Arte Rupestre en Colombia.. Manuel Romero Raffo
tenido en cuenta sino que incluso adquirió una inusual centralidad. La flexibilidad propia de algunas de las corrientes más extremas del posprocesualismo permitió que sobre un conjunto de rocas con arte se dijera casi cualquier cosa12. Al margen del posprocesualismo desbordado, algunas corrientes teóricas se han tomado más en serio el análisis riguroso del arte rupestre como vía para el entendimiento de los sistemas de significado prehistórico. Tal vez una de las más populares es la denominada arqueología del paisaje, que por razones apenas lógicas utiliza el análisis locacional del arte rupestre como una herramienta fundamental en la comprensión de los sistemas socio-culturales. Por ende, por la vía de la arqueología del paisaje, el arte rupestre parece interesar de nuevo a los arqueólogos colombianos quienes en la práctica habían abandonado este campo de estudio con el advenimiento de la formalización profesional13.
Este libro contiene dos artículos que se identifican como herederos teóricos de la arqueología del paisaje. En primer lugar se encuentra el artículo “Los petroglifos como notas de una sinfonía visual. El paisaje prehispánico en Támesis, Jericó y Pueblorrico (Antioquia)”, escrito por Alba Nelly Gómez y Franz Flórez. Estos autores proponen explorar la relación entre petroglifos, viviendas y sitios de enterramiento a través de diferentes períodos arqueológicos. Tres aspectos merecen ser resaltados de esta búsqueda. En primer lugar, el ímpetu mismo de la empresa que pretende comprender cómo se materializan en el paisaje diferentes significados. En segundo lugar, el que esta empresa involucre el arte rupestre como objeto arqueológico y lo ponga en diálogo con otros más. Y, por último, el uso congruente de juegos de datos robustos y extensos (96 rocas con petroglifos, 160 áreas de vivienda y 93 áreas funerarias), que permite la identificación de patrones distribucionales y por ende formular relaciones sólidas entre estos objetos. En suma, la apuesta de Gómez y Flórez atiende aquel llamado que hiciera Carl Langebaek en 1996, respecto a la necesidad de ser proactivos, de arriesgarse por terrenos antes no transitados14.
El segundo artículo que reconoce una deuda teórica con la arqueología del paisaje es “Arqueología y arte rupestre en el paisaje del Tolima”, escrito por César Velandia, Jhony Carvajal y Daniel Ramírez. Si se pudiese definir el artículo de Gómez y Flórez como parte de un análisis de corte regional, el artículo de Velandia, Carvajal y Ramírez podría catalogarse como uno de tipo macro-regional. Apoyados en una perspectiva que hunde sus raíces en el estructuralismo, del cual César Velandia ha sido un sólido exponente durante varios años15, los autores exploran conexiones entre áreas lejanas para integrar lo que denominan “el complejo alucinógeno”, materializado a través de la recurrencia de un grafema que tal vez representa figuras de hongos. Las conexiones propuestas por Velandia, Carvajal y Ramírez son en extremo sugerentes, provocativas si se quiere, y por ende invitan a su discusión.
Al tiempo con esta nueva mirada al tema por parte de los arqueólogos, ha venido operando toda una suerte de alianzas entre ellos y diferentes especialistas formados en distintos campos de las ciencias naturales. Es obvio que esta situación no es nueva y hace parte de la esencia misma de la arqueología, que nació en Occidente como producto de la aplicación de las ciencias naturales al registro arqueológico16. Lo que sí es novedoso, para el caso colombiano, es que es pecialistas situados en distintas orillas del conocimiento converjan en torno a preguntas de corte fundamentalmente antropológico. Es claro que los pioneros de la investigación del arte rupestre colombiano propusieron toda suerte de teorías y explicaciones basados más en la intuición que en el uso de técnicas o métodos científicos, por lo que su validez podía ser cuestionada con facilidad17. Con la paulatina utilización de técnicas provenientes de las ciencias naturales se van desmontando los postulados clásicos sobre el arte rupestre y la historia de la investigación sobre el tema termina siendo nada más que un asunto anecdótico. Por poner solo un ejemplo, los estudios realizados desde la década de los ochenta del siglo pasado demostraron que las pinturas rupestres de color rojo fueron en esencia elaboradas con óxidos ferrosos, mas no con sangre como llegó a ser postulado por algunos reputados investigadores como Wenceslao Cabrera18.
