las lenguas romances, y