El mediterráneo medieval y Valencia. Paulino Iradiel Murugarren
y de cultura y por la circulación de ideas y mercancías a gran escala, que crea una estructura englobante por encima de los estados pero que continúa asentándose en la ciudad y en los principios de la ética comunitaria. Lo que define la identidad honorable del mercader es la pertenencia, no la diferencia o el éxito empresarial individual, y en parte la integración en un grupo cívico dotado de significado (social, profesional, institucional y simbólico) y de legitimidad jurídica. Que esto se manifieste a través de la dignidad pública, de la condición interna de ciudadanía (la identidad que confiere el estatuto de civis), de la pertenencia a un grupo de probada fiducia y riqueza o de la participación reconocible al «bien común» no es más que el resultado o puesta en práctica de la honorabilidad. Pero la pertenencia funciona también eficazmente como miedo a la exclusión. Lo que teme el mercader diariamente es que las malas –o erróneas– prácticas económicas lo proscriban al grupo de gente sospechosa, los irredimibles, los fuera-comunitarios, que son todos aquellos que –como Judas, dirá Giacomo Todeschini–18 no utilizan correctamente sus propias riquezas, que no siguen honestamente las reglas del mercado y que no buscan en sus acciones el «bien común» de la ciudad.
UNA PERSPECTIVA DE LARGA DURACIÓN
En el enfoque actual de las ciencias sociales –y por tanto en el estudio de la cultura cívica y de las identidades–, el concepto longue durée, aunque sea en una orientación muy distinta a la originaria de Fernand Braudel y practicada por la escuela francesa de Annales, está adquiriendo una relevancia excepcional.19 En la «materia» que nos ocupa, la larga duración constituye un elemento extremadamente eficaz para comprender no la identidad en sí, sino algunas manifestaciones de la historia intelectual o de las expresiones doctrinales de la identidad. En sustancia, el análisis diacrónico en un tiempo largo permite visualizar algunas tendencias de la reflexión teórica y observar remodelaciones en contextos políticos y sociales diferenciados. Lo que interesa plantear ahora es cómo ese ius mercatorum, esa imagen contradictoria y ambivalente de la mercadería que se transmite y concilia con la política, con la función civil del mercado y con la dimensión «republicana» de la comunidad durante la baja Edad Media y principios de la moderna.20 Dicho de otro modo, cómo se compagina la génesis de la racionalidad económica y la comunidad cívica con las identidades sociales, las percepciones y los comportamientos colectivos.
En esta perspectiva, Eiximenis aparece como el principal impulsor de una idea de identidad que se construye sobre la base de relaciones contractuales y de intercambio, un modelo que no solo funciona en los territorios de la corona catalano-aragonesa sino que recoge matrices del pensamiento político europeo, sobre todo del mundo mediterráneo, respecto a la civilitas y la res publica, y especialmente en lo que concierne a la exaltación del papel de la riqueza, de la moneda y del mercado urbano como elementos identificadores del desarrollo de la comunidad. El paradigma es suficientemente fuerte como para construir una medieval urban identity.21 Quien maneja debidamente estas realidades puede constituirse en civis, formar parte de la civitas y compartir una serie de rasgos constituyentes de la identidad urbana: una específica moralidad en los negocios, el enriquecimiento personal que favorece el desarrollo económico de la comunidad, la participación al buen gobierno y al bonum commune, la competencia virtuosa, el crédito honesto y la circulación de la moneda como medio de certificación de la auctoritas de la comunidad.