En razón a que parte de la importancia del tema que nos convoca en este libro es justamente la particularidad del soporte sobre el cual se ejecutó, son fundamentales los estudios sobre las rocas en que se pintó o grabó en época prehispánica. Y quiénes más si no los geólogos para trabajar de la mano con los arqueólogos. Claro ejemplo de ello es el artículo “Caracterización de soportes de estaciones rupestres en el cañón del Chicamocha”, escrito por Clara León, Daniel Barón y Mónica Giedelmann Reyes. La caracterización de los soportes rocosos en la zona del cañón del río Chicamocha, muy conocida por la presencia de arte rupestre polícromo en abrigos rocosos, muchas veces de difícil acceso, permitió a los mencionados investigadores sugerir algunos patrones de selección por parte de los ejecutores de las pinturas rupestres. Aunque es obvio que la selección de sitios para ser pintados en modo alguno es aleatoria o caprichosa, no ha sido fácil para los investigadores determinar cuáles fueron precisamente los criterios de selección de los soportes. En este artículo León, Barón y Giedelmann proponen que tal vez dicho criterio tuvo que ver con la resistencia a la meteorización de las rocas, o dicho en términos más sencillos, los ejecutores seleccionaron rocas que facilitaran la perdurabilidad de las pinturas. Este tipo de conclusiones supone implicaciones mayúsculas para las explicaciones sobre la función del arte rupestre, en la medida que comprueba, contrario a toda una decantada tradición teórica, que las intenciones de los ejecutores no se circunscribieron a la elaboración misma y que ellos tuvieron una clara intencionalidad en su preservación, o al menos en su uso posterior.
Paralelamente a las conclusiones de carácter académico, el artículo de León, Barón y Giedelmann introduce una problemática de creciente importancia en el país: la conservación del arte rupestre. Como cualquier otro objeto arqueológico, el arte rupestre es frágil. Casos como los de la famosa cueva de Altamira en España, a saber uno de los sitios en el mundo donde más se han estudiado, discutido e implementado medidas de conservación del arte rupestre, develan con claridad la poca capacidad humana para detener el deterioro natural del patrimonio arqueológico. En parte, la carencia de medidas de protección de los sitios con arte rupestre se debe a los pocos estudios técnicos, tanto del soporte como de las pinturas mismas. En suma, no se conoce lo que se quiere preservar. En este sentido, estudios en la dirección propuesta por León, Barón y Giedelmann son útiles en la medida que permiten trazar estrategias de protección con base en las condiciones propias del objeto que se pretende conservar.
En muchas ocasiones el deterioro natural del arte rupestre es exponencialmente potenciado por factores antrópicos. A diferencia de otros objetos arqueológicos ocultos bajo el suelo, la exposición del arte rupestre lo hace en especial susceptible a ser alterado por parte de los seres humanos. Podría presentarse una larga y dolorosa lista de formas de alteración humana al arte rupestre, la cual contrasta de manera considerable con las acciones que pueden ejecutarse para su preservación. Uno de los casos tristemente emblemáticos, en la medida que conjuga la falta de políticas de preservación o la formulación de políticas erróneas, con toda suerte de alteraciones a los conjuntos pictóricos, es el denominado “Parque de las Piedras de Tunja” en Facatativá (Cundinamarca)19. Y es justo en este parque donde se han ensayado algunas de las acciones encaminadas a la restauración de las malogradas pinturas rupestres. A propósito de este caso, María Paula Álvarez, sin duda la restauradora con mayor experiencia en la intervención del arte rupestre en Colombia, presenta el artículo “Reflexiones en torno a la conservación de las manifestaciones rupestres del Parque Arqueológico de Facatativá”. En dicha reflexión, María Paula expone los criterios que guiaron las intervenciones en algunas de las 65 rocas pintadas allí existentes y con ello abre la puerta a la discusión técnica sobre los criterios, procedimientos y protocolos que deberían seguirse en otros lugares. Es esta una muestra más de los desarrollos en el estudio del arte rupestre que son posibles gracias a la activa participación de especialistas provenientes de campos diferentes a las Ciencias Sociales.
A propósito del caso de “las piedras de Tunja”, persiste la necesidad de comprender los móviles que propician que la gente altere las pinturas rupestres, aun a pesar de su visibilidad. Al respecto se han esbozado explicaciones facilistas que enmarcan los grafitis en una nueva forma de significación, tan válida como las pinturas