¿Qué queda del padre?. Massimo Recalcati
ética y no como garantía ontológica. El resto del padre que sobrevive, desaparecida su función teológica e ideológica, es sólo un acto singular, una encarnación de la alianza posible de Ley y deseo, un gesto ético de responsabilidad frente al propio deseo. Es el acto singular que transmite la prohibición del goce maligno de la Cosa junto con la donación del deseo. La tesis de este libro es que la evaporación de la función edípico-normativa del Padre, más que liberarnos del padre, ha de permitir su rehabilitación ética como padre del testimonio y no como Padre del Nombre.
Por esta razón, el término «testimonio» define en mi trabajo el acto singular, sin protección y sin garantías, con el que un padre, privado de cualquier soporte ideal, sabe ofrecer una solución posible y encarnada sobre cómo se puede unir el deseo a la Ley. En la segunda parte de este libro, el lector encontrará una serie de testimonios sobre lo que queda del padre: Philip Roth, Cormac McCarthy y Clint Eastwood ofrecen visiones de la paternidad totalmente desligadas de la dimensión teológica y normativa, que también ha caracterizado en muchos aspectos la función edípica del padre teorizada por Freud. No se trata de testimonios ejemplares, porque un testimonio no tiene nada de ejemplar, no quiere ser un buen ejemplo; se trata de un acto singular que muestra que lo que queda del padre es custodia del misterio de la vida y de la muerte, es la responsabilidad de la herencia y de la transmisión, es la generatividad del deseo como nuda fe.
Milán, enero de 2011
Ocaso y evaporación del padre
El gesto de Héctor y el padre castrado
¿Qué es un padre? Es la pregunta que actúa con auténtica insistencia en el pensamiento de Freud. Él acuña la figura de Edipo para señalar que la función paterna tiene como primera tarea prohibir lo que, sin embargo, el Edipo de Sófocles lleva a cabo: la unión incestuosa con la madre. Un padre, parece decirnos Freud, es aquel que sabe hacer valer la Ley de la interdicción del incesto facilitando el proceso de separación del hijo respecto de sus orígenes. Lacan mostrará el carácter virtuosamente traumático de esta operación: el ejercicio simbólico de la paternidad asegura al hijo la posibilidad de salir del pantano indiferenciado del goce y de aventurarse hacia la asunción singular del propio deseo.
Esta equivalencia de Padre y Ley, y su disolución hipermoderna, es uno de los temas centrales de este libro. De hecho, nuestro tiempo parece sancionar el irremediable declive de la representación edípica del Padre situándose abiertamente bajo el signo del «anti-Edipo», ejerciendo una crítica radical de la equivalencia freudiana de Padre y Ley. En realidad el propio Freud, mucho antes de la crítica antiedípica de los años setenta, anunciaba la época de la disolución del Padre, como si el padre, desde los orígenes de la doctrina psicoanalítica, fuese un padre evanescente, castrado, opuesto y alternativo a la reconocida grandeza del pater familias. Como si este padre, el padre del que habla Freud, no fuese sólo el agente de la castración —aquel que introduce el límite al goce incestuoso de la Cosa materna— sino también aquel que lleva consigo las marcas de la castración. Se trata de una ambivalencia interna al concepto freudiano de padre. Por una parte el Padre-Norma, el padre que equivale a la Ley, el padre que ejerce la amenaza de eviración y que instala la Ley en la familia; por la otra el padre ausente, vulnerable, demasiado humano para sostener la tarea de representar esa equivalencia.5
Para entender mejor esta doble cara del padre freudiano dejémonos guiar por dos escenas. La primera es muy conocida y la tomamos de las páginas de La Ilíada de Homero. Se trata de la emotiva escena del encuentro de Héctor con su hijo y con su mujer Andrómaca antes del combate final con Aquiles.6 La segunda es una célebre anécdota biográfica relatada por Freud y que concierne a su anciano padre.
