El Encargado De Los Juegos. Jack Benton

El Encargado De Los Juegos - Jack Benton


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Capítulo 61

       Capítulo 62

       Epílogo

       Sobre el Autor

      Otras Obras de Jack Benton

      (y disponible en español)

       El hombre a la orilla del mar

       El secreto del relojero

       El Encargado de los Juegos

      "El Encargado de los Juegos” Copyright © Jack Benton / Chris Ward 2019

      Traducido por Mariano Bas

      El derecho de Jack Benton / Chris Ward a ser identificado como el autor de este trabajo fue declarado por él de conformidad con la Ley de derechos de autor, diseños y patentes de 1988.

      Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación o transmitida, en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo por escrito del Autor.

      Esta historia es una obra de ficción y es producto de la imaginación del autor. Todas las similitudes con lugares reales o con personas vivas o muertas son pura coincidencia.

El Encargado de los Juegos

      1

      Capítulo Uno

      El golpe dolió.

      Si no hubiera sido por el cubo de alcohol que había bebido, habría dolido mucho más, pensó Slim mientras se doblaba, tensando los restos estancados de los músculos militares de su estómago ante el próximo golpe.

      —Lárgate. Ya te lo he dicho y no lo voy a repetir.

      Unos dedos se cerraron sobre el cuello de Slim. Apareció un puño cerrado cuya silueta perfilaba una farola. Slim braceó esperando el impacto, pero cuando llegó el golpe no le dolió tanto como esperaba. Cayó al suelo mientras su atacante juraba agitando las manos.

      Es lo que pasa con las caras. Generalmente son más duras que los huesos de un puño no acostumbrado a golpear.

      El hombre se separó tambaleándose en el callejón. Slim se sentó y una tapa de metal de un cubo de basura le golpeó en un lado, seguido por un saco abierto que hizo que lloviera sobre él comida apestosa, con pieles de zanahorias y patatas pegándose a sus ropas y su cara.

      —Si quieres comer tu basura, adelante. Pero si te vuelvo a ver, acabarás en una de esas bolsas. ¿Entendido?

      Slim, cegado por una bolsa de papel con un líquido de cocina no identificado, asintió hacia la que esperaba que fuera la dirección correcta. Una incontenible necesidad de decir algo sarcástico para sulfurar aún más al hombre le quemaba como una comezón inalcanzable, pero se resistió. Unos pocos segundos después se apagó el ruido de pisadas. Slim se puso en pie y volvió tambaleándose al canal.

      Delante de sus ojos apareció Riverway Queen, la casa barco escorada y arruinada a la que ahora llamaba su hogar. Slim sacó la llave del candado que había comprado con su último dinero suelto, echando a un lado el cartel de PELIGRO: NO ENTRE a un lado de modo que se volviera a colocar en su sitio tras cerrar la puerta.

      En la oscuridad, cerró el pestillo interior y luego encendió la pequeña lámpara de parafina que colgaba de un gancho en el techo.

      La había costado un poco acostumbrarse al ángulo de inclinación hacia abajo y la izquierda de la barcaza. En el extremo del fondo, un charco de agua chapoteaba en torno a las patas de la mesa y las sillas, subiendo y bajando con la profundidad cambiante del canal, pero la mayoría del interior de la barcaza permanecía intacta. No funcionaba nada, pero un sofá-cama plegable apoyado sobre algunos libros empapados de tapa dura resultaba suficientemente cómodo y había muchos aparadores para almacenar bebida.

      Se quitó la ropa y la dejó en el fregadero seco. Mañana sería día de colada, especialmente ahora que tenía sangre sobre su camisa. Se esperaba lluvia por la mañana, así que mañana por la mañana el agua del canal sería buena y fresca. Aunque estaba habituado al olor de pantano mohoso y abono (se lavaba tanto su ropa como a sí mismo en el canal y el jabón era un lujo innecesario), siempre estar verdaderamente limpio hacía que se sintiera bien.

      No tenía buen aspecto en el pequeño espejo de encima del fregadero. La lámpara de parafina dejaba la mitad de su cara en la sombra, pero un ojo estaba muy hinchado. Su barba estaba salpicada de sangre y hacía tiempo que necesitaba recortarla o afeitarse por completo. La había dejado crecer demasiado y eso nunca era bueno.

      Recordó que una vez un viejo amigo le dijo que los vagabundos eran invisibles, pasando inadvertidos a los ojos del mundo. Slim había descubierto que no era así. En los seis meses que habían pasado desde su desahucio, había sido atacado tres veces, incluyendo esa noche. Una de ellas había sido realizada sin demasiada agresividad por un grupo de amigos que salían pavoneándose de un club nocturno sin nada mejor que hacer y otra con bastante más saña por un grupo de otros mendigos por el pecado de dormir en el sitio de alguien. Patadas, puñetazos e incluso un palo usado por una sombra barbuda no dolieron a Slim tanto como creía. Descubrió que los cuerpos sanaban. El corazón y sus delicadezas eran mucho menos resistentes.

      Tomo de una nevera que no funcionaba una cerveza que no estaba fría y quitó el tapón. Sabía mal (estaba caducada, porque era más barata), pero eliminó un poco del dolor.

      Tal vez mañana dejaría de beber otra vez. Lo había dejado recientemente: hacía menos de dos semanas lo había dejado durante tres días. Le había ido tan bien que lavó su traje y fue a la oficina de empleo en busca de un trabajo.

      Entonces pasó algo. Vio a alguien que se parecía a algún otro o escuchó una voz que sonaba como la de alguien que lo perseguía y se encontró en un pub, bebiéndose lo que le quedaba de su dinero del paro.

      Abrió de nuevo la nevera, mirando la oscura fila de latas. El que no se las hubiera bebido todas, el que pudiera mantener unas existencias, era sin duda una señal de control.

      No era tan malo. Todavía había esperanza.

      Se sentó en el inclinado sofá, sintiendo el incómodo crujido del barco a sus pies. Había caído más bajo antes. Tenía que mantenerse positivo y soñar, si no esperar, algo mejor.

      Dio un sorbo a la cerveza.

      Lo despertó un zumbido cerca de su cara. Slim alargó el brazo para aplastar lo que en un primer momento pensaba que era una mosca, pero encontró su viejo Nokia bajo sus dedos entumecidos por el frío.

      A pesar de su sopor, le agradó encontrarse el teléfono cargado en una casa barco sin electricidad. Entonces recordó la hora que se había pasado sentado en el retrete de un MacDonald’s con su teléfono enchufado a la pared, esperando una llamada para un empleo en la construcción.

      La llamada no llegó y eso había pasado, ¿cuánto? ¿Hacía dos o tres días? Slim trató de sonreír mientras presionaba el botón de respuesta. Menos mal que no había tenido muchas llamadas.

      —¿Hola?

      —¿Slim? ¿Eres tú? Suenas fatal.

      —¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo estás, Kay?

      El viejo amigo del ejército de Slim que ahora trabajaba


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