El fuego de la montaña. Eduardo de la Hera Buedo
Su cercanía a los musulmanes pobres de Argelia abrió un nuevo camino hacia Dios, porque trató de ser un «hermano universal», un testigo del amor de Dios a todas las gentes. Bueno es recordar esto, cuando la Iglesia se esfuerza en mantener un diálogo cordial y constructivo con las grandes religiones del mundo.
¿En qué aspectos descuella todavía, después de un siglo, la personalidad de este hombre? ¿Dónde radica su genio? ¿En qué ámbitos de nuestro mundo puede, todavía, resonar su voz, sin que resulte extraña por anticuada?
1. Antes de su conversión
1.1. Un hogar accidentado
Charles de Foucauld nació en Estrasburgo, la capital de la Alsacia francesa, cerca del Rhin, el 15 de septiembre de 1858.
Mayor de dos hermanos (su hermana María nacería tres años después), vivió una infancia accidentada. Era hijo de familia aristocrática, con muchos medios económicos; pero pronto conoció la desgracia, al quedarse huérfano de padre y madre. Tenía tan sólo cinco años.
Primero perdió a su madre, la señora Elisabeth de Foucauld. Murió de un mal parto en casa del abuelo del pequeño Charles y padre de Elisabeth, el rico coronel Morlet. Se había refugiado allí con sus dos hijos, al caer gravemente enfermo de tuberculosis su marido, un «inspector de aguas y bosques». No tardaría mucho en fallecer, también, el padre de Charles, Eduardo de Foucauld. Fue en París, tan sólo cinco meses después de su mujer, lejos del hogar y con la amargura en la boca a causa de la lejanía de los suyos.
La tutela de los niños pasó al bondadoso abuelo, que rodeaba a sus nietos de cariño, pero también les consentía toda clase de caprichos. Sobre todo, a Charles, cuyo semblante y vivacidad le recordaba constantemente a su hija. De ello se aprovechaba el muchacho, que conseguía del abuelo todo lo que quería.
A los diez años, Charles se matriculó en el liceo de Estrasburgo. Sus profesores lo describían como un alumno «inteligente y estudioso». La muerte de sus padres había dejado honda huella en él, por lo que también se mostraba replegado, introvertido, taciturno.
Además del hogar del abuelo, Charles frecuentaba la casa de la hermana de su padre, la señora Inés Moitessier[92]. Sobre todo, en vacaciones. Su tía tenía una hermosa finca en Louye, cerca de Evreux, y allí Charles conversaba con su prima, María Moitessier, nueve años mayor que él...
María Moitessier llegó a ser una mujer excepcional, muy cristiana, que supo estar siempre cerca de Charles, tanto en sus años de extravío como, posteriormente, en los de vida religiosa.
Cuando estalló la guerra de 1870, Charles tenía doce años. El abuelo Morlet huyó, llevándose a sus nietos, primero a Rennes, y de allí, a Suiza. Luego vendría el desastre de Sedán, el sitio de París, la derrota, el hambre, la guerra civil. Dice Jean François Six que todos estos acontecimientos repercutieron profundamente en el ánimo del niño[93].
Concluyó la guerra y el abuelo Morlet fijó su residencia en Nancy. Allí continuaría sus estudios el jovencito Charles. Y allí hizo su Primera Comunión, unida a la Confirmación, en abril de 1872. Fue aquel un día grande para toda la familia. Se sintió valorado y querido. Su prima llegó de París y el mejor regalo se lo hizo ella: un libro de Bossuet, Élévations sur les Mystères, por el que siempre Foucauld tendría gran aprecio. En 1897, desde Nazaret, todavía recordaba el acontecimiento y el libro: «Tu recuerdo de aquel día es el primer libro que yo leí antes de mi conversión, el que me hizo entrever que acaso la religión cristiana fuera la verdadera»[94].
Con catorce años, Charles, que cursaba ya quinto, leía todo lo que caía en sus manos. Su cultura se iba ampliando; pero, tal vez por falta de orientación y acompañamiento, su fe también iba naufragando. El ambiente social, escéptico e irreligioso, nada le ayudaba. Por otra parte, le asaltaban toda clase de dudas, y así fue como terminó por caer en la increencia más absoluta. La fe de los suyos ya no le servía. Necesitaba «hombres sabios en cosas religiosas, capaces de dar razón de sus creencias», pero no los encontraba. «Nada me parecía suficientemente probado; la fe semejante por la que se rigen religiones tan diversas, me parecía la condenación de todas»[95].