En la primera escena estamos ante la figura trágica del padre dividido entre su tarea como ciudadano y jefe militar (defender su ciudad de los invasores) y su ser padre de familia. El gesto de Héctor, sobre el que llama la atención Luigi Zoja en su conmovedor comentario de Homero, es el gesto con el que el guerrero se quita el yelmo, «coronado por una impresionante cabellera», para no asustar a su hijo y dejarse reconocer por él, levantándolo después hacia el cielo para pedirle a los dioses que devenga más fuerte que su padre. El yelmo cubre su rostro y debe ser retirado para permitir la dialéctica del reconocimiento, para permitir al hijo humanizar la figura ideal de su padre. No obstante, las razones de familia no disuaden a Héctor del cumplimiento de su deber de ciudadano y de jefe militar. Su orgullo de guerrero es más fuerte que su sentimiento de padre. Incluso haciendo aparecer una división dentro del Padre, la escisión trágica que atraviesa el «gesto de Héctor» preserva su carácter ideal y su función de guía ética.
El padre de Freud, Jakob, comerciante de tejidos, figura de pequeño burgués sin grandes ideales y sin cultura, no es en absoluto la expresión resplandeciente del padre ideal. El padre de Freud no es el padre que detenta el cetro fálico del poder. Es, más bien, la imagen de un padre en dificultades, debilitado, sumiso, la imagen de aquel padre humillado que el neorrealismo de Vittorio De Sica retrata de forma despiadada y melancólica en Ladrón de bicicletas. Freud refiere en La interpretación de los sueños un relato escuchado durante su infancia y que lo acompañará para siempre como una imagen indeleble: cuando el padre estaba paseando por Freiberg se encontró frente a un hombre en su misma acera que venía de la dirección opuesta. Con arrogancia, éste quiso que le cediese el paso y tiró al barro su gorra, al tiempo que gritaba ofensivamente: «¡fuera de la acera, judío!» Ante a esta escena de humillación el pequeño Sigmund pregunta con apremio: «y tú ¿qué hiciste?» El padre respondió lacónicamente: «bajé de la acera y recogí el gorro».
¡Qué diferente es este padre del que aparece a través del gesto de Héctor, que Luigi Zoja ha inmortalizado como un paradigma puro de la paternidad! Si Héctor se quita el yelmo para ofrecerle al hijo su lado más humano, si vive la escisión entre la coraza del guerrero y la afectividad tierna hacia el hijo, si eleva el hijo al cielo deseando ser superado en fuerza y coraje por él, el padre de Freud se descubre como «demasiado humano», como un padre castrado, inerme, que cede pasivamente el paso al altivo antisemita. En el primer caso, la figura del padre oscila entre el ciudadano heroico, entregado a la defensa de su comunidad, y el padre que cuida de la familia y que, si asusta a su hijo por un exceso de Ideal, se dispone enseguida, con un acto de ternura —quitarse el yelmo— , a dejarse reconocer como padre humano, mientras que para el pequeño Sigmund el padre no es objeto ni de miedo ni de admiración, sino únicamente de vergüenza. Es aquel que sufre una ofensa sin reaccionar de ningún modo.
La confrontación entre estas dos escenas nos permite realizar el pasaje del Padre Ideal y, como tal, inalcanzable, mítico e inigualable, al padre castrado, expresión de toda la miseria humana que necesariamente acompaña a cualquier figura del padre. Está en juego una reducción, una contracción, una evaporación de la figura paterna como Ideal. La época de la tragedia da paso a la de la farsa. El célebre padre kafkiano de la Carta al padre se incluye también en este último ciclo de la farsa. Su voz potente y su mirada severa participan de una contradicción que las desenmascara como puros semblantes. Él hace lo contrario de lo que dice. Exige del hijo una coherencia de comportamiento y un respeto de las normas que él no practica de ninguna manera. La grieta que lo atraviesa es la grieta que separa la imagen del padre de la imagen del amo. Por un lado, él es la encarnación de una Ley severa y despiadada que no permite la dialéctica del reconocimiento entre padre e hijo, sino que suscita únicamente miedo y angustia, siendo la Ley y, al mismo tiempo, la excepción a la Ley, la ausencia de Ley, el «padre gigante» y «tirano» que no reconoce al hijo como un «auténtico Kafka» y que tan sólo encarna una versión superyoica de la Ley («siempre me has recriminado…»). Por el otro lado, es un padre, como escribe Kafka,
…capaz de [sufrir] en silencio (…). Por ejemplo cuando, hace tiempo, en los veranos calurosos, te veía en la tienda, cansado, dormir una pequeña siesta después de comer, con el codo apoyado en el pupitre, o cuando venías los domingos acalorado a reunirte con nosotros en la casa de campo; o la vez que, estando mamá muy enferma, te vi agarrarte a la librería, tembloroso por el llanto; o cuando, durante mi última enfermedad,