El paradigma político-identitario se acopla a una extensa área de Europa y a un período concreto de la baja Edad Media e inicios de la modernidad, un momento histórico en el que los contornos de las identidades cívicas estaban bien definidos y que desaparecerán con el desarrollo de las identidades uniformes del Estado-nación de los siglos posteriores, cuando la nueva opción absolutista del poder y las soberanías monocráticas se impongan sobre la comunidad eliminando las identidades, necesariamente múltiples y cívicas, de la primera edad moderna.22 Es el momento también en el que comienza a gestarse una concepción de la política como materia de gobierno, pero no de un gobierno civil de ciudadanos sino «Político Catholico Christiano», más católico incluso que cristiano tras la escisión confesional de la Reforma.23 Antes católicos que ciudadanos es una ruptura con los experimentos cívicos y republicanos de la baja Edad Media –pero también con el cristianismo cívico y virtuoso franciscano y con la conciliación entre los principios evangélicos y la filosofía práctico-cívica de Eiximenis- y una reivindicación profunda de una ancestral identidad hispana. La ciudadanía deja de formar parte de la vida activa política y, con ello, desaparece el vínculo indisoluble entre ejercicio activo de la vida en comunidad y los comportamientos éticos del buen civis que constituían el fundamento de la identidad civil urbana. Hasta el «bien común» acabará por ser marginado en la consideración de las virtudes ciudadanas para situarse exclusivamente en el terreno de competencias de los gobernantes y en la definición de la calidad de los modernos regímenes políticos.
Sin embargo, algunos rasgos y matrices del pensamiento político se mantendrán durante largo tiempo, incluso hasta el siglo XIX, en lo que Pablo Fernández Albadalejo ha denominado «cristianismo cívico» (a propósito de la obra de Martínez Marina) o de las diversas manifestaciones de un modelo contrapuesto al diseño absolutista y construido «desde abajo», desde la comunidad como sujeto político corporativo (a propósito del lenguaje constitucional de La lex regia aragonensium o de la comunidad regnícola de Pere Antoni Beuter).24 Pero es sobre todo la obra de Martínez Marina la que recupera planteamientos identitarios tradicionales, alternativas al despotismo y críticas a la noción vigente de soberanía. Con el miedo a los republicanos franceses de por medio, no era poco reivindicar la condición de «ciudadano» como sujeto con derecho a la honorabilidad cívica y a la participación en el Gobierno. Más relevante era con seguridad la defensa del «bien público», del municipalismo (en este caso, las municipalidades castellanas) y cierta idea de monarquía –o del poder político– contractual y res-publicana. Remontándose a idearios del pensamiento político medieval, en los inicios del siglo XIX, Martínez Marina recordaba que la ciudadanía representaba las señas tradicionales de identidad y que el poderío de la monarquía era resultado de pactos y convenciones y del consentimiento tácito o expreso de la comunidad, un convenio que daba paso al siguiente estadio, el de la «sociedad civil». Con todo, son muchos más los textos que, como el propio Fernández Albadalejo analiza, reafirman un pasado (más o menos forzado, mítico, ideológico o teológico) continuamente revisado en clave de autodefinición y exclusivismo nacional, propio de una entidad que está por encima de los grupos que se autoperciben como distintos en torno a prácticas de pertenencia y de participación comunitaria.
La perspectiva de larga duración sirve para entender lo que de nuestro pasado ha sido eliminado o se reaviva en el presente y las enseñanzas que el período histórico que estudiamos puede mostrarnos para el futuro. Un período en el que las formas de identidades cívicas acabarán por paralizarse, bloqueadas ante los instrumentos de los estados nacionales donde serán marginadas durante siglos. No será ya la circulación de hombres y culturas, la comunicación, el mercado cívico y con «honorabilidad» y la pluriidentidad los vectores que guíen a la sociedad civil, sino el predominio de lo político, la centralidad del Estado-nación, las identidades uniformes y la confrontación de los estados nacionales territoriales, terreno resistente hasta la crisis actual y en el que parecen naufragar tanto las corrientes federalistas como los principios culturales y espirituales de la tolerancia.
Por eso resulta tan difícil hablar de multiculturalismo y de globalización en los tiempos que corren, excepto por la dictadura de los mercados globales (con poco «honor» y menos civilitas) y por la debilidad del control estatal