Tradición y deuda. David Joselit

Tradición y deuda - David  Joselit


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es convertir al arte en una suerte de moneda de cambio. La desregulación de los mercados financieros “libres” introdujo, de manera notable, las fuerzas de la homogeneización cultural en lo que ha sido llamado la McDonaldización del mundo. Pero la desregulación de la imagen, al mismo tiempo que participa en esta nivelación a través del surgimiento del arte contemporáneo global, también hizo posible la recalibración de dos géneros estéticos que habían sido subordinados, en términos jerárquicos, al modernismo euroamericano durante la mayor parte del siglo XX: por un lado, las expresiones realistas asociadas con la cultura de masas y, por otro, el arte popular e indígena. Para comprender los efectos de esta desregulación visual es necesario, en primer lugar, especificar qué constituye una regulación en el arte, y de manera más amplia, en la cultura visual.8 La definición más simple y convencional que ofrece la historia del arte sobre la regulación de la imagen es, por supuesto, el concepto de medio: una obra individual sobre lienzo, por ejemplo, debe obedecer lo suficiente a las reglas de la pintura como para ser categorizada dentro de ese medio, así como una escultura o un video debe adherir a reglas comparables para pertenecer categóricamente a sus respectivos medios. Este tipo de regulación, conocida como especificidad medial, es en gran medida (aunque no exclusivamente) una categoría desarrollada durante el modernismo euroamericano. Es bien sabido que a partir de la década del sesenta, este modo de regulación de la imagen sufrió un serio ataque. Ciertas obras heterogéneas, por ejemplo los happenings, quebraron los límites entre los medios individuales, combinándolos en entornos que podían incluir elementos tomados de la pintura, la escultura y el cine, y que juntos servían como escenario para acciones simples, que desdibujaban aún más los límites entre las artes visuales, el teatro y la danza. Con el advenimiento del posmodernismo en la década del ochenta, la mezcla de medios que fue pionera en los happenings, las instalaciones y el land art, se enriqueció mediante la inclusión de estilos históricos, aunque esta heterogeneidad se daba generalmente en obras de arte individuales, en lugar de espacializarse en instalaciones. Esto es lo que Fredric Jameson identificó como “pastiche” posmoderno.9 En Occidente, entonces, la transición del modernismo al posmodernismo se nutrió de la desregulación de la imagen dentro del sistema modernista de la especificidad medial. Pero para comprender la cuestión más amplia de las jerarquías de imágenes globales, la aplicación de conceptos históricos y críticos occidentales como posmodernismo no es suficiente. Como ha propuesto Dipesh Chakrabarty, debemos provincializar Europa (y los Estados Unidos) yendo más allá de los límites de sus definiciones estéticas estandarizadas.10 Esto implicará, entre otras cosas, reconocer que la tradición moderna / posmoderna euroamericana es sólo una de las múltiples genealogías en la producción de la cultura visual global del siglo XX, aunque haya eclipsado o subordinado a otras en circuitos mundiales del arte global durante el siglo XX y posiblemente todavía hoy siga haciéndolo. En otras palabras, implica reconocer que las cualidades estéticas valoradas como universales por el modernismo occidental son, en realidad, una forma particular de tradición local. Si, dentro de la tradición de la historia del arte occidental, el drama de la regulación de la imagen se produjo como un conflicto entre la especificidad de los medios y los desafíos a dicha especificidad, a nivel global, esa desregulación no ocurre dentro de una sola tradición sino entre las diferentes expresiones estéticas que he mencionado: 1) lo moderno / posmoderno, 2) el realismo / la cultura de masas, y 3) lo popular / indígena. En otras palabras, la desregulación de la imagen se da a partir del cuestionamiento de las jerarquías estéticas y políticas que han organizado las diversas formas de propiedad cultural. Es un cuestionamiento, podría decirse, a la especificidad de la expresión.

