El Ranchero Se Casa Por Conveniencia. Shanae Johnson
de un salto, alzando la mole de metro noventa y ciento diez kilos de puro músculo.
—Hijo de… —Pero las palabras de Mac se extinguieron al sacudirse su cuerpo, recibiendo la pintura rosa y púrpura del ataque dirigido a Keaton.
Keaton colocó su arma bajo la axila de Mac. Apuntó y disparó, llevándose por delante a Jordan Spinelli y David Porco.
Con dos abatidos, le quedaban otros dos. Rodeó a Grizz, colocando su parte delantera contra la espalda embadurnada de pintura del otro. En cuestión de segundos, la parte frontal de Grizz estaba como la de atrás, pero Keaton no tenía ni una mota.
Valiéndose de la protección que le ofrecía la gran corpulencia de Grizz, Keaton abrió fuego sobre su último amienemigo. Russell Hook, alias Rusty, que era un blanco perfecto, cayó al momento.
Keaton seguía sin bajar el arma.
—Rendíos —desafió.
—Nunca —exclamaron los cinco hombres al unísono—. Rendición no es una palabra ranger. —Recitaron el final del credo de los ranger con una leve sonrisa.
Keaton bajó su arma. Caminó hacia Mac y lo ayudó a levantarse. Otra parte del credo decía que nunca abandonarían a un compañero caído bajo ninguna circunstancia.
Le dio una palmada en la espalda a Spinelli y se manchó de pintura rosa y púrpura.
—Ya te dije que tiene ojos en la nuca —dijo Porco.
—No seas ridículo —respondió Keaton—. Tengo visión de 360 grados, como un halcón.
—Querrás decir un búho —dijo Grizz. Era el prototipo de hombre callado y fuerte que fascinaba a las mujeres. Podías encontrártelo leyendo libros de poesía antigua, pero lo raro era que realmente le gustaba el enigma que esconden las palabras.
—Entonces soy un superbúho —contestó Keaton—. De todos modos, creo que todos podemos aprender algo de esto.
Cinco quejidos se unieron al coro que formaban los chirridos de los grillos y los cantos de las aves del bosque. Keaton creyó oír cómo se quitaba el seguro de una pistola.
—Se suponía que iba a ser una excursión divertida en medio de tu demencial plan de trabajo —dijo Mac.
—No critiques el plan —respondió Keaton—. El plan es nuestro billete para no acabar haciendo un trabajo de oficina.
Tras apartarse del servicio, muchos rangers pasaban a trabajar en los servicios de inteligencia o en seguridad de alto nivel, pero ninguno de estos tipos quería trabajar en una oficina. Todos ellos anhelaban el aire libre y la libertad de establecer sus propios horarios. Aún había mucha acción en ellos, solo que ya no deseaban viajar ni esquivar balas reales.
—Nos sucederán cosas inesperadas según vayamos construyendo el mejor campo de entrenamiento de Estados Unidos —dijo Keaton—. Pero siempre estaremos listos para maniobrar porque tenemos un plan.
—Ah, ¿sí? —respondió Rusty—. Maniobra esto.
Keaton esquivó la bola de pintura. Le dio en el antebrazo, pero no fue un alcance directo.
Rusty puso los ojos en blanco.
—Como un halcón —sonrió Keaton.
—Un búho —corrigió Grizz.
Keaton se encogió de hombros.
—¿Pero estás seguro de la ubicación? —dijo Grizz—. ¿El rancho Purple Heart, en Montana?
—He oído que allí suceden cosas extrañas —añadió Spinelli.
Keaton también lo había oído. Soldados que iban a curar las heridas que habían recibido en combate y que, en menos de tres meses, habían acabado en santo matrimonio y sin intención de abandonar el rancho. Como si se tratase de una secta. Pero Keaton conocía al hombre que estaba al mando y sabía que era un soldado excelente y un hombre respetable.
El matrimonio no era un camino que planeara seguir. Tenía un plan de cinco años que cumplir antes de pensar siquiera en casarse.
