El ocaso de los dominios valencianos de los Medinaceli. Vicente Gómez Benedito
la terminología de la nueva economía institucional– constituyen las reglas del juego entre los agentes sociales. En el sentido más clásico, el que por otra parte adoptaron los grandes de la primera economía política como Adam Smith, Jovellanos, Ricardo, Karl Marx y tantos otros, se trata aquí de la economía política de las casas señoriales. Pues ha quedado claro que no las entenderemos si partimos tan solo de los presupuestos de la economía clásica o neoclásica.
Lo que se desprende de este excelente trabajo es que estas casas aristocráticas tenían un problema básico de monitorización o, para usar mejor castellano, de conocimiento y control de su sistema administrativo y de acceso a los recursos. Se trata, además, de un problema que lo es también, y sobre todo, de información, muy costosa y asimétrica entre el centro (ya casi siempre Madrid) y la periferia de estos patrimonios (las distintas localidades repartidas por toda la península donde tenían posesiones). De ahí precisamente su enorme dependencia de agentes locales y, en particular, de las élites locales y el inestable equilibrio en la negociación con estas. No es extraño que sea precisamente cuando se rompe esa relación a escala local cuando el sistema señorial empieza a hacer aguas. Y existe asimismo un problema de cómo hacer cumplir las normas sociales, costumbres y prácticas legales, a menudo de interpretación diversa, en las que se sustenta el poder de la aristocracia española. Es decir, existe un problema de enforcement (capacidad de hacer cumplir las normas). Este problema viene de muy lejos y se percibe ya en el siglo XVI, e incluso antes, cuando la justicia del rey, cada vez más, empieza a mediar en las formas de coerción y uso de la violencia señorial. Lo hace pese al carácter en absoluto nada moderno de esa justicia, como bien ha visto J. Owens, y pese a la intención final de esta mediación.
Todos estos conceptos, monitorización, información asimétrica, negociación derivada de ella, coerción y enforcement, son esenciales hoy en los análisis de la nueva economía institucional. Pero hay dos cuestiones que me parece importante retener y que, espero, pueden ayudar a leer la obra de Gómez Benedito en este contexto. En primer lugar, la nueva economía institucional se ha olvidado por completo de algunos de los agentes sociales que actuaban en esas instituciones, y en particular de las grandes casas aristocráticas. Véanse, por ejemplo, las obras de quienes son, probablemente, los dos máximos representantes de esta corriente, D. North por un lado y A. Greif por el otro. Ambos, con todas las diferencias que existen entre ellos, se vuelcan, o en el estado y el cambio en los derechos de propiedad el primero, o en los mercaderes y las instituciones informales el segundo. Lo que hace Vicente Gómez es precisamente poner en nuestras manos un arsenal de reflexiones que, creo, pueden tener un enorme valor en ese sentido, al tiempo que toma a la nobleza y al campesinado, los grandes olvidados, como punto de partida. Ello no solo sirve para entender las economías de la época, sino para criticar y enriquecer esta corriente de pensamiento teórico. Pero, en segundo lugar, este ejercicio se hace desde la misma historicidad del problema. Aquí no se habla, por ejemplo, de la supuesta mayor eficiencia de una forma concreta de derechos de propiedad, normalmente asimilados a los de la propiedad privada, individual y de libre disposición para sus titulares. Se habla de cómo los intereses sociales diversos que convergen en torno a las instituciones que regulan esos derechos de propiedad terminan modulándolas o de cómo el conflicto que se genera en torno a esas instituciones será decisivo para la economía y la política. Como historiador, lo que interesa a nuestro autor son los agentes que cambian las instituciones, y no estas como algo dado y osificado; un error presente, por cierto, entre muchos de los teóricos de la nueva economía institucional. En otras palabras, introduciendo una perspectiva social se entiende mejor la economía política de los señoríos: la importancia del privilegio, pero también del fraude en el reparto del producto; la importancia de la coerción, pero también de la asimetría en la información en sus versiones decisivas y a veces olvidadas, como la necesidad de conocer la magnitud de las tierras y familiarizarse con los sistemas de medidas (el gran problema, detectado por W. Kula, de las economías señoriales), de hacerse una idea del valor de las rentas, de controlar la multitud de mecanismos legales, las costumbres y su forma de aplicación local, de estar al día de las dinámicas locales, etc.
