Conflicto cósmico. Elena G. de White

Conflicto cósmico - Elena G. de White


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las palabras de Cristo. Como él amonestó a sus discípulos acerca de la destrucción de Jerusalén para que huyeran de la misma, así ha amonestado al mundo acerca del día de la destrucción final. Todos los que quieran podrán huir de la ira que vendrá. “Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes” (S. Lucas 21:25; ver también S. Mateo 24:29; S. Marcos 13:24-26; Apocalipsis 6:12-17). “Velad, pues” (S. Marcos 13:35), es la amonestación del Señor. Los que escuchen la advertencia no serán dejados en tinieblas.

      El mundo no está más dispuesto a creer el mensaje para este tiempo que lo que estaban los judíos para recibir la advertencia del Salvador con relación a Jerusalén. Venga cuando venga, el Día de Dios sobrevendrá en forma inadvertida para los impíos. Cuando la vida continúe su curso invariable; cuando los hombres estén absorbidos en el placer, en los negocios, en la caza del dinero; cuando los dirigentes religiosos estén magnificando el progreso del mundo, y el pueblo esté adormecido en una falsa seguridad, entonces, así como el ladrón a medianoche entra en una casa sin custodia, vendrá la destrucción sobre los descuidados impíos, “y no escaparán” (1 Tesalonicenses 5:2-5).

       Capítulo 2

      La lealtad y la fe de los mártires

      Jesús les reveló a sus discípulos la historia de su pueblo desde el tiempo en que él sería arrebatado al cielo hasta su regreso con poder y gloria. Penetrando profundamente en el futuro, su ojo vio las violentas tempestades que habrían de asaltar a sus seguidores en los años futuros de persecución (ver S. Mateo 24:9, 21, 22). Los seguidores de Cristo deben recorrer la misma senda de humillación y sufrimiento que recorrió su Maestro. La enemistad que soportó el Redentor del mundo se manifestaría contra todos los que creyeran en su nombre.

      El paganismo se dio cuenta de que si triunfaba el evangelio, sus templos y altares serían arrasados; por lo tanto se encendieron los fuegos de la persecución. A los cristianos se los despojaba de sus posesiones y se los arrastraba de sus hogares. Nobles y esclavos, ricos y pobres, cultos e ignorantes, fueron sin misericordia sacrificados en gran número.

      Empezando bajo Nerón, las persecuciones continuaron durante siglos. Se declaró falsamente que los cristianos eran la causa del hambre, las plagas y los terremotos. Había acusadores listos, por soborno, a traicionar a los inocentes acusándolos como rebeldes y como peste de la sociedad. Muchísimos fueron arrojados a las bestias salvajes o quemados vivos en los anfiteatros. Algunos fueron crucificados; otros fueron cubiertos con pieles de animales salvajes y arrojados a la arena para ser despedazados por los perros. En las fiestas públicas, vastas multitudes se reunían para gozar del espectáculo y festejar con risas y aplausos la agonía mortal de los mártires.

      Los seguidores de Cristo se veían obligados a ocultarse en lugares solitarios. Fuera de los muros de la ciudad de Roma, entre las colinas, se habían construido largas galerías subterráneas, a través de la tierra y la roca, de muchos kilómetros de longitud. En estos refugios ocultos, los seguidores de Cristo enterraban a sus muertos. Aquí también, cuando eran perseguidos, hallaban un hogar. Muchos recordaron las palabras de su Maestro: que cuando fueran perseguidos por causa de Cristo, debían alegrarse en gran manera. Grande sería su recompensa en los cielos, porque de la misma forma habían sido perseguidos los profetas antes que ellos (ver S. Mateo 5:11, 12).

      Cánticos de triunfo ascendían de en medio de las llamas crepitantes. Por fe vieron a Cristo y a los ángeles observándolos con el más profundo interés y considerando su firmeza con aprobación. Resonaba la voz desde el trono de Dios: “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Apocalipsis 2:10).