      Para mapear esta configuración global de expresiones estéticas que se cruzan –e incluso entran en conflicto– propondré un conjunto de amplias correspondencias entre expresiones y culturas que, aunque admito que son reduccionistas, nos permitirán mapear las complejas condiciones de la desregulación visual que se da alrededor de 1989. Así como durante la Guerra Fría supuestamente había tres “mundos”, también había tres expresiones visuales predominantes.11 En la ideología estética occidental, cada una de ellas correspondía a una región geopolítica: 1) el arte moderno (y su descendencia posmoderna) estaba ligado geográficamente al mundo desarrollado o “primer mundo”; 2) el realismo socialista, un arco de prácticas figurativas destinadas a encarnar y celebrar los valores del socialismo de Estado y el comunismo en parte a través de su participación en la cultura de masas, estaba típicamente ligado al “segundo mundo” y su esfera de influencia; y finalmente 3) las prácticas del arte indígena o popular, que a menudo se pensaban como atemporales y arraigadas en sus comunidades tradicionales, y cuyos productores eran, hasta hace poco, rara vez consignados como artistas, se asocia con el “tercer mundo”. Las condiciones reales de la producción artística en todo el mundo eran, por supuesto, mucho más complejas de lo que sugiere esta estricta clasificación tripartita. Porque en cada una de las zonas geográficas que he mencionado (los tres mundos, según la normativa geopolítica de la Guerra Fría) existían también al menos tres mundos artísticos internos que, si bien varían significativamente en sus detalles de un lugar a otro, permitieron una interpenetración de las tres expresiones estéticas que he identificado. En el primer mundo, por ejemplo, una vibrante cultura visual masiva destinada a producir y consolidar mundos tridimensionales de consumidores –algo que a veces se ha llamado “realismo capitalista”12– quedó subordinada al modernismo en términos de prestigio, si no en escala o visibilidad, mientras que el arte indígena producido por grupos de nativos norteamericanos y por los pueblos originarios de todo el mundo quedaron habitualmente encerrados en un pasado idealizado y, a menudo, alojado en museos antropológicos como instituciones contrapuestas a las de las bellas artes. En el segundo mundo del estado socialista y comunista, el arte oficial alineado con formas de realismo, que estaba destinado a inspirar una amplia identificación masiva a través de la propaganda, habitualmente coexistía con una vanguardia “no oficial”, mucho más pequeña y paralela, cuyos miembros a menudo adoptaron sofisticadas estrategias modernistas inspiradas en la información obtenida en el extranjero o en las tradiciones de las vanguardias anteriores. En el segundo mundo, las formas populares / indígenas fueron, a menudo, igualmente reprimidas o subordinadas al arte oficial, aunque a veces, como en otras partes del mundo, resultaron apropiadas al servicio de una posición multiculturalista. En el tercer mundo, las tradiciones indígenas supuestamente puras se transformaron, como respuesta a las condiciones coloniales o imperiales, en formas que iban desde el arte turístico hasta géneros híbridos producidos en talleres o academias europeas, introducidas para formar a los artistas locales. Antes y después de la decolonización, movimientos anticoloniales como la negritud recuperaron prácticas e iconografías al servicio de una modernidad poscolonial, subordinando así lo moderno a lo indígena de modo directamente opuesto a las formas en que el expresionismo abstracto norteamericano, por ejemplo el de Jackson Pollock, remitía a las prácticas indígenas de pintura con arena, pero que finalmente subsumía en las abstracciones modernistas. No puedo analizar todas estas variaciones en detalle. Lo que importa para mi argumentación es que, en los “tres mundos” postulados por la geopolítica de la Guerra Fría, las tres expresiones estéticas predominantes –modernismo / posmodernismo, realismo / cultura de masas, y lo popular / indígena– estaban relacionadas entre sí de acuerdo con diferentes jerarquías estéticas y culturales que variaban significativamente según las historias regionales y nacionales particulares. Sin embargo, a pesar de esta diversidad real, en el mundo del arte internacional de la Guerra Fría –cuyas instituciones eran predominantemente euronorteamericanas o basadas en sus modelos –, la expresión principal de las bellas artes siguió siendo el modernismo occidental (y posteriormente el posmodernismo), al que las otras dos expresiones se subordinaron de múltiples formas. Si la cultura de masas aparecía en el contexto del arte internacional, sería condenada como kitsch (en cierta medida, hasta la consagración mundial del arte pop), mientras que si el arte indígena resultaba incluido o aludido, sería en el contexto del primitivismo o del exotismo, una forma de apropiación meramente estética que vaciaba el poder cultural que tenían esas obras en sus comunidades de origen. Sin embargo, es crucial recordar que esta jerarquía siempre ha sido dinámica y provisional más que eterna. En otras palabras, para ser considerada preeminente, una expresión estética particular como el modernismo necesitaba ser autorizada, tal como lo fue por los valores culturales y el poder político y financiero eurocéntricos. Pero las pretensiones de universalidad de cualquier expresión particular


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