A uno de sus amigos más íntimos, el geógrafo y explorador Henri Duveyrier, le resumiría así, en una carta escrita en 1892, su situación religiosa: «Fui educado cristianamente, pero desde la edad de 15 o 16 años toda fe había desaparecido en mí. Las lecturas, de las que tenía avidez, habían hecho esta obra en mí; no me alineaba con ninguna doctrina filosófica. Al no encontrar ninguna suficientemente fundada, me quedé en la duda total, alejado especialmente de la fe católica, varios de cuyos dogmas, a mi entender, chocaban con la razón...»[96].
En resumen, el joven Charles respetaba la fe de sus mayores, pero a él no le servía. Se lo decía, en 1901, a un amigo y confidente, el oficial Henry de Castries: «Henry, durante doce años he vivido sin fe alguna»[97].
Así fue como Dios llegó a desaparecer totalmente del horizonte de su vida. El nombre de Dios nada decía ya al joven Charles de Foucauld.
1.2. «Sólo piensa en divertirse»
Con la fe cristiana (tal vez no por casualidad) otros valores se iban esfumando de la vida de Charles de Foucauld. ¿Para qué esforzarse? ¿De qué servía asumir sacrificios? Había que vivir al día. Y así, sus años jóvenes transcurrían entre juergas y placeres. Apareció el egoísmo. Aprendió a aprovecharse de todo y de todos. La diosa fortuna le trataba bien. Poseía dinero, salud y hasta un título, el de vizconde.
Cuando Charles llegó a la edad redonda de los veinte años, decidió, al morir su abuelo (3 de febrero de 1878), emanciparse de los suyos. Era verdad que, con la muerte del señor Morlet, Charles se sentía más solo. Pero también era verdad que había heredado mucho dinero, y se encontraba con menos trabas, lejos de los familiares reproches, para lanzarse a una vida de desenfreno.
Dos años antes de la muerte del señor Morlet, en junio de 1876, Foucauld se presentó a un examen escrito, para entrar en la célebre Academia de Oficiales de Saint-Cyr, fundada nada menos que por Napoleón I. Entre cuatrocientos doce alumnos, aprobó con el número ochenta y dos. No estaba mal. ¿Pero qué buscaba el joven Charles en el Ejército? ¿Honores? ¿Dinero? ¿Aventuras? Tal vez un poco de todo. Veía claro que, poseyendo todo esto, sería un hombre feliz.
En la alcaldía de la ciudad francesa de Nancy, donde vivían él y su familia, firmó, en octubre de aquel mismo año, el acta de alistamiento voluntario. Dijo solemnemente, sin creérselo del todo: «Prometo servir con fidelidad y honor al Ejército, durante cinco años, a partir de este día».
¿Cinco años de disciplina no eran demasiados para un muchacho con ansias de placeres y aventuras? Sin duda, lo eran. Pero el Ejército –pensaba Foucauld– le permitiría también viajar, conocer otros lugares, salir de la vida provinciana y anodina que había llevado hasta entonces. Para un joven que sueña con triunfos y prestigios humanos, la movilidad por las colonias francesas en África (algo que entonces permitía el alistamiento en el Ejército) era una aspiración fascinante, aventurera, gloriosa.
Así fue como, el 30 de octubre, Charles de Foucauld ingresó en la Academia de Saint-Cyr. Había cumplido dieciocho años. Diez le faltaban para su conversión...
Aquellos jóvenes oficiales de la Academia militar cuidaban con esmero su persona: impecable uniforme, peculiar peinado, acicalamiento múltiple. Buscaban ideales de gloria. Sus autoridades azuzaban el fuego sentimental de la gran patria: la «grandeur de la France». Sin embargo, al vividor Charles le interesaba menos la patria que disfrutar de una vida fácil, a la sombra de los grandes discursos patrióticos.
Por otra parte –cosa curiosa– le gustaba leer literatura clásica. Le interesaban, sobre todo, los filósofos latinos y griegos de la antigüedad. Tenía muchos libros, ya que había heredado una buena biblioteca de su abuelo.
El hecho era que cada vez se iban acentuando más, en la vida de Charles, el refinamiento y la despreocupación por los deberes