      Frente a ello, Satanás formuló sus planes para combatir con más éxito contra Dios, poniendo su bandera dentro de la iglesia cristiana para ganar por engaño lo que no podía conseguir por la fuerza. La persecución cesó, y fue reemplazada por los atractivos de la prosperidad temporal y el honor. Los paganos fueron inducidos a recibir una parte de la fe cristiana, mientras rechazaban verdades esenciales. Profesaban aceptar a Jesús, pero no tenían convicción del pecado y no sentían ninguna necesidad de arrepentimiento o de cambio de corazón. Haciendo algunas concesiones de su parte, propusieron que los cristianos hicieran también las suyas, para que todos pudieran unirse sobre la plataforma de “la fe en Cristo”.

      Ahora la iglesia se encontraba en un terrible peligro. ¡El encarcelamiento, la tortura, el fuego y la espada eran bendiciones en comparación con esto! Algunos cristianos se mantuvieron firmes. Otros estaban en favor de modificar su fe, y bajo el manto de un pretendido cristianismo, Satanás se insinuó a sí mismo en la iglesia para corromper su fe.

      Finalmente la mayoría de los cristianos rebajó las normas. Se formó una unión entre el cristianismo y el paganismo. Aunque los adoradores de ídolos profesaban unirse con la iglesia, continuaban aferrándose a su idolatría, cambiando únicamente los objetos de su culto por imágenes de Jesús, y aun de María y de los santos. Doctrinas incorrectas, ritos supersticiosos y ceremonias idólatras se incorporaron a la fe y al culto de la iglesia. La religión cristiana llegó a corromperse, y la iglesia perdió su pureza y poder. Sin embargo, algunos no fueron engañados. Continuaron manteniendo su fidelidad al Autor de la verdad.

      Dos clases en la iglesia

      Siempre ha habido dos clases entre los que han profesado seguir a Cristo. En tanto que una clase estudia la vida del Salvador y trata con todo fervor de corregir sus defectos y conformar su vida con el gran Modelo, la otra clase de personas evita las verdades sencillas y prácticas que exponen sus errores. Aun en su mejor estado la iglesia nunca se compuso totalmente de personas veraces y sinceras. Judas se contó con los discípulos, para que por la instrucción y el ejemplo de Cristo pudiera ser inducido a ver sus errores. Pero debido a su indulgencia con el pecado, atrajo las tentaciones de Satanás. Se enojó cuando sus faltas fueron reprobadas, y esto lo llevó a traicionar a su Maestro (ver S. Marcos 14:10, 11).

      Ananías y Safira pretendieron hacer un sacrificio completo en favor de Dios pero retuvieron en forma codiciosa una porción para sí mismos. El Espíritu de verdad reveló a los apóstoles el verdadero carácter de estos pretendidos creyentes, y los juicios de Dios libraron a la iglesia de aquella inmunda mancha que mancillaba su pureza (ver Hechos 5:1-11). Cuando la persecución sobrevino a los seguidores de Cristo, solamente los que estaban dispuestos a abandonarlo todo por la verdad deseaban llegar a ser sus discípulos. Pero cuando cesó la persecución, se añadieron conversos que eran menos sinceros, y el camino quedó abierto para la penetración de Satanás.

      Cuando los cristianos nominales se unieron con los que eran semiconvertidos del paganismo, Satanás se regocijó, y entonces los inspiró a perseguir a aquellos que se mantenían fieles a Dios. Estos cristianos apóstatas, al unirse con compañeros semipaganos, dirigieron su guerra contra los rasgos más esenciales de las doctrinas de Cristo. Se necesitaba una lucha desesperada para mantenerse firme contra los engaños y las abominaciones introducidas en la iglesia. La Biblia no era aceptada como norma de fe. La doctrina de la libertad religiosa fue calificada como herejía, y los que la sostenían fueron perseguidos.

      Los primeros cristianos eran, por cierto, un pueblo peculiar. Pocos en número, sin riquezas, sin jerarquía ni títulos honoríficos, eran odiados por los impíos, como Abel fue odiado por Caín (ver Génesis 4:1-10). Desde los días de Cristo hasta los nuestros, los fieles discípulos de Jesús han excitado el odio y la oposición de los que aman el pecado.

      ¿Cómo, pues, puede entonces el evangelio denominarse un mensaje de paz? Los ángeles cantaron en


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