—No vamos a vivir en esas tierras, así que no nos afectan las creencias o la magia negra —aseguró a sus hombres—. Nuestros clientes se quedarán seis semanas, como mucho, lo que no encaja con la regla de los tres meses.
Al parecer, las tierras del rancho Purple Heart tenían un requisito para el uso del suelo según el cual, si un soldado quería vivir en ellas, debía casarse en un plazo de tres meses o salir pitando de allí. Sin duda estaba en el quinto pino, pero necesitaban tierra en el quinto pino para crear el campo y las instalaciones de vanguardia.
—Bien —dijo Grizz—. Porque ya sea por un mito o por la gestión del suelo, no tengo planes de casarme.
Todos estaban de acuerdo. Excepto Mac y Rusty. Mac había dado un anillo a una mujer, que lo había rechazado más de una vez. Rusty tenía los papeles del divorcio en su talego. Había una firma entre el montón de papeles: no era la suya.
—Cambiémonos y salgamos —dijo Keaton—. Tenemos mucho trabajo por hacer y poco tiempo para hacerlo. Vivir al borde de un rancho de rehabilitación y prepararnos para nuestros primeros clientes nos va a mantener demasiado ocupados como para tener citas.
—Oye, oye —dijo Porco, levantando las manos en señal de rendición—. Vuelve a incluir las citas en el plan. Esas granjeras necesitan una buena dosis de mí en sus vidas.
Ese comentario provocó una lluvia de balazos que pintaron a Porco. Al no ser esta vez el objetivo de la ira de los otros, Keaton aprovechó la escasa ocasión para relajarse y reírse de sus compañeros de armas y sus payasadas.
Respetaron su mandato. Con la cantidad de trabajo que tenían que hacer en los próximos tres meses, ninguno de ellos, especialmente él, tenía tiempo para citas. Las instalaciones para entrenamiento serían su cita durante los próximos cinco años, antes de que pudiera decidir buscar esposa. O ese era el plan.
CAPÍTULO DOS
La carne quemada de la vaca olía diferente cuando el animal estaba vivo y dando coces, en lugar de cortado en trozos y sobre una sartén. Brenda Vance retrocedió. Esquivó las patas traseras del toro, pero no fue lo bastante rápida como para esquivar la madera. El tablón de la valla se rompió y una astilla de madera le alcanzó un lateral de la frente.
La sangre se mezcló con el sudor y le llegó al ojo. Brenda maldijo. El balbuceo de palabrotas produjo vergüenza en los tres ayudantes más jóvenes, aunque todos deberían avergonzarse: era culpa suya que el animal no estuviera correctamente asegurado.
—¿Está bien, señorita? —surgió la voz grave y estropeada por el tabaco del cuarto y más viejo ayudante. Manuel Bautista había puesto el pie en este rancho cuando Brenda comenzaba a usar los suyos, antes de cumplir un año. Al igual que ella, conocía el lugar de arriba abajo, pero, a diferencia de ella, él no era quien estaba al cargo.
Brenda se mordió la lengua antes de poder maldecir de nuevo. Puede que su hermano fuera sacerdote, pero ella había aprendido que eso a ella no le había proporcionado ningún pase gratuito para la siguiente vida.
—No me llames señorita. —Retiró la sangre y el sudor con su raída camisa de franela, sintiendo el duro trabajo que había realizado ese día. Levantando la vista, vio que las manos de dos de sus ayudantes apenas brillaban con el sol caliente de la tarde; sus recién estrenados sombreros estaban perfectamente almidonados y sus camisas no tenían ni una sola gota de sudor en las axilas.
—Es Señorita Vance —dijo, observando la sangre de la camisa—. O jefa.
Mientras el mayor de los ayudantes del rancho volvía para calmar al nuevo toro, Brenda escuchó un insulto en español. Dos de los otros hombres se rieron por lo bajo. El rubio flaco con vaqueros ajustados comprados sin duda en Old Navy o Urban Outfitters, era al que