Al hacerlo así, lo que se estudia es la política de los estados señoriales e, indirectamente –pero este es un nivel diferente mal conocido aún para este periodo–, de las casas nobles. De hecho, la crisis de esta clase, la crisis que se nos presenta aquí, es una crisis que tiene que ver con su gestión al máximo nivel, con las deseconomías de escala que la acumulación de estados señoriales creaba a un grupo que se movía con no pocas limitaciones: esos estados eran unidades cerradas en teoría, pero estaban agrupados en una administración centralizada de la casa y la dinámica de la casa señorial, y hasta de las alcobas de la casa les era vital; el aumento de la burocracia señorial incrementaba los gastos o los recursos humanos dedicados a su gestión; el conflicto interno a los linajes y a la clase como tal, y de esta con los agentes locales, generaba asimismo los pagos laterales que, como nos hicieron ver Cyert, March y Simon, son inherentes a todas las organizaciones y que aquí se manifestaban en forma de pleitos, dotes, inversiones políticas, etc.
Es quizá en ese nivel –y no solo en el de la crisis del sistema institucional y político como una especie de proceso sobrevenido desde fuera a los estados señoriales– en el que deberíamos buscar las claves del derrumbamiento del sistema del Antiguo Régimen. Pero, además, Vicente Gómez nos aboca a otro aspecto sobre el que espera poder extenderse más y que está ya presente en este trabajo y en sus conclusiones: todo ello no es sino parte del proceso de formación de una nobleza nacional (el subrayado es suyo). En otras palabras, los Medinaceli, como los Osuna, excelentemente estudiados hace años por Ignacio Atienza, o los Álvarez de Toledo, habían creado redes de estados que abarcaban, al menos, todo el territorio de lo que será en unas décadas el estado nación español. Este hecho, cuyas consecuencias han pasado hasta ahora inadvertidas, sería esencial. Lo sería en lo político e incluso, como he intentado probar en otro sitio, en la creación de una comunidad imaginada. Pero lo fue también en lo económico, pues fue lo que permitió políticas locales diferentes, discriminadas y complementarias, muy medidas en función de la enorme heterogeneidad peninsular en cuanto a derechos de propiedad y relaciones sociales a escala local, que serían en realidad la tabla de salvación de las casas que han llegado a nuestros días. En otras palabras, la supervivencia de estas casas no se explica solo por el cambio en el marco legal y la forma en que se adaptan a este, sino también –y esto es materia de reflexión para el futuro– por la condición de estado suprarregional que adquiere el ordenamiento político y que ya se anunciaba en el siglo XVIII, lo que aclara bastantes cosas sobre su posicionamiento político en el proceso de articulación espacial del estado. Todo ello, y el estudio de Gómez Benedito es una muestra evidente, pudo ser así porque la alta nobleza no fue nunca ni ese grupo despreocupado de sus estados, ni una clase inmóvil de la que se nos hablaba en la más pura e interesada tradición liberal, sino todo lo contrario. Y porque tuvo un papel muy activo en la creación de ideología y pensamiento, incluyendo la creación de comunidades imaginadas, incluso en el siglo XIX en toda Europa.
Me gustaría detenerme aquí. Sobre todo porque creo que es mejor dejar hablar al autor con sus propias palabras y planteamientos, para explicarnos la complejidad de un proceso que cada día se nos revela más intrincado, más diverso según las regiones de Europa, históricamente más poliédrico y más intrigante para quienes queremos conocer el pasado, aunque solo fuere por pura necesidad vital (que es la más política de las necesidades).
BARTOLOMÉ YUN CASALILLA
Sevilla, 15 de noviembre de 2016
INTRODUCCIÓN
En el año 1707, don Luis Francisco de la Cerda, IX duque de Medinaceli, envió un memorial al rey Felipe V en el que le recordaba que encarnaba el linaje nobiliario español con mayor alcurnia y distinción, representante legítimo y primogénito de los antiguos reyes de Castilla y León. En su exposición, el duque diferenciaba con meridiana claridad su linaje y casa nobiliaria del resto de los Grandes de España, entendiendo que estos últimos debían su posición a mercedes de la monarquía, recompensas por servicios prestados o compra de títulos, mientras que los derechos y privilegios de los de la Cerda provenían de una transacción con la