Toda esa gente. Mario Escobar Velásquez
href="#u1b0bf419-3552-5879-8266-58fa7b5d5ddc"> El ruido de los jóvenes
Pues la ciudad siempre es la misma.
Otra no busques, no la hay
Constantino Kavafis, “La ciudad”
Barrio... barrio que tenés el alma inquieta de un gorrión sentimental...
Alfredo Le Pera - Carlos Gardel, “Melodía de arrabal”
De madrugada empezó a entrar en el sueño de Medellín una caravana de camiones atiborrados de hombres y mujeres con sus críos, sus animales de corral y sus bártulos; familiones desarraigados de los pueblos de Antioquia que se iban quedando a las entradas de la capital, en los confines correspondientes a sus regiones de origen y ahí sentaban sus reales: los del oriente expandieron La Milagrosa, Buenos Aires, Manrique, Aranjuez y otros barrios por el estilo invadiendo las laderas del oriente; los del occidente dieron vida a Robledo y Castilla en las colinas del occidente; los del norte echaron raíces en Bello y Pedregal, y en Itagüí y Guayabal, los del sur. Al despabilarse y tomar conciencia de sí, ya la ciudad era otra: le ocurrió lo que al borracho que por dormirse en su butaca los bromistas le afeitan media barba y le trasquilan los mechones.
El poblado, erigido en villa siglos antes, no era inmutable, era un ser vivo. ¡Qué horror! Las señoras respetables se fueron de espaldas. Quienes creían llevar en sus venas la sangre de los fundadores se golpeaban la frente y movían la cabeza dubitativamente. En los salones de fiesta, los señoritos suspendían el baile para enfrascarse en análisis de la inexplicable transformación, a ver si enredar la pita les daba entendimiento. Desde los púlpitos llovían malos presagios.
¡Fo! A esos asentamientos periféricos había que cogerlos con pinzas. Por fortuna estaba el dinero, que servía de trampolín para saltar por encima de ellos e ir a establecerse al pie de las faldas, en el valle, en barrios anejos al centro como Naranjal, La América o Belén.
“Dime cuánto tienes y te diré dónde cabes”, proponían los espíritus de estos barrios a los fisgones que se asomaban a su interior desde los bordes, y de acuerdo con el monto que desembolsaran les asignaban sus sitios entre otros que antes pagaron precios similares.
Tratándose de inmigrantes con plata en el bolsillo, en estos barrios confluían los caminos procedentes de los cuatro puntos cardinales.
Al sur de Belén, en el sector de El Rincón, en límites con Guayabal, vivían los pobres del barrio; los ricos vivían en Rosales, al norte, en límites con Laureles. En el medio se hallaba San Bernardo, donde habitaban gentes ni pobres ni ricas, familias que consumían más carne y más leche que las de El Rincón pero mucho menos que las de Rosales.
San Bernardo parecía la tarea de dibujo de un escolar desprovisto de dotes artísticas: un sol semejante a una naranja, erizado de lanzas de oro y de fuego, sonreía sobre los techos y las terrazas; una escuela reventaba de niños con cuadernos y lápices de cortesía; los señores, con estatura de árbol, departían en las esquinas; una madre del tamaño de su casa arrullaba a su hijo en una mecedora al borde del andén; un perro autografiaba las paredes desconchadas y enmohecidas y ladraba a las nubes grises del cielo azul; al fondo, a la redonda, sobresalían las montañas en tonos de verde inusitados.
Los abuelos habían delineado ese dibujo.
Faltaba el templo. Entonces los mayores señalaron con la vara mágica una colina en el corazón del barrio, hicieron aparecer en la cima toneladas de hierro y madera, cúmulos de piedra y arena y arrumes de ladrillos, asignaron a cada cual sus deberes –las abuelas, cocinar para los trabajadores; las nietas, por su parte, servir la mesa y lavar los platos; los muchachos, hacer mandados, llevar y traer– y emprendieron su construcción: midieron, excavaron, acarrearon materiales, vaciaron fundaciones y columnas, levantaron muros, entretejieron vigas, desplegaron el tejado, recubrieron los pisos, ensamblaron puertas y ventanas con vitrales que tamizaban la luz, y encalaron. El padre Henao, sin despojarse jamás de la sotana, ayudaba aquí y allá, enderezaba lo torcido, empujaba al flojo, animaba y atizaba la fogata del entusiasmo y la acción.
Los jóvenes, a pesar de su escepticismo, diariamente pasaban a registrar el progreso de la edificación. Las viviendas, como vacas que acuden al llamado del vaquero a la hora del ordeño, parecían buscar un puesto que les asegurara por siempre el amparo de su sombra.
Culminada la obra, el vecindario corrió a presenciar el primer encendido de la cruz luminosa que la coronaba. Grandes y chicos volaron. Nadie se perdería el espectáculo. Y se prendió la fiesta.
San Bernardo era una fiesta. Sus muchachas con cuerpo de muchacha eran una fiesta. También eran una fiesta los desafíos de fútbol en los descampados y los baños en los charcos de cristal. Las incursiones furtivas a las fincas donde había mangos y guayabas para empacharnos eran una fiesta.
San Bernardo era una fiesta en el occidente de la ciudad. Hoy es una dulce herida que me arde en el pecho.
Aunque escaparates, mesas, sillas y demás maderas crepitaran por el calor, adentro se estaba fresco gracias a las puertas, altas como para que los más espigados y rebosantes de amor pasaran sin quitarse el sombrero, y al tejado igualmente alto, que conservaba el aire como sin estrenar.
Los muros de tapia eran expertos en guardar secretos: lo que se decía o sonaba aquí o allá, aquí o allá se quedaba. Los corredores invitaban a correr.
El patio parecía paleta de pintor y sus colores se intensificaban o apagaban al ritmo de las lluvias: una semana reverdecían los helechos y a la semana siguiente florecían los anturios o los rosales.
El naranjo, el breval y el aguacate del solar, que daban frutos de enero a diciembre, sumados a la era de tomates y cebollas que cultivábamos todos, complementaban lo que semanalmente nos llegaba de la finca.
Al entrar uno de la calle, cualquier sed se extinguía.
En el interior, cuya luz requeríamos para vivir y no hallábamos fuera, se percibía que los obreros constructores habían dejado ahí parte de la vida.
Papá repintaba la cuna para que acogiera, como al primero, al hijo que estaba por llegar.
Sería mujer. Aunque nuestros padres decían que sería lo que Dios quisiera, decidieron que fuera mujer.
Imaginaba a la mujercita llenando la casa con su llanto, con su grito renovador, a gatas en el patio, en los corredores y en los cuartos, auscultando los rincones, e imaginaba a papá con ella, en su tamaño, hablándole al oído palabras inventadas: lenguaje de quien engendró prole numerosa.
Papá dejó la finca en manos de un mayordomo porque una fiesta se anunciaba en el hogar, y no podía faltar.
Repintaba la cuna que fuera de todos los hermanos, recomponía enseres, revisaba el tejado a la caza de goteras, retocaba las paredes… Mamá, en su preñez, lo veía trabajar.
Papá se casó seguro de que ella podría multiplicar un pan para cualquier multitud de hijos y juntar retazos de colores hasta coser una colcha que los abrigara a todos en invierno.
—¡Por más que le haga, esta cocina nunca se ve arreglada! –exclamaba ella mientras lavaba los platos. Después lavaría la ropa y ordenaría la casa.